—Estoy de acuerdo. Hay algo más.
Scarpetta pasó las manos enguantadas por ropas que habían estado de moda en los ochenta y los noventa, trajes cruzados de tres piezas y raya diplomática de solapas grandes y pañuelos en los bolsillos, así como camisas blancas de puño doble que recordaban a caricaturas de gánsteres en tiempos del FBI de J. Edgar Hoover. Cinco corbatas a rayas colgaban de las perchas, y enrollados en otra había dos cinturones reversibles —uno bordado, otro de cocodrilo de imitación—, que hacían juego con los formales Florsheim con puntera, marrones y negros, que había en el suelo.
—Cuando tú y yo intentábamos seguirle la pista a mi BlackBerry perdido, quedó bien claro lo que tu receptor GPS-WAAS puede hacer. Por eso estamos aquí, en esta habitación. Esas noches en que no has estado con Jaime, ¿la has controlado con el GPS? ¿Has conseguido información útil?
En el fondo del armario, contra la pared, había un maletín negro enorme, con muchas rozaduras y un amasijo de etiquetas de equipaje arrancadas, las cuerdas aún enrolladas alrededor del asa.
—No va a ningún lado —respondió Lucy—. Trabaja hasta tarde en el despacho y después en casa. A menos que no se lleve el BlackBerry, y eso no implica que alguien no haya podido ir a su casa, o que esté liada con alguien del despacho.
—Podrías meterte en el sistema del proveedor de las cámaras de seguridad de su edificio, de la Oficina del Fiscal del Distrito, de todo Hogan Place. ¿Qué vendrá a continuación? O basta que instales unas cámaras en su despacho, en su sala de conferencias, en su ático, y la espíes así. Por favor, no me digas que ya lo has hecho.
Scarpetta forcejeaba con el maletín para sacarlo del armario, muy consciente de lo pesado que era.
—No, joder.
—Esto no tiene nada que ver con Jaime, sino contigo.
Pulsó los cierres del maletín, que se abrieron con un fuerte chasquido.
El estruendo de una detonación.
Marino y Lobo se quitaron los protectores de las orejas y salieron de detrás de varias toneladas de bloques de cemento y cristal a prueba de balas, a casi cien metros de distancia de donde se hallaba Droiden, protegida por el traje antibombas. Esta se acercó al foso donde acababa de disparar al paquete de Scarpetta, arrodillándose para examinar lo que acababa de desactivar. Con el casco vuelto hacia Marino y Lobo, alzó el pulgar de una mano pequeña y pálida que destacaba contra el relleno verde oscuro del traje, con el que aparentaba un tamaño el doble del normal.
—Ha sido como abrir una de esas bolsas de palomitas con premio —dijo Marino—. Veamos qué nos ha tocado.
Esperaba que, fuese cual fuese el contenido del paquete FedEx, hubiese merecido todo el ajetreo, y también esperaba lo contrario. Su trabajo era un conflicto crónico del que nunca hablaba; ni siquiera le gustaba admitir, para sí, lo que sentía de verdad. Para que una investigación mereciese la pena, tenía que incluir un peligro o un daño real, pero ¿qué ser humano decente desearía algo así?
—¿Qué tenemos? —preguntó Lobo.
Otro técnico ayudó a Droiden a quitarse el traje. La artificiera se puso un anorak y subió la cremallera con expresión disgustada.
—Algo que apesta. El mismo olor asqueroso. No es una broma, ni tampoco se parece a nada que haya visto antes. Ni olido —dijo Droiden a Lobo y Marino mientras el otro técnico se ocupaba del traje—. Tres pilas de botón AG—10 y repetidores aéreos, pirotecnia. Una especie de tarjeta de felicitación con una muñeca de vudú pegada a la parte superior. Una bomba fétida.
El paquete FedEx estaba abierto, confinado en el muro de sucios sacos de arena. Era una masa de cartón mojado, cristal roto, los restos de una muñeca blanca de trapo y lo que parecía pelo de perro. Un módulo de grabación de voz del tamaño de una tarjeta de crédito había estallado en varios pedazos, las pilas de botón cerca; cuando Marino se aproximó, le llegó el olor del que hablaba Droiden.
—Huele a una combinación de asfalto, huevos podridos y mierda de perro. ¿Qué es? —preguntó Marino.
—Es lo que contenía el vial, un vial de cristal. —Droiden abrió una bolsa Roco negra y sacó bolsas para recoger pruebas, una lata de aluminio cubierta de resina de epoxi, mascarillas y guantes de nitrilo—. No se parece a nada que haya olido antes, me recuerda al petróleo, pero no lo es. Alquitrán, sulfuro y estiércol.
—¿Qué se supone que es? —insistió Marino.
—Creo que lo que se pretendía era que abriese el paquete que contenía la tarjeta de felicitación con la muñeca. Al abrir la felicitación, ésta explota y hace que el vial de cristal con el líquido fétido se rompa. Lo que activaba el módulo de voz, las pilas, estaban conectadas a tres voladores bomba unidos a un dispositivo de ignición eléctrico utilizado en pirotecnia profesional.
Droiden señaló lo que quedaba de tres petardos unidos a un cable fino.
—Los fósforos eléctricos son muy sensibles a la corriente —dijo Lobo a Marino—. Fue suficiente con las pilas de una grabadora. Pero alguien tuvo que alterar el interruptor del módulo de voz y el circuito de grabación, para que la corriente de las pilas provocara la explosión, en lugar de reproducir una grabación.
—¿Cualquiera podría hacerlo? —preguntó Marino.
—Cualquiera que no sea estúpido y siga las instrucciones.
—De Internet —pensó Marino en voz alta.
—Sí, claro. Prácticamente puedes montar una puta bomba atómica —dijo Lobo.
—¿Y si la doctora lo hubiese abierto?
—Es difícil saberlo —respondió Droiden—. La habría lastimado, eso seguro. Quizá le habría volado un par de dedos, o el cristal le habría alcanzado la cara o los ojos. Podría haberla desfigurado o cegado. Sin duda, habría acabado impregnada de este líquido fétido.
—Supongo que eso era lo que se pretendía. Alguien quería rociarla con ese líquido, sea lo que sea —intervino Lobo—. Y jugarle una mala pasada. Deja que eche un vistazo a la felicitación.
Marino abrió la cremallera de su maletín y tendió a Lobo la bolsa de pruebas que Scarpetta le había dado. Lobo se enfundó unos guantes y empezó a examinar. Abrió la felicitación navideña, un disgustado Santa Claus perseguido por la señora Claus armada de un rodillo, y la voz aguda y desafinada de una mujer que cantaba «Felices Navidades tengas...». Lobo levantó el rígido papel y extrajo el módulo de voz mientras la molesta canción seguía: «Pon muérdago donde te quepa...» Desconectó el grabador de las pilas, tres pilas de botón AG—10 no mayores que las de los relojes de pulsera. Silencio, el viento soplaba desde el agua, penetraba a través de la cerca. Marino no se notaba las orejas y tenía la boca como el Hombre de hojalata, falta de aceite. Le resultaba difícil hablar, del frío que tenía.
—Un simple módulo de voz, perfecto para montar una felicitación. —Lobo le mostró el dispositivo a Marino—. Del tipo que usan los manitas y los adeptos del hágalo usted mismo. Un circuito completo con un altavoz, un interruptor deslizante para la reproducción automática, que es la clave del asunto. Al deslizarse, el contacto cierra el circuito y hace estallar la bomba. Fácil de adquirir. Mucho más sencillo que montarlo todo uno mismo.
Droiden extrajo partes de la bomba del amasijo mojado y sucio que había en el hoyo. Se levantó y se acercó a Marino y Lobo, sosteniendo en la palma enfundada en nitrilo fragmentos de metal y plástico plateados, negros y verde oscuro, así como cable negro y de cobre. Cogió el módulo de grabación intacto que tenía Lobo y empezó a comparar.
—El examen microscópico lo confirmará —dijo Droiden, pero era evidente lo que insinuaba.
—El mismo tipo de grabador —apuntó Marino, ahuecando sus grandes manos alrededor de las de Droiden para proteger los fragmentos del viento, deseando poderse quedar más tiempo tan cerca ele ella. Qué más daba no haber dormido en toda la noche y estar convirtiéndose en un témpano, de pronto había entrado en calor y se sentía despierto—. Joder, eso apesta. ¿Y qué es esto, pelo de perro? ¿Por qué cojones hay pelo de perro aquí dentro?
Con el dedo enfundado en plástico sintético, palpó varios pelos largos y ásperos.
—Parece que la muñeca estaba rellena de pelo; será de perro —dijo Droiden—. Veo similitudes importantes en la construcción. El circuito, el interruptor, el botón de grabación y el micrófono altavoz.
Lobo estudiaba la felicitación navideña. La volvió para ver qué había al dorso.
—Made in China.
Papel reciclable. Una bomba navideña ecológica. Qué bonito.
S
carpetta arrastró el maletín abierto por el suelo. Los veintinueve archivadores de acordeón que contenía, atados con elástico y etiquetados con adhesivos blancos que mostraban fechas escritas, cubrían un periodo de veintiséis años. La mayor parte de la carrera de Warner Agee.
—Si hablase con Jaime, ¿qué crees que me diría de ti? —continuó sonsacando.
La ira de Lucy centelleó.
—Es fácil. Que lo mío es patológico.
En ocasiones su ira era tan súbita e intensa que Scarpetta la veía como un rayo.
—Estoy siempre cabreada, con ganas de hacer daño —añadió Lucy.
Agee debía de haber trasladado gran parte de sus pertenencias al hotel Elysée, sin duda las que eran importantes. Scarpetta sacó los archivadores más recientes y se sentó en la alfombra, a los pies de su sobrina.
—¿Por qué quieres hacer daño?
—Para recuperar lo que me quitaron. Para redimirme de algún modo y conseguir esa segunda oportunidad, para no permitir que nadie vuelva a hacerme algo así. ¿Sabes qué es terrible? —A Lucy le centelleaban los ojos—. Es terrible decidir que hay algunas personas a quienes está bien destruir, matar. E imaginarlo, planteárselo mentalmente sin sentir ni una punzada, ni un temblor. Sin sentir nada. Como probablemente se sintió él. —Hizo un gesto con los brazos, como si Warner Agee siguiera en la habitación—. Es entonces cuando pasa lo peor. Cuando ya no sientes nada. Es entonces cuando lo haces, cuando haces algo que no puedes deshacer. Es terrible saber que una no es tan distinta de los capullos que persigue y de los que intenta proteger a la gente.
Scarpetta retiró el elástico del archivador que parecía más reciente; empezaba el uno de enero del presente año y no había fecha de cierre.
—Tú eres diferente de ellos.
—No puedo volver atrás.
—¿Qué es lo que no puedes deshacer?
Los seis compartimentos del archivador estaban llenos de papeles, recibos, un talonario y una cartera de piel marrón gastada y doblada por años de alojarse en un bolsillo trasero.
—No puedo deshacer lo que hice. —Lucy respiró hondo, negándose a llorar—. Soy una mala persona.
—No, no lo eres.
El permiso de conducir de Agee había caducado hacía tres años. Su MasterCard estaba caducada. Su Visa y su American Express estaban caducadas.
—Lo soy. Tú sabes lo que he hecho.
—No eres mala persona, y lo digo sabiendo lo que has hecho. Quizá no todo, pero mucho. Has estado en el FBI, la ATF y, como Benton, te has visto involucrada en muchos acontecimientos que no pudiste evitar y de los que no podías hablar, ni siquiera ahora. Claro que soy consciente de ello. Y también soy consciente de que lo hiciste porque era tu deber o por una razón de peso. Como un soldado en el frente. Eso es lo que son los policías, soldados que traspasan los límites de la normalidad para así mantener nuestras vidas dentro de ella.
Scarpetta contó 440 dólares en efectivo, todos en billetes de veinte, como si viniesen de un cajero automático.
Entonces Lucy dijo:
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de Rocco Caggiano?
—¿Y qué habría sido de su padre, Pete Marino, si no lo hubieses hecho? —Scarpetta desconocía los detalles de lo sucedido en Polonia y no quería saberlos, pero comprendía el motivo—. Marino estaría muerto. Rocco formaba parte del crimen organizado y lo habría matado. Ya lo tenía todo dispuesto y tú lo evitaste.
Empezó a mirar recibos de comida, artículos de tocador, viajes; había muchos de hoteles, comercios, restaurantes y taxis de Detroit, Michigan. Pagados en efectivo.
—Ojalá no lo hubiera hecho yo, ojalá alguien lo hubiese hecho en mi lugar. Maté a su hijo. He hecho muchas cosas que no puedo deshacer.
—¿Qué podemos deshacer cualquiera de nosotros? Unas palabras insensatas, una frase. La gente lo dice continuamente pero, en el fondo, no hay nada que podamos desandar. Todo lo que hacemos es circundar los errores que hemos cometido, responsabilizarnos, disculparnos e intentar seguir adelante.
Amontonaba los papeles en el suelo mientras hurgaba en los archivadores de Agee para ver lo que le había parecido importante conservar. Encontró un sobre de cheques anulados. El pasado enero había gastado más de seis mil dólares en dos audífonos Siemens Motion 700 y accesorios. Había donado sus antiguos audífonos a Goodwill y le habían dado un recibo. Poco después se había suscrito a un servicio web telefónico de subtitulado. No había resguardos ni registros bancarios que indicasen de dónde sacaba el dinero. Scarpetta encontró un sobre manila con la etiqueta «IPA». Era grueso y contenía boletines, programas de conferencias y artículos, todos en francés, así como más recibos y billetes de avión. En julio de 2006, Agee viajó a París para asistir a una conferencia del Institut de Psychologie Anomale.
El francés hablado de Scarpetta no era bueno, pero podía leerlo con bastante facilidad. La carta era de un miembro del comité del Proyecto de Conciencia Global que agradecía a Agee su participación en una discusión sobre el uso de herramientas científicas en la búsqueda de estructura en los datos aleatorios durante importantes acontecimientos mundiales, como el 11—S. El miembro del comité se alegraba de volver a encontrarse con Agee y se preguntaba si su investigación sobre telequinesis seguía encontrando dificultades a la hora de replicar los hallazgos. «El problema, claro está, es la materia prima de los sujetos humanos y las restricciones legales y éticas», tradujo Scarpetta.
—¿Por qué piensas en matar y morir? ¿A quién quieres matar? ¿Desearías estar muerta? —preguntó a Lucy, y de nuevo la respuesta fue el silencio—. Será mejor que me lo digas, Lucy. Pienso quedarme contigo en esta habitación hasta que lo hagas.
—Hannah —respondió Lucy.
—¿Quieres matar a Hannah Starr? —Scarpetta alzó la vista para mirarla—. ¿O la has matado, o desearías que estuviese muerta?
—No la he matado. No sé si está muerta, ni me importa. Sólo quiero castigarla. Quiero hacerlo personalmente.