La primera vez que había paseado por el muelle de Boston —la ciudad de su juventud, donde se había ocultado en diferentes tugurios durante seis años— sabiendo que ya no tendría que ser el ficticio Tom Havilland, no había sentido euforia. No se había sentido libre. Sencillamente no había sentido nada. Había comprendido a la perfección por qué algunas personas, al salir de la cárcel, roban la primera tienda que ven para regresar a prisión. Benton había querido volver al exilio de sí mismo. Se había vuelto fácil no tener que soportar la carga de ser Benton. Se había sentido bien, sintiéndose mal. Había encontrado sentido y consuelo en su absurda existencia y en su sufrimiento, aunque a la vez había calculado desesperadamente cómo salir de la situación, planeado con precisión quirúrgica la eliminación de aquellos que le habían obligado a la inexistencia, el cártel del crimen organizado de los franceses Chandonne.
Primavera de 2003. Fresco, casi frío, el viento que soplaba en el puerto pese al sol; Benton estaba en Burroughs Wharf, la sede de la unidad marítima de los bomberos de Boston, que en aquel momento escoltaba un destructor con bandera noruega, los barcos rojos rodeando el inmenso buque gris, los bomberos animados con sus mangueras en alto, una pluma de agua salpicando el cielo, a modo de saludo juguetón. «Bienvenido a Estados Unidos.» Como si la bienvenida estuviera dirigida a él. «Bienvenido, Benton.» Pero no se había sentido bienvenido. No había sentido nada. Había contemplado el espectáculo simulando que era sólo para él, el equivalente a pellizcarse para saber si aún seguía con vida. «¿Lo estás? —no cesaba de preguntarse—. ¿Quién soy?» Su misión finalmente cumplida en el oscuro corazón de Luisiana, en los pantanos, las mansiones decadentes y los puertos, donde había utilizado su cerebro y su pistola para librarse de sus opresores, los Chandonne y sus secuaces, y había vencido. «Ha terminado —se había dicho—. Has ganado.» Por tanto, no debía sentirse así, se repetía mientras caminaba por el muelle, viendo cómo se divertían los bomberos. Sus fantasías de la alegría que sentiría se habían vuelto falsas e insípidas en un abrir y cerrar de ojos, como morder un filete y comprobar que es de plástico, como conducir por una carretera abrasadora sin lograr acercarse al espejismo.
Le había aterrorizado regresar a algo que ya no estaba ahí, tan aterrorizado de tener la oportunidad como lo había estado de no tener ninguna, tan asustado de tener a Kay Scarpetta como le había asustado no tenerla nunca más. La vida y sus complejidades, y sus contradicciones. Nada tiene sentido y todo lo tiene. Warner Agee se había llevado su merecido y lo había hecho por cuenta propia, por lo que no era responsabilidad de Benton y nadie debía culparle. Una meningitis a los cuatro años había impulsado el destino de Agee como una reacción en cadena, como una colisión múltiple en que un automóvil choca con el siguiente sin parar, hasta que su cuerpo acabó golpeándose contra el suelo de un puente. Agee estaba en el depósito de cadáveres, Benton en un taxi, y ambos compartían algo en este preciso instante: los dos tenían ante sí un día del juicio final, ambos iban a encontrarse con su Creador.
El FBI ocupaba seis plantas del edificio Jacob K. Javits, en el corazón del centro gubernamental, un complejo arquitectónico de cristal y cemento rodeado por los edificios más tradicionales de los juzgados y otros edificios estatales y, a algunas manzanas de distancia, el Ayuntamiento, Pólice Plaza 1 y Hogan Place 1, así como la cárcel de la ciudad. Como sucedía con muchos centros federales, éste estaba acordonado con cinta amarilla y vallas; unas barreras de cemento estratégicamente ubicadas evitaban que los vehículos pudieran acercarse demasiado. Toda la plaza, un laberinto de bancos verdes y montículos de césped muerto salpicado de nieve, estaba cerrada al público. Para entrar en el edificio, Benton tuvo que salir del taxi en el parque Thomas Paine y cruzar Lafayette, que ya estaba congestionada. Dobló a la derecha en Duane St., también cerrada al tráfico, donde había una barrera con un triturador de neumáticos y una garita, en caso de que no se advirtieran los carteles de «Prohibido el Paso».
El edificio de cuarenta y una plantas de cristal y granito aún no estaba abierto. Benton pulsó un timbre y se identificó a un policía uniformado del FBI que estaba al otro lado de la puerta de cristal. Dijo que venía a ver a la agente especial Marty Lanier y, tras unas comprobaciones, el policía le dejó entrar. Benton le tendió el permiso de conducir, se vació los bolsillos y pasó por el escáner de rayos X, sin ningún estatus especial que lo distinguiera de los inmigrantes que guardaban cola en Worth St. todos los días laborables, en busca de la ansiada ciudadanía estadounidense. Pasado el vestíbulo de granito había un segundo control, éste situado tras una puerta de acero y cristal junto a los ascensores. Benton repitió el proceso, sólo que en esta ocasión tuvo que dejar el permiso de conducir a cambio de una llave y una identificación.
—Cualquier aparato electrónico, teléfonos móviles incluidos, van aquí —dijo el policía desde su garita, señalando unas pequeñas taquillas encima de una mesa, como si Benton nunca hubiera estado allí—. Mantenga su identificación siempre a la vista y recuperará su permiso de conducción cuando devuelva la llave.
—Gracias. Veré si puedo recordarlo.
Benton simuló que dejaba el BlackBerry en la taquilla, pero en realidad se lo metió en la manga. Como si supusiera una gran amenaza que fotografiara o grabase imágenes de una maldita oficina. Se metió la llave de la taquilla en el bolsillo de la americana y, una vez en el ascensor, pulsó la planta 28. La identificación, con una V inmensa que lo tildaba de visitante, era otra afrenta, y se la guardó en el bolsillo, mientras consideraba si había hecho bien cuando Marino había llamado para informarle del suicidio de Agee.
Marino le había dicho que iba de camino a Rodman's Neck y que vería a Benton más tarde, en la reunión, cuando el FBI decidiera la hora. Benton, que acababa de subir al taxi, se dirigía a la reunión mencionada por Marino, y había decidido no decírselo. Había razonado que era una información que él no debía dar. Era evidente que Marty Lanier no había requerido la presencia de Marino. Benton no sabía a quién habría convocado, pero Marino no estaba en la lista, o de lo contrario estaría aquí, y no de camino al Bronx. Benton pensó que quizá Marino había cabreado a Lanier durante la conversación.
Las puertas del ascensor se abrieron ante la sección de la Dirección Ejecutiva, ubicada detrás de unas puertas de cristal grabadas con el sello del Departamento de Justicia. Benton no vio a nadie y no entró a sentarse; prefirió esperar en el pasillo. Paseó entre los típicos expositores que eran el orgullo de todas las sedes del FBI que había visitado: los trofeos de caza, pensaba él. Se quitó la americana y, mientras esperaba oír o ver a alguien, contempló despreocupadamente las reliquias de la guerra fría. Piedras huecas. Monedas y paquetes de cigarrillos para el intercambio clandestino de microfilmes. Armas antitanque del bloque soviético.
Pasó ante los pósteres de películas sobre el FBI:
Contra el imperio del crimen, FBI contra el imperio del crimen, La casa de la calle Noventa y dos, Corazón Trueno, Donnie Brasco
; un muro de carteles que seguía creciendo. A Benton siempre le había asombrado el insaciable interés del público por todo lo relacionado con el FBI, no sólo en Estados Unidos sino también en el extranjero: nada que tratase de los agentes del FBI aburría, salvo si eras uno de ellos. No era más que un trabajo, sólo que la Agencia te convertía en su propiedad. Y no únicamente a ti, sino a todos los relacionados contigo. Cuando él había sido propiedad del FBI, también lo fue Scarpetta, y el FBI había permitido que Warner Agee los separase, los arrancara de los brazos del otro, los obligase a subir a trenes distintos con rumbo a diferentes campos de concentración. Benton se dijo que no echaba de menos su anterior vida, que no echaba de menos al puto FBI. El cabrón de Agee le había hecho un favor. Agee estaba muerto. Benton sintió una punzada de emoción que le sobresaltó, como si le hubiese tomado por sorpresa.
Se volvió al oír unos pasos rápidos en el embaldosado. Era una mujer a la que nunca había visto, morena, guapísima, buen cuerpo, unos treinta y cinco años, vestida con cazadora de cuero marrón, pantalones oscuros y botas. El FBI tenía la costumbre de contratar a más personas atractivas y con talento de las que le tocaba. No era un estereotipo, sino un hecho. Era sorprendente que los empleados no confraternizaran más, hombres y mujeres hombro con hombro, día sí y otro también, alto nivel, algo ebrios de poder y con una buena dosis de narcisismo. Por lo general, se contenían. Cuando Benton era agente, los líos en el trabajo eran la excepción, o se ocultaban tan bien que casi nunca se descubrían.
—¿Benton? Marty Lanier. —Lanier tendió la mano y se la estrechó con firmeza—. En seguridad me han dicho que subías y no era mi intención hacerte esperar. Ya has estado aquí antes.
No era una pregunta. No lo preguntaría si no supiera la respuesta y todo cuanto hubiera podido averiguar acerca de él. Benton la caló de inmediato. Muy inteligente, hipomaníaca, no conocía el fracaso. Lo que él llamaba una ECM: «En continuo movimiento.» Benton tenía el BlackBerry en la mano. No le importaba que ella lo viese. Consultaría sus mensajes con descaro. No podían decirle lo que tenía que hacer; él no era una maldita visita.
—Iremos a la sala de conferencias del agente al mando —dijo Lanier—. Tomaremos café primero.
Si iban a utilizar esa sala de conferencias, la reunión no era un encuentro sólo entre ambos. Su acento tenía matices de Brooklyn o del Nueva Orleans blanco, era difícil de distinguir. Fuera cual fuese su dialecto, Marty Lanier se había esforzado en atenuarlo.
—El detective Marino no está aquí —apuntó Benton, metiéndose el BlackBerry en el bolsillo.
—El no es esencial —replicó Lanier, sin dejar de andar.
A Benton le disgustó la respuesta.
—He hablado antes con él, como sabes, y a la luz de los acontecimientos más recientes, será más útil para todos allá donde se dirige. Pronto llegará. —Se refería a Rodman's Neck. La agente consultó su reloj, un Luminox de goma negra muy popular entre los SEAL; probablemente Lanier formaría parte del equipo de inmersión de esa unidad de élite, otra Supermujer del FBI—. El sol sale entre las siete y las siete y cuarto. El paquete en cuestión será desactivado en breve y entonces sabremos cómo proceder.
Benton no dijo nada. Estaba irritado. Se sentía hostil.
—Debería decir «si». Sabremos si hay que proceder. No sé con certeza si guarda relación con otros asuntos importantes.
Lanier continuó respondiendo a preguntas que nadie le había formulado.
Clásico del FBI, como si los nuevos agentes fueran a una especie de academia Berlitz de lenguaje burocrático para aprender a hablar con ambigüedades. Para decir a los demás lo que uno quería que supieran, independientemente de lo que necesitaran en realidad. Confundir, eludir o, lo más habitual, no contarles nada.
—Es difícil saber qué guarda relación con qué en estos momentos —añadió.
Benton sintió como si una cúpula de cristal le hubiese caído encima. De nada le serviría hablar. No se le escucharía. Su voz no traspasaría el cristal. Quizá ni tuviera voz.
—En un principio, llamé a Marino porque aparecía como el contacto de una solicitud de datos enviada desde el RTCC —decía Lanier—. El tatuaje del sujeto que entregó el paquete en vuestro edificio. Eso ya te lo he explicado durante nuestra breve conversación telefónica, Benton, y soy consciente de que lo que no sabes es todo lo demás. Pido disculpas por eso, pero te aseguro que no te habríamos convocado a estas horas de la mañana de no tratarse de un asunto de extrema urgencia.
Caminaban por un largo pasillo; pasaron salas de interrogatorio, vacías a excepción de una mesa, dos sillas y una baranda de acero para las esposas, todo beige y azul, lo que Benton denominaba «azul federal». El fondo azul de todas las fotografías que había visto de un director. El azul de los vestidos de Janet Reno. El azul de las corbatas de George W. Bush. El azul de las personas que mienten hasta la saciedad. El azul republicano. Había un montón de republicanos azules en el FBI. Siempre había sido una organización ultraconservadora. No era de extrañar que hubieran echado a Lucy, joder. Benton era un independiente. Ya no era nada.
—¿Alguna pregunta, antes de que nos unamos a los otros?
Lanier se detuvo ante una puerta de metal beige. Marcó un código en un teclado y la cerradura cedió con un chasquido.
Benton dijo:
—Deduzco que esperas que le explique al detective Marino por qué se le dijo que debía estar aquí. Y que estemos aquí, para tu reunión, sin que él sepa nada al respecto.
Benton hervía de ira.
—Tu relación con Peter Rocco Marino se remonta a mucho tiempo atrás.
Le pareció extraño que alguien llamase a Marino por su nombre completo. Lanier volvía a andar con brío. Otro pasillo, éste más largo aún. La ira de Benton. Estaba a punto de estallar.
—Trabajasteis juntos en varios casos en la década de los noventa, cuando estabas al frente de la Unidad de Ciencias de la Conducta, lo que ahora se llama Unidad de Análisis Conductual. Luego tu carrera se interrumpió. Supongo que te has enterado de la noticia. —Sin mirarlo mientras andaban—. De Warner Agee. No lo conocía, nunca lo vi. Aunque ha sido de interés, durante cierto tiempo.
Benton se detuvo, los dos solos en el centro del interminable pasillo vacío, una larga monotonía de lúgubres paredes beige y gastadas baldosas grises. Despersonalizado, institucionalizado. Concebido para no ser provocativo ni imaginativo ni gratificante ni amable. Puso la mano en el hombro de Lanier y le sorprendió levemente su firmeza. Era pequeña pero fuerte y, cuando sus ojos se encontraron, en los de ella había una pregunta.
—No me cabrees —dijo Benton.
Un resplandor metálico en los ojos de Lanier y su respuesta:
—Por favor, quítame la mano de encima.
Benton la dejó caer a un lado y repitió lo que había dicho con calma y sin ninguna entonación:
—No me cabrees, Marty.
Lanier se cruzó de brazos y lo miró con una actitud algo desafiante, aunque sin miedo.
—Quizá seas de la nueva generación y te hayas puesto hasta el culo de informes, pero me conozco el percal mucho más de lo que tú podrías aprender en diez vidas.