El factor Scarpetta (29 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El factor Scarpetta
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—Hacer esa conexión es prematuro.

—Marino está de trabajo hasta arriba. Me dijo que te lo dijera.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Sólo me ha dicho que te diga que tiene mucho que investigar. Parecía frenético.

Lucy redujo a tercera después de haber alcanzado casi los cien por hora en tres segundos. Del carril de acceso pasó a la Nacional 120. Podía conducir medio dormida a 160 kilómetros por hora. No iba a decirle a Berger que Marino no iría a la entrevista.

—Reduce —dijo Berger.

—Maldita sea. Ya hablé con la tía Kay de lo de salir en directo por televisión. —Doblaba las esquinas como si pretendiese derrapar, el
manettino
en modo «race», la dirección asistida apagada—. Lo mismo que te preocupa a ti. Si sales en directo por televisión, la gente sabe dónde estás. Era evidente que mi tía estaba en la ciudad esta noche y tenemos muchos medios para dificultar que alguien le haga una putada así. Ella tendría que ponérselo muy difícil a quien quisiera hacerle una putada así.

—No responsabilices a la víctima. No es culpa de Kay.

—Le he dicho muchas veces que no se acerque a Carley Crispin, joder.

Lucy dio luces a un tonto que apareció arrastrándose ante ella y lo adelantó, haciéndole tragar polvo.

—No es culpa suya. Ella cree ser de ayuda —replicó Berger—. Dios sabe la de estúpidos que hay por ahí. Sobre todo en los jurados. Todo el mundo se considera un experto. Sin prisa pero sin pausa, personas informadas como Kay tienen que poner las cosas en su lugar. Todos lo hacemos.

—Ayuda a Carley. Mi tía sólo la ayuda a ella. Y no pones las cosas en su lugar con alguien así. Evidentemente. Mira lo que acaba de pasar. Ya veremos cuántas personas paran un taxi por la mañana.

—¿Por qué eres tan inflexible con ella?

Lucy condujo rápido y no respondió.

—Quizá por la misma razón por la que lo eres conmigo —añadió Berger, con la vista fija al frente.

—¿Y cuál será esa razón? Te veo, veamos... ¿dos noches a la semana? Siento que odiases tu cumpleaños.

—No me refería a eso.

—Sé a qué te referías.

Lucy aceleró.

—Supongo que Marino va de camino a tu loft —dijo Berger.

—Ha dicho que igual se retrasa un poco.

Una de esas mentiras que no lo eran demasiado.

—No tengo buenas sensaciones al respecto.

Berger pensaba en Hannah Starr, en Hap Judd. Preocupada, obsesionada, pero no con Lucy. No importaba lo mucho que Berger la tranquilizara o se disculpase, las cosas habían cambiado.

Lucy intentó recordar exactamente cuándo. En verano, tal vez, cuando empezaron a anunciarse los recortes presupuestarios en la ciudad y el planeta empezó a tambalearse. Después, en las últimas semanas, mejor olvidarlo. ¿Y ahora? Se había ido. El sentimiento se había ido. Acabado. No era posible. Lucy no iba a permitirlo. De algún modo, tenía que impedir que esa sensación la abandonase.

—Lo repetiré. Todo depende del resultado. —Lucy buscó la mano de Berger, la acercó y la acarició con el pulgar—. Hap Judd hablará porque es un sociópata arrogante, porque sólo actúa por interés personal y cree que esto es una cuestión de interés personal.

—Eso no implica que yo me sienta cómoda —respondió Berger, entrelazando sus dedos con los de Lucy—. Está a un paso de la incitación al delito. Ni a un paso.

—Ya estamos en las mismas. Todo va bien. No te preocupes. Eric llevaba encima cuatro gramos de Viuda Blanca para el tratamiento del dolor. El uso terapéutico de la marihuana no tiene nada de malo. ¿Y de dónde la consiguió? Puede que de Hap. Hap le da a los porros.

—Recuerda con quién estás hablando. No quiero saber nada de dónde Eric, o tú, conseguís la marihuana terapéutica y doy por supuesto que tú no tienes ni nunca has tenido. —Berger se lo había dicho antes, repetidas veces—. Será mejor que no descubra que la cultivas bajo techo, en alguna parte.

—No lo hago. Ya no hago cosas así. No he encendido uno en años. Te lo prometo.

Lucy sonrió y cambió de marcha para tomar la salida de la 1—684 sur; el roce de Berger la había tranquilizado, reafirmado:

—Eric tenía unos canutos. Se lo estaba pasando bien cuando se encontró con Hap, que frecuenta los mismos sitios, es un animal de costumbres. No es muy listo. Es fácil encontrarse con él y entablar conversación.

—Sí, ya me lo has dicho. Y yo sigo diciendo lo siguiente: ¿y si Eric decide hablar con quien no debería? Como con el abogado de Hap, porque se buscará uno. En cuanto yo haya acabado con él, lo hará.

—Le caigo bien a Eric, y le doy trabajo.

—Exacto. Depositas tu confianza en un chapuzas.

—Un fumeta con antecedentes —puntualizó Lucy—. No es creíble, nadie le creería si el asunto llegase a ese extremo. No tienes nada de qué preocuparte, te lo juro.

—Tengo mucho de qué preocuparme. Has inducido a un actor famoso...

—No es exactamente Christian Bale, por Dios. Nunca habías oído hablar de Hap Judd antes de esto.

—He oído ahora, y es lo bastante famoso. Más en concreto, lo animaste a infringir la ley, a utilizar una sustancia controlada, y lo hiciste en nombre de un funcionario, para obtener pruebas en su contra.

—No estaba allí, ni siquiera en Nueva York. Tú y yo estábamos en Vermont el lunes por la noche, cuando Hap y mi chapuzas se lo pasaban en grande.

—Así que por eso querías alejarme de aquí en días laborables.

—Yo no decidí que tu cumpleaños cayera en 17 de diciembre y no era mi intención que nos quedáramos aisladas por la nieve. —Otra puñalada—. Pero sí, tiene su lógica que Eric se diera una vuelta por unos cuantos bares mientras estábamos fuera de la ciudad. Sobre todo cuando tú estabas fuera de la ciudad.

—No sólo le pediste que se paseara por los bares, también le suministraste la sustancia ilegal.

—No. Eric se la compró.

—¿De dónde sacó el dinero?

—Ya hemos hablado de todo esto. Te estás volviendo loca.

—La defensa alegará inducción al delito, conducta abusiva por parte del gobierno.

—Y tú dirás que Hap estaba predispuesto a hacer lo que hizo.

—¿Ahora me das consejos? —Berger rio amargamente—. No sé por qué me molesté en estudiar Derecho. En resumen, seamos sinceras: has implantado en el cerebro de Hap la idea de que podemos acusarlo de algo que nunca conseguiremos probar. Básicamente lo hinchaste a porros e hiciste que tu soplón lo incitase a hablar del hospital Park General, de lo que sospechabas porque entraste ilegalmente en la cuenta de correo de Hap y Dios sabe qué más. Probablemente también en la del maldito hospital. Santo cielo.

—Conseguí la información de ellos de forma totalmente legal.

—Por favor.

—Además, no necesitamos probarlo. ¿No es ésa la cuestión? ¿Que el señor Hollywood se cague de miedo para que haga lo correcto?

—No sé ni por qué te escucho —dijo Berger, apretando la mano de Lucy y acercándola a su cuerpo.

—Podría haber sido honorable. Podría haber sido servicial. Podría haber sido un ciudadano normal, respetuoso de las leyes, pero resulta que no lo es. Él se lo ha buscado —zanjó Lucy.

Capítulo 12

L
os reflectores recorrieron un entramado de acero que acababa en lo alto del puente George Washington, donde un hombre dispuesto a saltar se agarraba a los cables. Era corpulento, de unos sesenta años; el viento le agitaba los pantalones y, a la luz cegadora, sus tobillos desnudos eran del mismo blanco que el vientre de un pescado, su expresión aturdida. Marino no podía desviar la atención de las imágenes en directo de la cámara que tenía ante sí.

Deseó que las cámaras se demorasen en la cara del hombre. Quería ver lo que había allí, y lo que echaba en falta. No importaban todas las veces que había presenciado situaciones como aquélla. Para cada persona desesperada era distinta. Marino había visto morir a personas, las había visto comprender que iban a vivir, las había visto matar y morir, las había mirado a la cara y había presenciado el momento en que reconocían que todo había terminado, o no. La expresión nunca era la misma. Ira, odio, conmoción, dolor, angustia, terror, desdén, diversión, una combinación de todas ellas, y nada. Tan distinto como distintas son las personas.

La habitación azul sin ventanas donde últimamente Marino se dedicaba a menudo a la minería de datos le recordaba a Times Square, a Niketown. Estaba rodeado de un vertiginoso despliegue de imágenes, algunas dinámicas, otras estáticas, todas a mayor tamaño del natural en pantallas planas y en la paredde datos de dos plantas formada por un mosaico de inmensos cubos Mitsubishi. Un reloj de arena giraba en uno de los cubos mientras el software del RTCC buscaba en la base de datos de más deíres terabits a cualquiera que encajase con la descripción del hombre de FedEx; en la pared había una imagen suya de tres metros de alto de las cámaras de seguridad, y al lado una imagen del edificio de granito de Scarpetta en Central Park West.

—Nunca llegará al agua —dijo Marino desde su sillón ergonòmico de la terminal de trabajo, donde contaba con la ayuda de un analista llamado Petrowski—. Joder. Se dará con el puto puente. ¿En qué pensaba cuando empezó a subir por los cables? ¿Que aterrizaría en un coche? ¿Acabar con un pobre desgraciado que pase por allí al volante de su Mini Cooper?

—La gente en ese estado no piensa.

Petrowski, un detective en la treintena vestido con traje y corbata de pijo, no estaba especialmente interesado en lo que sucedía en el puente de George Washington cuando eran casi las dos de la madrugada.

Estaba ocupado introduciendo palabras clave en una memoria de tatuajes.
«In
vino»
y
«veritas»
e
«In
vino veritas»
y «huesos» y «calaveras» y ahora «ataúd». El reloj de arena giraba como una batuta en su cuadrante de la pared de datos junto a la imagen del hombre de la gorra FedEx y la imagen por satélite del edificio de Scarpetta. En la pantalla plana, el suicida se lo pensaba, atrapado en los cables como un trapecista desquiciado. De un momento a otro, el viento iba a arrancarlo de allí. El fin.

—No tenemos nada de mucha utilidad en términos de búsqueda —dijo Petrowski.

—Sí, ya me lo has dicho.

No podía ver bien la cara del suicida, aunque quizá no le hiciera falta. Quizá ya conocía la sensación. Finalmente el tipo había dicho «A la mierda». La cuestión era qué pretendía con ello. Esta madrugada, o moría o permanecía en este infierno en vida, así que ¿qué pretendía al subirse a lo alto de la torre norte del puente y aventurarse en los cables? ¿Era su intención exterminarse o hacer una declaración porque estaba cabreado?

Marino intentó determinar su estatus socioeconómico por su aspecto, sus ropas, sus joyas. Era difícil saberlo. Pantalones militares anchos, sin calcetines, algún tipo de zapatilla de deporte, chaqueta oscura, sin guantes. Un reloj metálico, tal vez. Algo desaliñado y calvo. Probablemente había perdido su dinero, su trabajo, a su esposa, quizá los tres. Marino sabía cómo se sentía. Estaba bastante convencido de saberlo. Hacía año y medio él se había sentido igual, se había planteado arrojarse de un puente, le había faltado poco para lanzar su camioneta contra el pretil y hundirse en el río Cooper de Charleston.

—Ninguna dirección, salvo dónde vive la víctima —añadió Petrowski.

Se refería a Scarpetta. La doctora era la víctima y a Marino le incomodó que se refieran a ella de ese modo.

—El tatuaje es único. Es lo mejor que tenemos. —Marino vio que el hombre se sujetaba a los cables de la parte superior del puente, justo por encima del negro abismo del Hudson—. Joder, no le enfoques la puta luz a los ojos. ¿Cuántas candelas de potencia? Tendrá las manos entumecidas. ¿Sabes lo fríos que están esos cables? Hazte un favor, la próxima vez cómete el arma, colega. Tómate un bote de pastillas.

Marino no podía sino pensar en sí mismo, recordar Carolina del Sur, el periodo más negro de su vida. Había querido morir. Merecía morir. Aún no estaba del todo seguro de por qué no lo había hecho, de por qué no había acabado en la tele como ese pobre desgraciado del puente. Marino imaginó a los policías y los bomberos, a un equipo de buceadores sacando su camioneta del río Cooper, con él dentro; qué desagradable habría sido eso, qué injusto para todos, pero cuando se está tan desesperado, cuando se está tan jodido, no se piensa en lo que es justo. Hinchado por la descomposición, los cadáveres de ahogados eran los peores, hinchado y verdoso por los gases, los ojos saltones como los de una rana, los labios, las orejas y quizá la polla mordisqueados por los cangrejos y los peces.

El castigo definitivo habría sido tener ese aspecto repugnante, apestar hasta el extremo de provocar el vómito, ser un horror repulsivo en la mesa de la doctora. Él habría sido su caso, la oficina de la doctora en Charleston era la única de la ciudad. Ella se habría encargado de él. De ningún modo habría hecho que lo transportaran a cientos de kilómetros de distancia, de ningún modo se habría traído a otro patólogo forense. Ella se habría encargado de él. Marino estaba convencido de eso. La había visto encargarse de personas que conocía, les envolvía una toalla en la cara, en la medida de lo posible cubría sus desnudos cuerpos muertos con una sábana, por respeto. Porque ella era quien mejor podía hacerse cargo de ellos, y lo sabía.

—... No tiene por qué ser necesariamente único y probablemente no estará en la base de datos —decía Petrowski.

—¿Qué?

—El tatuaje. En cuanto a la descripción física del tipo, incluye a media ciudad. —El presunto suicida de la pantalla plana bien podría haber sido una película que ya había visto. Apenas hizo que Petrowski volviera la cabeza—. Hombre negro de entre veinticinco y cuarenta y cinco años, entre uno setenta y cinco y uno noventa de altura. Sin número de teléfono, ni dirección, ni número de matrícula, nada para iniciar la búsqueda. Por el momento no puedo hacer mucho más.

Como si Marino no debiera haber venido a la octava planta de la central a molestar a un analista del RTCC con minucias como aquélla.

Era verdad. Marino podría haber llamado, preguntar primero. Pero era mejor presentarse con un disco en la mano. Como solía decir su madre: «Presencia, Pete. Tener un pie dentro.»El pie del suicida resbaló en un cable y se sujetó para no caer.

—Para —dijo Marino a la pantalla plana, medio preguntándose si pensar en la palabra «pie» habría hecho que el suicida moviese el suyo.

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