—Vaya, qué te parece. Mira quién ha aparecido. Iba a pedirte que la investigaras a continuación —dijo mientras leía los detalles de la infracción:
La sujeto subió al autobús metropolitano en Southern Boulevard con la calle 149 Este a las once y media en punto e inició una discusión con otro pasajero que según la sujeto la había privado de su asiento. La sujeto empezó a gritar al pasajero. Cuando este agente se acercó e indicó que dejara de gritar y se sentara, ella declaró: «Ya puedes mandarte a la quinta mierda por Fedex, porque yo no he hecho nada. Ese hombre de ahí es un maleducado y un hijo de puta.»
—No creo que ésa lleve una calavera tatuada —dijo Petrowski con ironía—; no creo que sea tu hombre del paquete.
—Es increíble, joder. ¿Puedes imprimirme eso?
—Deberías contar cuántos «joder» sueltas por hora. En mi casa, te saldría bien caro.
—Es Dodie Hodge, joder. La chalada que llamó a la CNN.
L
a agencia de investigación de informática forense de Lucy, Connextions, estaba ubicada en el mismo edificio del siglo XIX donde vivía, un antiguo almacén de jabón y velas de la calle Barrow, en Greenwich Village, técnicamente el Far West Village. Era una construcción de ladrillo de dos plantas, audazmente románica, con ventanas en forma de arco y declarado edificio histórico, como también lo era la antigua cochera vecina, que Lucy había adquirido la primavera pasada para utilizarla como garaje.
Lucy era un sueño para cualquier comisión de conservación, pues no tenía el menor interés en alterar la integridad de un edificio más allá de los arreglos imprescindibles para sus inusuales necesidades cibernéticas y de vigilancia. Más relevante era su filantropía, no carente de intereses personales, aunque Berger no tenía ninguna fe en la pureza de los motivos altruistas, en absoluto. No tenía ni idea de cuánto había donado Lucy a lo que de facto suponía una incompatibilidad de intereses, y debería saberlo, y eso la molestaba. Lucy no debía ocultarle nada, pero lo hacía y, durante las últimas semanas Berger había empezado a sentir cierta incomodidad en su relación, distinta de los recelos que había experimentado hasta entonces.
—Igual tendrías que tatuártelo en la mano, a modo de apunte. A los actores les gusta que les sople el apuntador. —Lucy alzó la mano, con la palma abierta. Simulando que leía algo escrito en la palma de su mano, añadió—: «Depende.» Hazte un tatuaje que diga «depende» y míralo cada vez que vayas a mentir.
—No necesito apuntes y no estoy mintiendo —replicó Hap Judd con aplomo—. La gente dice muchas cosas y eso no implica necesariamente que haya hecho algo malo.
—Ya —terció Berger, deseando que Marino se apresurase. ¿Dónde diantres estaba?—. Entonces lo que dijiste en el bar el pasado lunes por la noche, la noche del 15 de diciembre, depende de cómo alguien, yo en este caso, interprete lo que dijiste a Eric Mender. Si le dijiste que te parecía comprensible sentir curiosidad por una chica de diecinueve años en coma, por querer verla desnuda y quizá tocarla de un modo sexual, todo depende de la interpretación. Estoy intentando imaginarme cómo puedo interpretar un comentario como ése sin considerarlo turbador.
—Dios, eso es lo que intento decir. La interpretación. No es... lo que piensas. Su foto apareció en todas las noticias. Y entonces yo trabajaba ahí, resulta que ella estaba en el hospital donde yo tenía un trabajo —dijo Judd con menos desenvoltura—. Sí, sentí curiosidad. La gente es curiosa, cuando es sincera. Yo soy curioso, siento curiosidad por todo. Eso no implica que hiciese nada.
Hap Judd no parecía una estrella de cine. No era del tipo que obtenía papeles en franquicias de alto presupuesto como
Tomb Raider
o
Batman.
Berger no dejaba de pensarlo mientras permanecía sentada ante él, al otro lado de la mesa de acero cepillado en la especie de granero donde vivía Lucy, de vigas a la vista, suelos de madera color tabaco y pantallas planas dormidas en mesas sin papeles. Hap Judd era de altura media y nervudo tirando a demasiado flaco, de vulgares cabellos y ojos marrones y una cara de perfecto Capitán América, aunque desabrida; las típicas facciones resultonas en pantalla pero no tan atractivas en persona. De ser el vecino de al lado, Berger lo habría descrito como de aspecto agradable y cuidado; de tener que definirle, lo habría llamado caótico y desgraciado, pues había en él algo trágicamente obtuso y temerario, algo que Lucy no veía, o quizá sí, y por eso lo torturaba. Durante la última media hora lo había acorralado de un modo que preocupaba sobremanera a Berger. ¿Dónde demonios estaba Marino? Ya tendría que haber llegado. Era él quien en teoría debía ayudarla en el interrogatorio, no Lucy, que estaba descontrolada, que actuaba como si hubiera algo personal con Hap Judd, alguna conexión previa. Tal vez así fuera. Lucy había conocido a Rupe Starr.
—Que supuestamente haya dicho ciertas cosas a un desconocido no significa que haya hecho algo. —Judd había repetido lo mismo unas diez veces—. Tenéis que preguntaros por qué dije lo que supuestamente dije.
—Yo no me pregunto nada. Te pregunto a ti —replicó Lucy antes de que Berger tuviese ocasión de intervenir.
—No lo recuerdo todo. Había bebido. Soy una persona ocupada, tengo muchas cosas en la cabeza. Es inevitable que olvide cosas. Tú no eres abogada, ¿por qué rae habla como si lo fuera? —preguntó a Berger—. No eres poli, sólo una ayudante, o algo así —dijo a Lucy—. ¿Quién eres tú para hacerme todas esas preguntas y acusarme?
—Recuerdas lo bastante para decir que no hiciste nada. Recuerdas lo bastante para cambiar tu versión.
Lucy no sentía ninguna necesidad de justificarse, estaba segura de sí misma en la mesa de conferencias de su loft, con un ordenador abierto ante ella, un mapa en la pantalla, una cuadrícula de una zona que Berger no alcanzaba a reconocer.
—No he cambiado nada. No recuerdo esa noche, cuando quiera que fuese. —Judd respondió a Lucy mientras miraba a Berger, como si ésta fuera a salvarle—. ¿Qué cojones quieres de mí?
Lucy tenía que calmarse. Berger le había enviado infinidad de señales, pero ella las ignoraba; ni debería estar hablando con Hap, no a menos que Berger le pidiese directamente que explicase detalles relacionados con la investigación informática, un punto al que ni siquiera habían llegado. ¿Dónde estaba Marino? Lucy actuaba como si fuera Marino, había tomado su lugar y Berger empezaba a albergar sospechas que no había considerado antes, probablemente porque ya sabía suficiente y dudar aún más de Lucy le resultaba insoportable. Lucy no era sincera. Conoció a Rupe Starr y no se lo había dicho. Lucy tenía motivos personales y no era fiscal, ya no era agente de la ley, y parecía no tener nada que perder.
Berger lo tenía todo que perder, no necesitaba que un famoso manchara su reputación. Ya tenía más manchas de las que merecía, injustamente infligidas. Su relación con Lucy no había ayudado. Dios, había sido de todo, salvo de ayuda. Cotilleos desagradables y vilezas en Internet. La fiscal Berger, bollera odiapollas, bollera y judía, había llegado al número uno de los más odiados de una lista neonazi, su dirección y otros datos personales bien a la vista por si alguien se decidía a hacer «lo correcto». Los cristianos evangélicos, por su parte, le recordaban que hiciera el equipaje para su viaje sin retorno al infierno. Berger nunca habría imaginado que ser sincera fuese tan arduo y agotador. Aparecer con Lucy en público, sin ocultarse ni mentir, le había dolido, le había dolido más de lo que imaginaba. Y ¿para qué? Para que Lucy la engañase. ¿Cuán profundo era el engaño, dónde terminaba? Terminaría, sin duda. «Terminará», se repetía. En cierto punto mantendrían una conversación, Lucy se explicaría y todo acabaría bien. Lucy le contaría lo de Rupe.
—Lo que queremos es que nos digas la verdad. —Berger logró hablar antes de que Lucy se le adelantara—. Esto es muy, muy serio. No es ningún juego.
—No sé por qué estoy aquí. No he hecho nada —le dijo Hap Judd, y a Berger no le gustaron sus ojos.
La miraba con atrevimiento, de arriba abajo, consciente del efecto que eso producía en Lucy. Sabía lo que se hacía, actuaba de modo desafiante y a veces Berger tenía la impresión de que se divertía con ellas.
—Tengo la sensación de que mandaré a alguien a la cárcel.
—¡No he hecho nada!
Quizá sí, quizá no, pero tampoco estaba ayudando. Berger le había concedido casi tres semanas para que colaborase. Tres semanas era mucho tiempo cuando había una persona desaparecida, posiblemente secuestrada, posiblemente asesinada, o lo más probable, creándose una nueva identidad en Sudamérica, las islas Fiji, Australia, quién sabe dónde.
—Eso no es lo peor —dijo Lucy, sus verdes ojos inquebrantables, el corto cabello rosa-dorado resplandeciente a la luz, dispuesta a atacar de nuevo, como un gato exótico—. Ni me imagino lo que harán los reclusos a un depravado como tú.
Empezó a teclear, ahora estaba en su correo electrónico.
—¿Sabes qué? He estado a punto de no venir. Si supierais lo cerca que he estado, no os lo creeríais —dijo a Berger, y la mención de la cárcel había surtido efecto. No se mostraba tan petulante. No le miraba el pecho. Sin rastro de aplomo, añadió—: Y ésta es la mierda que consigo. No pienso quedarme aquí sentado a escuchar vuestra mierda.
No hizo amago de levantarse de la silla; una pierna de tejano gastado subía y bajaba, había manchas de sudor en las axilas de la holgada camisa blanca. Berger vio que el pecho le subía y bajaba con la respiración y que una extraña cruz de plata, que colgaba de una tira de cuero, se movía bajo el algodón blanco con cada agitado aliento. En las manos, crispadas en los reposabrazos, destacaba un voluminoso anillo de plata en forma de calavera; los músculos tensos, las venas sobresalían del cuello. Tendría que quedarse ahí sentado, no podía despegarse de allí como no podría despegar la vista de dos trenes a punto de chocar.
—¿Recuerdas a Jeffrey Dahmer? —preguntó Lucy, sin alzar la vista mientras tecleaba—. ¿Recuerdas lo que le pasó a ese pervertido? ¿Lo que le hicieron los reclusos? Le mataron a golpes con el palo de una escoba, a saber qué otras cosas le hicieron con ese palo. Le iba la misma mierda que te va a ti.
—¿Jeffrey Dahmer? ¿Lo dices en serio? —Judd rio demasiado alto. En realidad, no era una risa. Estaba asustado—. Está loca —dijo a Berger—, nunca he hecho daño a nadie en mi vida. Yo no hago daño a la gente.
—Hasta ahora no, querrás decir —apuntó Lucy, la cuadrícula de una ciudad en la pantalla, como si estuviera en MapQuest.
—No pienso hablar con ella —dijo Judd a Berger—. No me gusta. Joder, haz que se largue o me voy.
—¿Y si te doy una lista de las personas a las que has hecho daño? ¿Empezando por la familia y amigos de Farrah Lacy? —preguntó Lucy.
—No sé quién es ésa y tú puedes irte a la mierda.
—¿Sabes lo que es un delito de clase E? —intervino Berger.
—No he hecho nada. No le hecho daño a nadie —insistió Judd.
—Hasta diez años en la cárcel. Eso es lo que es. —Aislado por tu propia protección —continuó Lucy, haciendo caso omiso de las señales de Berger para que se calmase, otro mapa en su pantalla.
Berger alcanzaba a ver formas verdes que representaban parques y formas azules que representaban agua en una zona de muchas calles. Sonó un tono de aviso en el BlackBerry. Alguien acababa de enviarle un correo electrónico cuando eran casi las tres de la madrugada.
—Incomunicación. Probablemente en Fallsburg. Están acostumbrados a los reclusos célebres, como el Hijo de Sam. Attica no está tan bien. Ahí le rajaron la garganta. El correo era de Marino:
Paciente siquiátrica posiblem relacionada con incidente doctora dodie hodge encontrado algo en rtcc pregunta testigo si la conoce stoy ocupado explicare después
Berger alzó la vista del BlackBerry mientras Lucy continuaba aterrorizando a Hap Judd con lo que les sucedía en la cárcel a los tipos como él.
—Háblame de Dodie Hodge, de tu relación con ella —dijo Berger.
Judd pareció sorprendido, después enfadado. Espetó:
—Es una farsante, una puta bruja. Soy yo quien debería estar aquí como víctima de esa loca de mierda. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué tiene ella que ver? Quizás es ella la que me acusa de algo. ¿Es ella la que está detrás de todo esto?
—Quizá yo responda a tus preguntas cuando tú respondas a las mías. Cuéntame de qué la conoces —advirtió Berger.
—Es vidente, consejera espiritual, como quieras llamarla. Mucha gente de Hollywood, gente importante, hasta políticos, la conocen y buscan su consejo en cuestiones de dinero, trabajo, relaciones. Fui un estúpido y hablé con ella, y no ha dejado de molestarme. Llama continuamente a mi oficina de Los Ángeles.
—Te acosa, entonces.
—Así lo llamo yo, exacto.
—¿Y cuándo empezó esto? —preguntó Berger.
—No sé. El año pasado. Puede que haga un año, el otoño pasado. Me la recomendaron.
—¿Quién?
—Alguien del mundillo pensó que me convendría. Asesoramiento profesional.
—Te he pedido el nombre —insistió Berger.
—Respeto la confidencialidad. Son muchas las personas que acuden a ella, te sorprendería.
—¿Acudías a ella, o era ella la que se desplazaba? ¿Dónde os veíais?
—Venía a mi piso de TriBeCa. Los famosos no van a ir dondequiera que viva ella y arriesgarse a que les sigan o les graben. También atiende por teléfono.
—¿Y cómo cobra?
—En efectivo. O, si la consulta es por teléfono, envías un cheque a un apartado postal de Nueva Jersey. Hablé unas pocas veces con ella por teléfono y luego desconecté, porque está como una cabra. Sí, me acosa. De eso deberíamos hablar, de que me están acosando.
—¿Se presenta allí donde te encuentras? ¿Por ejemplo tu piso de TriBeCa, los rodajes, los lugares que frecuentas, como el bar de la calle Christopher en Nueva York? —preguntó Berger.
—Deja mensajes en la oficina de mi agente, continuamente.
—¿Llama a Los Ángeles? Bien. Te proporcionaré un buen contacto en el FBI de Los Ángeles. El FBI se encarga de los casos de acoso. Es una de sus especialidades.
Judd no respondió. No tenía interés alguno en hablar con el FBI de Los Ángeles. Era un cabrón taimado y Berger se preguntó si la persona cuya confidencialidad protegía no sería Hannah Starr. Por lo*que él había dicho, entró en contacto con Dodie Hodge cuando inició sus operaciones financieras con Hannah. En otoño del año pasado.