El fantasma de Harlot (30 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Justo antes de mediodía sonó el teléfono —prosiguió—. Oí una voz con un fuerte acento, un hombre que pedía hablar con un funcionario estadounidense responsable.
Verantwortlicb
fue la palabra que usó. Hablaba en un alemán abominable. Decidí que se trataba de uno de esos inoportunos, alguien con una historia de infortunio trivial listo a relatarla con el peor acento imaginable.

»Esa mañana, yo era el único funcionario estadounidense medianamente
verantwortlich
presente en la embajada. ¿Jugaría al tenis con una inglesita encantadora, o comería chucrut con un emigrado ruso? —Hizo una pausa—. Ganó el tenis, y nunca vi a aquel hombre.

Esperamos.

—Demasiado tarde me enteré de quién era. La voz con el terrible acento alemán, que frenéticamente requería hablar con un funcionario estadounidense responsable, era nada menos que el mismísimo V. I. Lenin en persona. No mucho después de nuestra llamada telefónica, los alemanes enviaron al señor Lenin a través de Baviera, Prusia, Polonia y Lituania en un tren herméticamente cerrado. Llegó a la estación Finlandia, en Leningrado, para hacer en noviembre de ese mismo año nada menos que la revolución bolchevique.

Hizo una nueva pausa, dándonos permiso para reírnos de la magnitud del desacierto de Allen Dulles.

—Al —exclamó una voz—, ¿cómo pudiste hacerle eso al equipo?

Fue la primera vez que vi a Dix Butler. Su cara era inolvidable. La cabeza, las dimensiones de su mandíbula y su cuello, los labios gruesos, eran dignos de ser los rasgos poderosos de un busto romano.

Dulles se mostró alegre.

—Sacad provecho de mi error, caballeros —dijo—. Releed vuestro Sherlock Holmes. La pista más trivial puede resultar la más significativa. Cuando estéis de guardia, observad todos los detalles. Haced el mejor trabajo del que seáis capaces. Nunca sabréis cuándo la pala desentierra una gema inesperada.

Se llevó la pipa a la boca, buscó el espacio entre los dos telones del escenario, y desapareció.

Nuestro siguiente orador se ocupó de cosas puntuales. Burns, Raymond Burns, conocido como
Roy Jim
Burns, oficial en Japón, Latinoamérica, Viena. Sería nuestro instructor durante un curso de ocho semanas sobre el comunismo mundial. También era capitán del equipo de tiro con pistola en Planes. Nos dijo que acogería de buen grado a quienquiera estuviese interesado en mejorar la puntería.

Era un hombre de mediana estatura, y estaba allí para que nosotros lo estudiáramos. Tenía pelo castaño rojizo, corto, buen porte y rasgos regulares con una expresión implacable. La boca era un tajo corto y recto. Vestía una americana marrón, camisa blanca, una delgada corbata marrón, pantalones livianos color caqui y gafas con montura marrón. El cinturón tenía tres angostas franjas horizontales, las de los extremos marrones y la del centro beige. Los zapatos eran marrones y crema y tan puntiagudos como su nariz. Llevaba un grueso anillo en la mano derecha y golpeaba con él sobre el atril para dar énfasis a sus palabras. Sólo lucía un adorno: una hoja de arce en el ojal de la solapa; un toque de oro. Siguiendo a pie juntillas el solemne consejo del señor Dulles, yo no hacía más que fijarme en cada detalle.

¡Ray Jim aborrecía a los comunistas! De pie sobre el escenario, nos miró detenidamente, clavando en cada uno de nosotros sus ojos de un castaño profundo, casi negro.

—Actualmente existe la tendencia —dijo Burns— de dar cierta libertad de acción a los comunistas. Kruschov no es tan malo como Stalin; oirán decir eso. Claro que a Kruschov lo llamaban el Carnicero de Ucrania cuando era más joven, pero no es tan malo como Stalin. ¿Quién podría ser tan despiadado como Iosef Djugashvili, alias Joe Stalin, el amo de las purgas? En la Unión Soviética tienen una Policía secreta que es imposible comparar con la nuestra. Es como si hirviesen en una olla el FBI, la Agencia, el sistema carcelario estatal y el federal en un inmenso equivalente de la CIA, sólo que desenfrenado, incontrolado, cruel. La Policía, algunos de cuyos miembros, según se supone, pertenecen a Inteligencia, está atareada depurando a millones de sus pobres ciudadanos; envía multitudes a Siberia y los condena a morir a causa de los trabajos forzados y el hambre. ¿Su crimen? Creer en Dios. En la Unión Soviética uno puede cortar a su abuela en pedacitos, pero ése no sería un crimen tan grande como creer en el Todopoderoso. Porque la Policía soviética del pensamiento sabe que el poder de Dios se interpone en su camino y resiste el sueño rojo de conquistar el mundo. A ese propósito los Rojos consagran su genio maligno. No pueden siquiera empezar a imaginarse a qué debemos enfrentarnos, de modo que no intenten entender a los comunistas según el patrón de su propia experiencia. Los comunistas están listos para subvertir toda idea de organización que sea una expresión libre de la voluntad humana. Los comunistas buscan invadir cada resquicio de la actividad privada de las personas y filtrarse en cada poro de la vida democrática. Les digo: prepárense a librar una guerra silenciosa contra un enemigo invisible. Trátenlos como un cáncer que se extiende en el cuerpo del mundo. Antes de que finalice este curso de orientación, ya estarán ustedes en condiciones de desbaratar sus intentos por confundir a la opinión pública mundial. Estarán capacitados para atacar la subversión y el lavado de cerebro. Saldrán de su adiestramiento como hombres diferentes —nos miró, entornando los ojos— y, ya que se me ha permitido una broma, como dos mujeres diferentes.

Aquello alivió la tensión, nos echamos a reír y nos pusimos de pie para vitorearlo. Era uno de los nuestros. A diferencia del señor Dulles, no estaba por encima, sino que era igual a nosotros. Ray Jim era un hombre consagrado a una causa; podíamos aspirar a su misma claridad de propósitos.

Por supuesto, yo no me incluía. Podía comprender mucho mejor al señor Dulles. Ray Jim provenía de esa vasta mitad del país que se extiende entre el Hudson y Arizona, ese inmenso espacio que, comparado con el jardín prolijamente cuidado de mi educación, era un desierto sin carreteras; pero me negaba a admitir que no conocía mi propio país.

Ovacionamos de pie al señor Burns, y embargados aún por el entusiasmo, nos sometimos al juramento. Bajo el soberbio sello de la CIA, en el centro de la arcada del proscenio, levantamos la mano derecha y fuimos así incorporados formal y legalmente a la Agencia, jurando no hablar sin autorización de lo que aprendiéramos, ni ahora ni nunca.

Es un juramento solemne. Me he enterado de que los masones, aunque durante años permanezcan al margen de cualquier actividad, no difunden un solo detalle de los ritos de la fraternidad, ni siquiera a sus hijos. Nosotros compartíamos el mismo espíritu de fidelidad. En ese momento, mi temor al castigo estaba ligado a mi sentido del honor. Bien podía estar mezclando mi sangre con la de otro guerrero. En ese instante de iniciación sentí una dulce y sagrada punzada de emoción. Si no fuera porque temo los peligros de la hipérbole, me animaría a afirmar que mi voluntad adoptó la posición de firmes.

Nuestra instrucción no hizo disminuir el poder del juramento. Constriñó nuestras mentes y desarrolló una lealtad tremenda. Revelar nuestros secretos era traicionar a Dios. ¡Poderoso silogismo! Debo decir que este juramento conserva aún parte de su esencia después de casi treinta años en la Agencia. Reconozco que estoy obligado a contar muchas de mis propias acciones. Si es preciso hablaré, pero todavía me siento inhibido para discutir nuestros seminarios acerca de la utilización de ciertos agentes de influencia en el exterior, como abogados, periodistas, gremialistas y estadistas nativos.

No obstante, describiré nuestro oficio, tal como era entonces. Muchos de estos métodos han sido superados, de modo que es relativamente seguro referirse a ellos. Son la materia de las novelas de espionaje. Además, debo confesarlo, en aquel tiempo era lo que más me gustaba. Los cursos de economía y procedimientos administrativos me aburrían. Mis notas eran buenas, y podía repetir de memoria lo más importante, pero lo que verdaderamente amaba eran las técnicas del oficio. No estaba en la CIA para ser un burócrata, sino un héroe. De modo que si esta historia es una novela de crecimiento y desarrollo, para cumplir mi propósito deberé relatar el adiestramiento al que fui sometido, desde forzar una cerradura, hasta poner en práctica todas las maravillosamente amorales técnicas de mi profesión.

Aun así, debo referirme una vez más a las enseñanzas impartidas acerca de las maldades del comunismo. Estos estudios podrán haber carecido del placer de las lecciones sobre las técnicas del oficio, pero lograron convencerme de que cualquier manera de desbaratar la obra de nuestros malvados enemigos nos ponía, claramente, del lado bueno. Creo que en eso residía la atracción del oficio. ¿Existe un estado más agradable que el de vivir y trabajar como un ángel maligno?

Bien, tenía un largo camino que recorrer. Déjenme demostrarlo.

7

Unas dos semanas después del juramento, estaba tan cansado de las reiteraciones de Raymond James Burns en su curso sobre Comunismo Mundial que cometí la equivocación de bostezar en clase.

—¿Lo aburro, Hubbard? —preguntó Ray Jim.

—No, señor.

—Me gustaría que repitiese lo que acabo de decir.

Sentí cómo despertaba en mi interior el genio de mi padre.

—No estoy aburrido, señor Burns —dije—. Lo entiendo. Sé que los comunistas son falsos y traicioneros, y que usan
agents provocateurs
para intentar subvertir nuestros gremios y que trabajan sin descanso para confundir a la opinión pública mundial. Sé que tienen millones de hombres en sus ejércitos y que están preparados para la dominación del mundo, pero hay algo que me pregunto...

—Dígalo.

—Bien, ¿todos los comunistas son hijos de puta? Quiero decir, ¿ninguno es humano? ¿No habrá alguno, en alguna parte, al que le gusta emborracharse por el mero hecho de divertirse? ¿Siempre deben tener una razón para lo que hacen?

Por el movimiento de la clase me di cuenta de que me habían dejado solo en un país donde yo era el único habitante.

—Usted nos ha dicho —proseguí— que los comunistas condicionan a la gente hasta el punto de que sólo pueden recibir ideas aprobadas. Bien, realmente no creo en lo que estoy a punto de decir ahora, pero en razón del argumento mismo —obviamente, me preparaba para una retirada digna—, ¿no diría usted que nosotros estamos recibiendo algo de la misma naturaleza, aunque en distinto grado y, por supuesto, democrático, ya que puedo hablar libremente sin temor a las represalias?

—Estamos aquí —dijo Ray Jim— para agudizar sus instintos y su facultad de razonamiento crítico. Eso es lo opuesto al lavado de cerebro. Debemos estar preparados para enfrentarnos al razonamiento político engañoso. Debemos dar con él y destruirlo. —Golpeaba la palma de una mano contra el dorso de la otra—. Me gusta su ejemplo —dijo—. Demuestra una facultad crítica. Desarróllela. Estoy dispuesto a aceptar la idea de que aquí y allá hay un comunista capaz de lograr una erección sin la aprobación del Partido, pero le diré algo. Antes de mucho tiempo, debe decidirse. ¿Qué pone primero, su carrera, o su pene?

Se echó a reír, y todos lo imitaron.

—Hubbard —declaró—, puede poner a todos los soviéticos en tres categorías. Los que han estado en un campo de esclavos, los que están ahora en un campo de esclavos, y los que aguardan para ir.

Volví al redil, diciendo:

—Gracias, señor.

Una noche en que me encontraba de visita en casa de los Montague, mencioné el episodio. Hugh no tardó en contestar.

—Desde luego, la cuestión es más compleja de lo que podría comprender un buen partidario como el viejo Ray Jim. En este momento estamos interrogando a un desertor soviético que está obsesionado por un tipo al que aniquiló, un pobre alcohólico al que alentó a emborracharse en algún bar de Siberia. Le sacó tanto sentimiento antisoviético que no sólo el borracho, sino toda su familia fueron enviados al campo. Eran personas absolutamente inofensivas. Pero nuestro desertor debía cumplir con un cupo de arrestos, de la misma manera que la Policía de Nueva York tiene un número estipulado de infracciones de tráfico que presentar al final de cada día. Eso asqueó a nuestro hombre. Un comunista humano, por así decirlo.

—Permítame hacer una pregunta estúpida —dije — . ¿Por qué son tan horrendos los comunistas?

—Sí —dijo él—, ¿por qué? —Asintió—. Es muy propio de los rusos ser horrendos. Pedro
el Grande
en una oportunidad hizo encallar una de sus pequeñas flotas a la orilla de un enorme lago en Pereslavl. No regresó a ese lugar durante treinta años. Por supuesto, sus hermosos botes prácticamente se habían podrido en la costa lodosa del lago. La ira de Pedro está registrada en un documento formal. «Vosotros, gobernadores de Pereslavl —reza el pronunciamiento—, deberéis conservar estos barcos, botes y galeras. Si descuidáis vuestra obligación —aquí Harlot alzó la voz para imitar la concepción que tenía de Pedro
el Grande
—, vosotros, y vuestros descendientes, deberéis responder por ello.» Extremo, ¿no lo crees?

Asentí.

—Normal. Es decir, normal para una visión precristiana de las cosas. Cristo no sólo trajo amor al mundo, sino la civilización, con todos sus dudosos beneficios.

—No comprendo.

—Bien, como me parece recordar haberte dicho, Cristo nos pidió que perdonásemos al hijo por los pecados de los padres. Eso es la amnistía. Abrió nuestro mundo científico. Antes de esta generosidad divina, ¿cómo podía un hombre atreverse a ser un científico? Cualquier error que demostrara ser un insulto a la Naturaleza podía traer desgracia a su familia. Los rusos son personas espirituales, como se apresuran a asegurar todos los rusos, pero su Ortodoxia griega amordazó ese don de Cristo. Habría destruido las bases tribales. ¿Perdonar a los hijos? Nunca. No en Rusia. El castigo debe seguir siendo mayor que el crimen. Ahora quieren adentrarse en el campo de la tecnología, pero no pueden. Están demasiado asustados. Tienen un terror mortal a las espantosas maldiciones de la Madre Naturaleza. Si se peca contra la naturaleza, los hijos perecen con el pecador. No es de extrañar que Stalin fuese un paranoico declarado.

—En ese caso —dije—, vencerlos sería muy sencillo.

—Lo sería —concedió Harlot— si el Tercer Mundo tuviese el deseo sincero de ingresar en la civilización. Los países atrasados sueñan con automóviles y presas, y corren a secar los pantanos, pero con un entusiasmo a medias. La otra mitad aún vive aferrada a los reinos precristianos: el temor, la paranoia, la obediencia ciega al líder, el castigo divino. Los soviéticos se sienten parientes de ellos. No te burles del fanático Burns. En Rusia, la situación es horrible. Justo hoy cayó sobre mi escritorio un papel acerca de una secta de doce pobres dukoboros que fueron cercados en un callejón de un pueblo remoto en una provincia medio olvidada. Los actuales líderes soviéticos conocen el poder en potencia de una docena de empleados y obreros muertos de hambre. Lenin y Stalin, Trotski y Bujarin y Zinoviev, todos los dirigentes, formaron parte, al principio, del círculo de empleados pobres. En consecuencia, el KGB no corta el árbol joven, sino que busca extirpar la semilla. El efecto que eso tiene es inmenso. Supón que te entrego un Cok de seis disparos con sólo una bala, hago girar el tambor y te invito a una vuelta de ruleta rusa. Tus posibilidades son de cinco contra una, pero en tu corazón no pensarás así. De hecho, esperarás morir. Lo mismo sucede con el castigo extremo. Déjalo caer sobre doce individuos, y doce millones se estremecerán. Burns no está demasiado equivocado.

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