El fantasma de Harlot (31 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Después de ocho semanas en el curso del señor Burns sobre
El partido comunista: su teoría y sus tácticas
, que tenía lugar en el edificio de Recreación y Servicios, yo podía disertar acerca de la organización y las tácticas del Comintern, Cominform, Cheka, GPU, NKVD y KGB con cada uno de sus doce directorios. Si el material requería la memorización de listas largas y áridas, pueden estar seguros de que les dedicaba la misma concentración que dedica un estudiante de medicina a sus clases por el impío temor de que si deja de almacenar un solo apartado, uno de sus futuros pacientes puede perder la vida. Era duro. Burns nos rellenaba como a salchichas. Corrió el rumor por la clase de que había sido agente de contrainteligencia en el FBI. A nadie le sorprendía que tuviésemos que memorizar cosas como: «El undécimo directorio del KGB, también llamado el directorio de la Guardia, es responsable de preservar la seguridad del Presidium del Comité Central del Partido Comunista en la URSS». Yo, que nunca en mi vida de estudiante había encontrado rutinario prestar atención en clase, intentaba reorganizar mi sistema nervioso.

También fuimos instruidos acerca del modo de dirigir mensajes a través de la jerarquía de nuestras oficinas, y aprendí a escribir en el idioma del gobierno (lo cual no carecía en absoluto de importancia). Nos enseñaron a compartimentalizar el historial de un agente, el material biográfico en una carpeta y los informes referentes a sus actividades en otra. Nosotros también, en el futuro, recibiríamos criptogramas separados para diferentes operaciones. Según me dijo Harlot, en un tiempo él tenía ocho criptogramas, uno de los cuales era DIABLO. Al ocuparse de una misión en África, el rótulo pasó a ser LT/DIABLO, pues LT indicaba que África era el teatro. Otra operación en Viena se refería a él como RQ/DIABLO; en ese caso, RQ correspondía a Austria. Más tarde, durante el mismo trabajo en Austria, por alguna otra razón, metamorfosearon su clave y pasó a ser RQ/CABALLETE. Como un cuerpo ocioso después de una semana de ejercicios físicos bruscos, mi mente, al absorber toda esa información, se sentía entumecida y dolorida, llena de nuevas sensaciones. Pensaba que el cambio de nombre bastaba para alterar el carácter de uno: ZJ/REPULSA correspondía a una personalidad distinta a MX/LUZ. Mis pensamientos tomaban recodos sensuales. Quizá debido a mi virginidad sexual, yo era ahora preponderantemente libidinoso y encontraba en todo un segundo sentido, incluso en el nombre de algunos cursos, como
Cerraduras y Palancas, Solapas y Sellos
o
Reversibles
. Lo mejor de todo fue la regla mnemotécnica que nos enseñaron para recordar números telefónicos. Insinuaciones de riqueza enterrada fluían hacia extraños rincones de mi psique.

Yo era muy joven. Me gustaba mucho el curso llamado
Solapas y Sellos
, donde aprendimos a abrir cartas. Los métodos variaban, desde el uso del vapor de una tetera hasta toda clase de productos químicos clasificados como material secreto. Fuera cual fuere el método empleado, yo disfrutaba del momento en que la solapa del sobre, que supuestamente protegía un contenido inviolable, se despegaba. El sonido casi imperceptible que hacía producía en mí lo que estaba convencido era una reacción privada, pero el profesor iba más lejos que yo. «¿Habéis oído alguna vez el chiste de la corista que estaba cachonda? —preguntó a la clase—. Se abrió de piernas y se quedó pegada en el piso». Todos festejaron la ocurrencia.

Luego venía
Reversibles
. En nuestro adiestramiento para seguir a un hombre practicábamos cambios rápidos. Nos metíamos en un vestíbulo junto al aula, nos sacábamos el impermeable, le dábamos vuelta y reaparecíamos (la operación debía llevarse a cabo en un máximo de ocho segundos) vistiendo un Burberry marrón en lugar de azul. A simple vista parecía bastante sencillo, pero del mismo modo que el cambio de criptograma anunciaba una nueva potencialidad, esta alteración de la apariencia producía el estremecimiento de la metamorfosis.

Forzando la metáfora, podría decir que lo que se nos enseñaba eran las artes menores de la brujería. ¿Acaso no son análogos el espionaje y la magia? Una vez que dominé el procedimiento, disfrutaba muchísimo con la estratagema de memorizar un número de teléfono. Por supuesto, al principio no encontraba en ello ningún placer inmediato, ya que la concentración necesaria implicaba un gran estrés. Nos poníamos frente a la clase y un cómplice pasaba a nuestro lado, nos susurraba un número telefónico y seguía andando. Otro alumno venía del otro lado y nos decía otro número. El ejercicio se hacía cada vez más complicado, y debíamos memorizar hasta cinco números al mismo tiempo. Por último, participábamos de una competición: el ganador logró retener nueve de un total de diez números. (Debo aclarar que el ganador fui yo, lo que aún hoy, al recordarlo, me produce una agradable sensación de gloria.)

Lo cierto es que esta técnica, que tanta ansiedad nos producía en clase, se tornaba agradable al borde del sueño. Los siete dígitos de un número telefónico se convertían en una alcoba.

Eso merece una explicación. A cada número le correspondía un color. El blanco equivalía al cero, el amarillo, al 1; el verde al 2; el azul, al 3; el violeta, al 4; el rojo, al 5; el naranja, al 6; el marrón, al 7; el gris, al 8; el negro, al 9.

Luego nos pedían que visualizáramos una pared, una mesa y una lámpara. Si los tres primeros dígitos del número telefónico eran 586, debíamos imaginarnos una pared roja detrás de una mesa gris sobre la cual había una lámpara de color naranja. Para los restantes cuatro números, podíamos visualizar a una mujer con una chaqueta violeta, falda verde y zapatos amarillos sentada ante una mesa naranja. Esa era nuestra anotación mental del 4216. Mediante este sistema, el 586-4216 se había convertido en un cuadro con siete objetos coloreados. Hoy se debe agregar el código de zona. Así, el cuarto tiene una ventana por la cual se ve el cielo, el agua y la tierra, suplicio que ni mis compañeros ni yo nos vimos obligados a padecer. Pienso en un cielo marrón, el agua roja y la tierra azul para el código de zona 753, ¡un día interesante para Gauguin! Pero a nosotros, para el 436-9940, nos bastaba con visualizar una pared violeta, una mesa azul y una lámpara naranja. Nuestra dama (le dimos el nombre de Yolanda) se hallaba en el cuarto violeta con la mesa azul y la lámpara naranja; llevaba una chaqueta negra, pantalones negros y zapatos violetas y estaba sentada en una silla blanca: 436-9940. Parece un camino complicado, pero yo alcancé tal grado de perfección que cada vez que oía un número, veía colores.

Podemos saltar las clases en que se nos enseñaba a forzar cerraduras. Las herramientas simples pero elegantes que empleábamos siguen siendo un secreto, y un oficial joven como yo, capaz de hallar excitación sexual en el sonido de un sobre al abrirse, ¿qué puede sentir al abrir una puerta? Eran cuestiones fundamentales. Cada profesor estaba autorizado a hacer un chiste de tono subido, y en este curso el profesor nos dijo: «Si no sabéis cómo meter esta pequeña ganzúa en este viejo agujero, bien, muchachos, no sé qué haréis cuando seáis viejos».

Nunca tuve que emplear esta técnica antes de 1972, y para entonces ya casi la había olvidado. Fue en la Casa Blanca, y la empleé dos veces en cinco minutos, la primera para abrir una puerta, la segunda para abrir un escritorio; pero eso viene después. En mi lista sigue mi clase de
Códigos
, pero tampoco quiero explayarme sobre esto porque estudiar la materia me llevó muchas horas de un invierno y una primavera completos en Washington, y es un tema demasiado técnico. Sólo diré que se trataba de una asignatura tan hermética que hasta los laboratorios criptográficos eran una introducción a la lógica de la seguridad verdadera: ventanas con rejas a ambos lados del salón; necesidad de usar credenciales en todas las secciones; recepcionistas y guardias armados; hasta los que preparaban los bocadillos en la cafetería de los criptógrafos eran elegidos debido a su ceguera, pues de este modo, en el caso de que alguno fuese secuestrado, no podría identificar mediante una foto a ninguno de los que trabajaban en
Códigos
.

Permítanme referirme a una disciplina más agradable. Cualquiera que haya leído una novela de espionaje está familiarizado con los escondrijos, pero la práctica activa es otra cosa. Los veintitrés alumnos de mi clase salíamos del dormitorio y recorríamos el pasillo, pasábamos junto a los anuncios en las pizarras y nos dirigíamos al lavabo de hombres donde, como era de esperar, se hacían bromas a la única integrante femenina del grupo. Ella se sonrojaba para cumplir con su parte del ritual. Debo confesar que yo también. Me sentía incómodo por el olor que provenía de los urinarios, pero eso era en 1955, hace mucho tiempo.

¡Nuestro primer escondrijo! El profesor sacó una cantidad de toallas de papel del aparato automático de metal junto al lavabo, tomó un rollo de película Minox de 16 mm que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta, lo puso en el aparato de metal y volvió a poner las toallas. A continuación, ante la risa de los demás, cada uno de nosotros repitió el operativo. La risa era causada por la lentitud de algunos y la rapidez de otros. Pronto las toallas de papel estaban todas manoseadas y estropeadas. Se nos aconsejaba que aguzáramos la imaginación y descubriésemos otras posibilidades dentro del mismo lavabo. Una de ellas era el centro del cilindro de cartón del rollo de papel higiénico. Estos escondrijos, según se nos aseguraba, sólo eran convenientes cuando el contacto llegaba a la cita demasiado tarde. Por esa razón eran preferibles los depósitos. Uno no debía preocuparse por averiguar si el agente había encontrado el paquete en cuestión.

Para que nos familiarizásemos con los depósitos nos llevaron de excursión por los pasillos de un supermercado de Washington, D.C. Después de poner en el carrito de la compra una lata de sopa Campbell y un paquete de bacon ahumado Armour, choqué contra el compañero que me había sido asignado, y en el momento del choque dejé caer un rollo de película dentro de su carrito, luego de lo cual intercambiamos disculpas y siguió cada uno su camino.

Aquello debe de haberle parecido extraño a cualquier ama de casa que estuviera haciendo sus compras. Los pasillos, siempre vacíos a media mañana, estaban ocupados por un pelotón de hombres que chocaban vigorosamente unos contra otros y decían en voz baja cosas como «Ahora es tu turno». ¿Qué puedo agregar? El depósito era electrizante. Con cada choque uno esperaba que salieran chispas de los carritos.

La noche de ese mismo día nos llevaron de paseo por una propiedad privada más allá de Chevy Chase y nos dieron instrucciones sobre escondrijos en áreas rurales. Si, por ejemplo, al agente le gustaba hacer caminatas matinales, buscábamos un ladrillo suelto en la pared de un jardín o un hueco en un olmo seco. Por primera vez tuve clara conciencia de los espacios cavernosos de un tronco de árbol. Al buscar en medio de la oscuridad del bosque, palpaba grietas que me parecían peludas. ¡Qué transacción! Al principio no podía encontrar la película y, cuando lo hacía, sacaba la mano demasiado rápidamente, lo que provocaba el reproche de mi profesor: «Hay que hacerlo de una manera casual, amigo».

La última noche, Burns ofreció una fiesta para nuestra clase en su pequeño apartamento en un edificio de cuatro pisos recién construido. Se trataba de un típico edificio de clase media de los alrededores de Alexandria, Virginia. Burns tenía tres hijos, todos varones, todos rubios. Esa noche me enteré de que él y su mujer habían sido novios desde la secundaria, en Indiana. La esposa de Burns, bastante fea, lisa como una tabla, nos sirvió atún con queso y salchichas, su menú de fiestas desde hacía veinte años. (Su plato «para los grandes eventos», según lo llamaba ella.) Era obvio que ella y Ray Jim ya ni siquiera se molestaban en hablarse, y debo decir que los observé detenidamente, como un estudiante extranjero que trata de comprender las costumbres estadounidenses del Medio Oeste y el Sudoeste. Llegué a la conclusión de que los hombres como Jim Ray seguían casados hasta que sentían la tentación de matar a sus esposas de un hachazo.

Por eso me sorprendió lo bien que sabía el plato. Estábamos comiendo en el redil del juramento, y bebiendo lo que Ray Jim llamaba «mi tinta roja favorita».

—Y es mi favorita porque cuesta poco.

Un oficial recluta llamado Murphy empezó a decir cosas para manifestar que estaba de acuerdo con Burns.

—Muy bien, señor —le dijo—. Durante ocho semanas nos ha dado muchas pistas acerca de la manera en que ustedes se deshacen de personas raras. Es decir, en circunstancias especiales.

—Sí, señor —dijo Ray Jim, pero el brazo que sostenía el vaso se puso tan rígido como un tejido eréctil.

—Bien, señor, para satisfacer la hambrienta curiosidad de nuestra clase, ¿alguna vez usted se encargó de eliminar a un extranjero traidor?

—Sin comentarios.

—¿Nunca tuvo que apelar a su Browning? —preguntó Murphy—. ¿Ni siquiera una vez?

—La política está en contra de las medidas drásticas —declaró Burns mirando fijamente hacia delante—. Sin embargo, las soluciones individuales no pueden ser desautorizadas.

—Comprendo —dijo Murphy, haciendo una pistola con el índice y el puño—. Bang, bang.

Yo fui uno de los que cometió el error de echarse a reír.

No nos iríamos sin ser calificados. Después de la comida, Burns trajo una caja de latón y de ella extrajo trocitos de papel.

—Colecciono garabatos —dijo— de los escritorios de los jóvenes oficiales reclutas. Recomiendo su estudio. —Cogió uno, lo miró de soslayo—. Este es de Murphy. Demuestra que es impulsivo y autodestructivo.

Muchos ya estábamos bajo los efectos del vino tinto, y nos burlamos de Murphy, quien tenía la costumbre, cada vez que se emborrachaba, de emprenderla a puñetazos con las paredes de los pasillos del YMCA.

—Éste es de Schultz. ¿Estás preparado, Schultz?

—Sí, señor.

—Me demuestras lo que yo ya sé.

—Sí, señor. ¿Qué es, señor?

—Tú, Schultz, eres tan tacaño como una garrapata.

Ahora era mi turno.

—Hubbard, tu garabato es una verdadera perla.

—Sí, señor.

—Demuestra que estás interesado en hacer algo difícil.

—¿Qué cosa, señor? —cometí el error de preguntar.

—Estás empeñado en el noble intento de volar más alto que tu culo.

Antes de que yo recobrase mi pulso normal, creo que tuvo tiempo de ofrecer otros diez ejemplos de sus amables veredictos acerca de otros tantos de nosotros. ¡A la Granja!

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