De hecho, las noches en que no podía ir al Establo, me sentía solo. Después de terminar mi curso en la Granja alquilé un apartamento amueblado en Washington junto con otros cuatro jóvenes oficiales, alguno de los cuales siempre reservaba la sala con la esperanza de seducir a la muchacha con quien salía esa noche, por lo general una secretaria del I-J-K-L. Yo, pensativo, me dedicaba a largas caminatas nocturnas.
A nadie debe sorprender, entonces, que las invitaciones al Establo significaran tanto para mí. Me sentía como un conservador de museo desocupado a quien se le permite visitar la colección privada del museo una vez a la semana. No había duda de que Harlot conocía a personas extraordinarias. Como muchas de ellas tenían que ver con la OSS, yo nunca juzgaba según las apariencias. Un hombre cojo, de aspecto severo y con acento extraño, que se pasó toda la noche hablando de caballos, resultó ser uno de los líderes de la guerrilla de los chetniks, el grupo Mijailovich que fue vencido por Tito. Cuando brindaba por Kittredge (lo cual hizo varias veces) no sólo levantaba la copa sino que doblaba la rodilla, como si su pierna buena fuera un arco y él lo flexionase. También había una anciana imponente de modales majestuosos, ojos azules como de porcelana y pelo blanco, una condesa mitad bávara y mitad italiana que durante la ocupación organizó en Roma un asilo subterráneo para judíos.
En dos oportunidades Kittredge invitó a sendas jóvenes para mí. Ambas muchachas, hermanas menores de compañeras de Kittredge en Radcliffe, resultaron mejores que yo para las caricias y los besuqueos en el sofá de mi sobrepoblado apartamento después de la cena. Lo hicimos porque estábamos totalmente borrachos y no nos importaba que mis compañeros entraran y salieran todo el tiempo.
Pero mis idilios eran breves. Yo estaba muy preocupado por la sexualidad de mis sueños, de gran intensidad si se la comparaba con las tibias manifestaciones que cuando estaba despierto era capaz de ofrecer al mundo.
Una noche, los Montague tuvieron un invitado que hizo aflorar la mejor faceta de Harlot. Dado el tamaño de la mesa del comedor, nunca éramos más de seis sentados a ella, y esa noche éramos cuatro, aunque parecíamos cinco. El invitado era un general británico de rostro rubicundo, de casi dos metros de estatura, porte magnífico, con cuatro hileras de condecoraciones cubriéndole el pecho. Ocupaba la cuarta parte de la mesa y bebió toda la noche, asintiendo a todo lo que Harlot decía. Al parecer, había pertenecido a la SOE y participado en misiones hermanas de la OSS. Él y Harlot se habían lanzado en paracaídas sobre Francia, después de lo cual se convirtieron en «compañeros de juergas» en Londres, según dijo él. Como el general contribuía sólo con su inmaculada y enorme presencia, su linaje (que se remontaba a mil cien años), su título (Lord Robert) y su uniforme (notablemente impresionante y que, según él, usaba «en honor a Kittredge»), la conversación quedaba a cargo de Harlot. No se amilanaba. Nunca conocí a nadie que hablara tan bien y de tantos temas diferentes. Si Harlot tenía algún vicio de conversación, era su preferencia por el monólogo. Sir Robert le venía de perillas.
—¿Cuál es la historia de este lugar? —preguntó Sir Robert después de escuchar otros temas durante media hora—. Parece extraño. ¿Cómo se llama? ¿Georgetown? Deben de haberle puesto ese nombre por alguno de los reyes, espero que no por el tercero de los Jorges.
Ése fue el discurso más largo que pronunció Sir Robert esa noche. Harlot dedicó a su invitado una disquisición sobre Georgetown después de la Guerra Civil.
—Nada más que campamentos, corrales del Ejército y unas cuantas fábricas de artículos de hueso. Una gran cantidad de carne de caballo enlatada para las tropas de la Unión se procesaba algunas calles más abajo. Las noches de niebla, todavía puede sentirse el olor a animales muertos.
—Hugh, por favor —dijo Kittredge.
—Querida, puedo olerlos —dijo Hugh.
El reflejo de los cristales de sus gafas parecía bailar a la luz de las velas.
—Debe de haber sido un lugar horrible por algún tiempo —admitió Kittredge—. Lleno de difteria y burdeles.
Tuve la clara impresión de que Lord Robert se reanimó al oír esto. Quizá los caballos muertos cien años atrás no despertaban mucho apetito, ¡pero los viejos burdeles sí!
—Aun así, era una próspera ciudad de trabajo —dijo Hugh—, llena de molinos harineros y moliendas de maíz, y con el buen sonido de los martillos al golpear la azuela en las fábricas de toneles.
—Muy buen sonido —convino Lord Cooper.
—Sierras y cepillos —prosiguió Hugh—, y el estrépito de los yunques. Cosas así. En las noches sin viento puedo oír los ecos. Bares estridentes. Barqueros peleando. Algunas de esas tabernas siguen en pie hoy en día, y los muchachos como Herrick, que trabajan en el gobierno, van a beber allí.
—¿Cómo has dicho que te llamabas? —me preguntó Lord Robert.
—Herrick Hubbard, señor.
—Su padre es Cal Hubbard —intervino Harlot.
—Sí, un hombre de firmes convicciones, tu padre — dijo Lord Robert, como si la vida mental de sus casi dos metros de estatura eligiese a muy poca gente sobre la cual expresar sus opiniones.
—Hugh se equivoca —dijo Kittredge—. Georgetown era, hablando en general, un lugar encantador. Las casas tenían pórticos y buhardillas rematadas con gabletes. Con adornos cursis en los aleros.
—Kittredge, te olvidas de lo esencial —dijo su marido.
—¿Sí?
Dos manchas de cólera aparecieron en sus mejillas. Un color desagradable. Era la primera vez que veía una expresión dura en ella. Me dio una medida de la razón por la cual no me invitaban a quedarme a dormir: necesitaban el espacio para alzar la voz.
Hugh, sin embargo, no estaba dispuesto a hacer la guerra con el general y conmigo como juez de línea y arbitro al mismo tiempo.
—Tiene razón —dijo—, y yo también. Estamos hablando de dos zonas distintas de la ciudad.
—No conozco ninguna ciudad que no tenga sus zonas buenas y sus zonas malas —dijo Lord Robert.
—Sí. Anoche estaba leyendo acerca de Georgetown en una historia local. —Hugh se echó a reír. Su alegría era lo suficientemente poderosa como para sugerir que había hecho a un lado el enojo—.
Cita el informe de un periódico de 1871. Un residente de la ciudad, Thaddeus Atwater, caminando por la calle Q una mañana de mayo, se resbala sobre el hielo. El bastón le salta de la mano y le pega a un cerdo que pasaba. —Miró a Kittredge que le sacó la lengua y la volvió a guardar tan rápidamente que si el general se percató pudo haber creído que veía visiones — . El cerdo brama como un toro y se mete en la primera puerta abierta que encuentra, la de un sótano. Resulta ser una carpintería, y hay virutas en el suelo. Está muy oscuro, y han puesto una vela en un atril que, por supuesto, el animal derriba, y que cae sobre las virutas, causando un incendio infernal. Acude
Sombrero Rojo
...
—¿
Sombrero Rojo
? —preguntó Lord Roben.
—El caballo de los bomberos. Un animal gigantesco.
Sombrero Rojo
tira del carro de bomberos junto con su pareja,
Dora
. Los bomberos echan una manguera a un arroyo vecino, empiezan a bombear y logran apagar el fuego, aunque mojan la calle Q de tal manera que pronto la convierten en un estanque congelado. Por la noche, las personas salen a patinar. Me encanta esa época —concluyó Harlot.
—Sí —dije—. Supongo que entonces los acontecimientos tenían una influencia mayor sobre otros acontecimientos.
—Sí —dijo él—. No eres tonto, ¿eh? Te das cuenta de las metamorfosis.
—Así es, metamorfosis —repitió Lord Robert. Parecía estar saliendo del trance en que lo había sumido la historia de Hugh—. ¿Sabes? He oído decir que enviarán a Philby a Beirut. Le darán un empleo de periodista.
—Oh, no —dijo Hugh—. Eso resultará un infierno. Debes hacer lo posible para impedirlo. Ya cuesta bastante hacer que el FBI se mantenga lejos de Mi6, y ahora vosotros le confiáis esto a Philby.
—Para ti personalmente sería malo, ¿verdad?
—No —respondió Harlot—, todo está perdonado.
—Así lo espero. Yo pensaba que había sido tu Waterloo.
—De ningún modo —replicó Kittredge — . Necesitan demasiado a Hugh.
—Me alegra oír eso.
—Lo que caracteriza a un gran hombre es que sus errores también son grandes —declaró Kittredge.
—Maldito sea Philby —dijo Lord Robert—. Bebamos para que se pudra en el infierno.
—Por Philby —respondió Harlot, levantando la copa—. Maldito sea por toda la eternidad.
Yo no tenía idea de qué estaban hablando. Sin embargo, la importancia del asunto impregnaba la habitación. La sombra de cosas no dichas había caído sobre nosotros. Una vez más me alegré por mi profesión y los misterios que desvelaría. Philby. Me excitaba la manera en que pronunciaban su nombre. Bien podían haber estado hablando de un viejo fuerte en el que había habido terribles pérdidas.
Una noche, a una de las cenas, asistió un hombrecillo llamado doctor Schneider quien, según me informaron, había recibido cierto reconocimiento en Europa como concertista de piano. Fue específicamente vago acerca de si su nacionalidad era austríaca o alemana, pero no dudó en expresar las opiniones monárquicas más extremas. Insistió en que Hitler podría haber ganado la guerra si hubiera sido lo suficientemente inteligente como para restaurar a los Hohenzollern. «Después de todo —dijo el doctor Schneider—, la monarquía pudo haber asegurado el triunfo de la cruzada contra el bolchevismo.»
El doctor Schneider usaba gafas de sol, tenía orejas largas y puntiagudas y el pelo blanco. Se protegía detrás de un espeso bigote gris y aparentaba tener más de sesenta años. Dadas sus opiniones, debía de haberse movido bastante al terminar la guerra, pues ahora hablaba de los conciertos que daba en las zonas soviéticas de Alemania y Austria. Me pregunté si habría sido uno de los espías de Harlot. Incluso así, lo encontré insípido y no lograba entender por qué los Montague lo trataban con tanto respeto. Después de examinarlo por segunda vez, descubrí que el doctor Schneider usaba una costosa peluca blanca, bien colocada sobre su cabeza, pero yo tenía el ojo de mi madre para los disfraces y me intrigó su deseo de presentarse como un hombre mayor de lo que realmente era. No estaba seguro de que me agradase compartir la misma mesa con un hombre que bien podía ser un criptonazi.
Después de la comida, Harlot jugó una partida de ajedrez con el doctor Schneider y yo llegué a la conclusión de que a Hugh le gustaban las personas por alguna de sus facetas.
—Observa el juego —me dijo Hugh confidencialmente — . Schneider es fenomenal para los finales. Sus aperturas no son siempre buenas, pero a menos que lleve como mínimo dos peones de ventaja al promediar el juego, me queda mucho camino por recorrer si quiero ganar.
El pianista se restregaba las manos y canturreaba o gemía después de cada jugada de Harlot.
—Es usted un diablo, señor Montague. Un tipo inteligente, el más engañoso de los hombres... Ah, me ha puesto en una posición difícil, señor. Usted es un demonio con sus caballos. Sí, señor —decía—.
Punkt
—decía después, mientras asentía, sin dejar de quejarse, y movía un peón.
Tal cual había dicho Harlot, el doctor Schneider tenía un final excelente y la partida terminó en tablas. Fue la única vez que lo vi en el Establo.
Cuando se fue (noté que él y Harlot se daban la mano como viejos camaradas), Harlot me pidió que me quedase. Mientras Kittredge se ocupaba de lavar los platos (por lo general yo la ayudaba, pero esa noche, ante la insistencia de Harlot, no lo hice), Hugh me llevó a su estudio, me instaló en una pequeña silla frente a su monumental sillón Chippendale, y procedió a obsequiarme con un gran despliegue mental, el primero desde el de aquella noche cuando me dijo que abandonara el montañismo.
Yo estaba a punto de hablarle de una situación incómoda en mi nuevo trabajo (acerca del cual nunca me había preguntado nada), pero no me atreví. ¿Y si no lo encontraba interesante?
En este momento él dijo:
—Tu padre vuelve al país. Saldremos a comer juntos, los tres.
—Estupendo.
Me abstuve de preguntar dónde había estado. Hacía meses que no recibía noticias de él, así que no podía preguntar nada.
—¿Te parece grande la CIA? —preguntó Hugh Montague.
—Enorme.
—No siempre fuimos tantos. En realidad, el bebé estuvo a punto de no nacer. J. Edgar Hoover hizo todo lo posible para detenernos. No quería una competencia para su FBI. Es posible que Hoover sea el hombre más temido de la Cristiandad. Lo llamamos Buda. J. Edgar Buda. Si el tipo con quien hablas no te entiende, entonces no es de los nuestros.
Asentí. No sabía si los nuestros se refería a toda la CIA o a una pequeña parte.
—Ahora que Foster Dulles es una influencia poderosa sobre el pensamiento de Eisenhower, Allen nos mantiene en muy buena posición. Ciertamente, nos estamos expandiendo.
—Sí, señor.
—¿Para qué nos estamos expandiendo? ¿Cuál es nuestro campo de acción?
—Proporcionar Inteligencia al presidente, supongo.
—¿Tienes idea de qué tipo de Inteligencia?
—Bien, en primer lugar, ponerse al día con el KGB.
—Eso es algo que podemos hacer. Pero podríamos hacer más que eso. No son sólo los rusos, ¿sabes? Probablemente podamos alterarles el mecanismo central, librarlos de su marxismo, aunque nos lleve medio siglo, pero la guerra proseguirá. Se está librando en este momento, aquí mismo. En todos los Estados Unidos. Los intereses secretos siguen subiendo. La pregunta esencial es si esta civilización de inspiración cristiana subsistirá. Todas las otras cuestiones se esfuman ante ésta.
—¿La bomba, inclusive?
—No es la bomba la que nos destruirá. Si alguna vez se llega al nivel nuclear, entonces simplemente estaremos incinerando el cadáver de lo que de cualquier forma ya estaba destruido. La bomba no puede usarse a menos que la civilización muera antes. Por supuesto, eso puede ocurrir. La continuación de nuestra existencia depende de que no caigamos presa de percepciones falsas de la realidad. El advenimiento del marxismo no es sino un corolario de la enfermedad histórica fundamental de este siglo: la falsa percepción.
¡Qué excelente clérigo habría sido! Para él mismo, el valor de sus palabras era tan incuestionable que no objetaba la magnitud de su audiencia. Podía constar de un feligrés, o de quinientos uno: el sermón no sería alterado. Cada palabra reverberaba en su mente, si no en la mía.