El fantasma de Harlot (81 page)

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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

BOOK: El fantasma de Harlot
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Rió para endulzar su última observación, y se marchó.

Usar el teléfono seguro en Montevideo resultó más difícil de lo que me esperaba. Tuve que pasar por varios telefonistas desde Buenos Aires a Ciudad de México y finalmente a Washington. Después de una media hora me enteré de que Harlot no estaba en su despacho ni en su casa, pero otra llamada a Averiguaciones me informó que debía dirigirme a AJO SILVESTRE, nombre dado al teléfono de Harlot en la Custodia. Me había pasado una hora en la oficina de Howard Hunt para comunicarme con un hombre con quien temía hablar.

—¿Llamas a propósito de Kittredge? —me preguntó Harlot a modo de saludo.

Una vez más tuve la impresión de oír una voz desde el otro extremo de un largo tubo.

—Sí —respondí—, llamo justamente por eso.

—¿Cómo diablos llegaste al teléfono de Howard? ¿Tuviste que ofrecerle una parte de ti mismo?

—Quizás.

—Una parte importante, sin duda.

—Hugh, ¿está Kittredge en la Custodia?

—Ella está bien. Bajo el efecto de los tranquilizantes, pero bien.

Yo no podía entender cómo alguien bajo el efecto de los tranquilizantes podía estar bien, pero él debe de haber oído lo que no dije, porque agregó:

—Yo estoy con ella. No está sola.

—Sí, señor.

Guardó un silencio larguísimo. Cuando habló, fue como si hubiera tomado la decisión de decirme más del asunto.

—Harry, no ha perdido la razón, ¿sabes? Sólo está sobrecargada.

—He estado preocupado —dije.

Dio un resoplido.

—¿Preocupado? Mis dientes no han parado de rechinar. ¿Sabes? Todavía trataba de amamantar al bebé, y seguía trabajando y, lo que es peor, haciendo experimentos con una sustancia. En momentos así, no debería amamantar al bebé. No cuando la sustancia estaba dentro de su sistema.

No podía creer lo que acababa de oír.

—¿Cómo?

—A Kittredge no le gusta experimentar con los demás sin haber antes probado consigo misma. Pero esta vez la sincronización no fue correcta.

—¿Está bien? —pregunté.

—Ya te lo he dicho. Se está restableciendo. Ahora se encuentra bajo el efecto de los tranquilizantes. Un buen médico amigo supervisa su recuperación. Un amigo de Allen.

—¿Fue al hospital?

—Por supuesto que no. Un episodio psicótico en tu 201 es tan deseable como haber pertenecido al partido comunista en tu juventud.

Sentí que tenía deseos de hablar. ¡En qué estado se hallaría!

—Hugh, perdone la pregunta, pero ¿está seguro de que no debería ver a un buen psiquiatra?

—Los conozco a todos —respondió Montague—. Conozco a Kittredge mucho mejor que lo que podría llegar a conocerla cualquiera de ellos. No están capacitados para vérselas con una mente tan brillante. Te repito que está bien. Dentro de una semana volverá a ser ella misma. Por supuesto, no podrá trabajar durante algún tiempo, y en el futuro no deberá ingerir ninguna sustancia. Es su ambición, ¿te das cuenta? Su única parte fuera de control. No reconocen la importancia de su trabajo. Y eso es suficiente para enloquecer a cualquiera.

—¿Puedo hablar con ella?

—Está durmiendo. No querría despertarla.

—¿Puedo volver a llamar?

Hizo una larga pausa. Esperé, pero no contestó.

—¿Está Christopher con ustedes? —pregunté.

—Naturalmente.

—¿Y una niñera?

—Una buena mujer de Maine que viene durante el día. Yo me levanto si Christopher se despierta por la noche. —Después de decir esto guardó silencio.

Yo quería preguntarle acerca de su trabajo. ¿Quién lo suplía? En una ocasión, Kittredge me había hablado de dos asistentes que eran totalmente confiables. Sin duda estarían custodiando las puertas de VAMPIRO. Sentí un temor momentáneo, pero inevitable, de que se me estuviera terminando el tiempo en el teléfono. Cuando él cortara, me quedaría solo en Uruguay.

—¿Puedo llamar más tarde? —volví a preguntar.

El silencio telefónico, cargado de estática, parecía igual que el parloteo de una miríada de criaturas infinitesimales.

—Harry, reflexiona —dijo Harlot—. Has sido un hijo de puta. Quiero que cese tu correspondencia con Kittredge.

Mi primera reacción fue preguntarme si habría leído las cartas, o si simplemente conocía su existencia.

—Por el amor de Dios, Hugh —dije al fin — . Creo que es Kittredge quien debería decidirlo.

—Harry, el nacimiento de un hijo incapacita tanto a una mujer ambiciosa y talentosa como el agujero dejado por una lanza. Necesita reponerse. De modo que interrumpe tus cartas. Éste es mi deseo, y el de ella.

—Solicitaré un permiso.

—Puedes conseguirlo, pero no permitiré que la veas.

—Por favor, no corte. Estoy a diez mil kilómetros de distancia.

—Bien, descubrirás la madera de que estás hecho. Mi impresión, ahora que por un momento estamos forzosamente unidos por la verdad, es que no eres lo bastante fuerte. No para la vida que has elegido. Demuéstrame lo contrario. Zambúllete en tu trabajo. Prescinde por un tiempo de nuestra presencia hasta que seamos nosotros quienes te busquemos.

Con eso, colgó.

13

Como estaba cerca de mi hotel, todas las mañanas, camino del trabajo, tenía la costumbre de pasar por el Correo Central. Sally Porringer me dejaba cartas allí. Sus notas, como puede imaginarse, eran funcionales: «Oh, Harry, te echo tanto de menos. Tengo ansias de ti. Planeemos algo para el sábado». Ésta es una muestra representativa.

Era agradable que alguien sintiera ansias por mí. Durante el mes transcurrido desde la última carta de Kittredge, le hice el amor a Sally con una furia fría. Era injusto, pero la hacía responsable por la pérdida que acababa de sufrir. En un intento por derretir alguna helada morrena de su ser, copulaba con odio, lo cual pareció causar un efecto contrario al deseado, ya que no dejaba de decir que yo era maravilloso. La vanidad sexual, con sus garras de hierro, me impulsaba hacia delante, hacia nuevas proezas, aunque me preguntaba por qué no podía actuar como otros compatriotas, estar con una mujer y después olvidarla. Porringer, por ejemplo, siempre nos hablaba a Gatsby y a mí de sus noches en los prostíbulos de Montevideo. Si Sherman —el sombrío y paranoico Sherman de piel azulada—, con mujer, dos hijos y todas las responsabilidades de un subjefe de estación podía divertirse «como el cerdo más feliz prendido a una teta», como él mismo decía, ¿por qué no podía disfrutar también yo? Lo verdaderamente irónico era que empezaba a sentirme leal a Sally. La paradoja del sexo es que siempre establece alguna especie de contrato con el amor; a pesar de todo, el amor y el sexo nunca dejarán de tener alguna relación. Si yo agregaba a mis juergas clandestinas con Sally toda la ira que me embargaba por estar con la mujer equivocada, y me sentía cada vez más separado de la única que podía adorar como una diosa, toda mi furia debía convivir con mi avidez sexual. La pérdida me había transformado en un desplazado en la tierra del amor.

De modo que el amor, aunque sólo fuera una pizca de él, se filtraba en mis sentimientos. Ya no despreciaba tanto a Sally, y sentía compasión por la terrible soledad de su vida en un país donde las únicas personas que la comprendían eran viejecitas maniáticas que jugaban al bridge, un amante joven, sombrío y muy indiferente, y un marido que la comprendía tan bien que no la entendía en absoluto. «¿Creerá que me hace sentir bien —se quejó una vez— cuando va por ahí diciendo: "Sally es una buena muchacha", como si yo fuera una cerda que ha ganado un premio en una feria ganadera? Hay momentos en que lo odio. Es tan desconsiderado...» Y se echó a llorar. La abracé, y por primera vez sentí una oleada de compasión hacia ella. Aunque en gran medida seguía despreciándola, existían límites respecto del tiempo que podía seguir reservando mis mejores sentimientos —ese cáliz interno de tierna compasión— para Kittredge Gardiner Montague cuando todo mi ser estaba dolorido por las magulladuras que me había infligido.

Además, me angustiaba demasiado pensar en ella. ¿Estaría loca? No había una noche en la que no me maldijera por no solicitar un permiso para viajar a los Estados Unidos. Sin embargo, era inútil. Harlot no dejaría de cumplir con su palabra. Por otra parte, podía estar en lo cierto. Quizá mi deber fuera sufrir y endurecerme.

No obstante, seguía sintiéndome un traidor cada vez que compartía con Sally nuestras sucias horas. Con ella, el sexo se hacía más atractivo a pesar mío. Después, yacía en sus brazos pensando si Kittredge se estaría recuperando o si yo, a diez mil kilómetros de distancia, no acababa de asestarle otro atronador golpe en la cabeza.

Sufrir y endurecerme, sí. Durante mayo y junio me sentí como un minero. Bien podría haber pasado el templado invierno montevideano en una mina de carbón. Estaba solo en Uruguay y no podía escribir cartas. De modo que, tal como Harlot había sugerido, me entregué al trabajo. Veía a Chevi Fuertes dos veces por semana, a AV/ALANCHA una vez; también a AV/ÍO i y 2 en el Control de Pasajeros y Pasaportes, que me quedaba de paso, y a AV/ELLANA, el periodista homosexual encargado de las noticias de sociedad, que también me había sido consignado cuando Gatsby se hizo cargo, junto con Porringer, de los antiguos contactos en los sindicatos. Y además, estaban los BOSQUEVERDE (que se pasaron el invierno fotografiando el tránsito de almas vivientes que trasponían la puerta de la Embajada soviética). Eran míos. Howard Hunt también me dio a Gordy Morewood, y tuve que hacer frente a sus inexorables requerimientos de dinero. Ciertas mañanas, todos los rostros me irritaban. Algunas veces, cuando Porringer, Kearns y Gatsby estaban juntos en el despacho grande, volvía a darme cuenta de cuan inexpresivos eran los rostros cotidianos.

Hunt se convirtió en mi amigo durante el invierno uruguayo, que fue el verano de 1957 en América del Norte. Dos meses después de hablar con Harlot en la Custodia a través de diez mil kilómetros, viajaba a Carrasco dos veces a la semana para comer con Dorothy y Howard. Si la alta estima que solía sentir por Harlot ahora estaba enterrada, como provisiones guardadas para el regreso de un largo viaje, el hábito del respeto, su sombra, por así decirlo, fueron transferidos a Hunt. Si bien tenía un genio desagradable, y podía resultar tan simpático como odioso al instante siguiente, aún era mi líder. Volvía a descubrir que, cuando todo lo demás fracasa, nuestra capacidad de amar se adhiere fácilmente a investiduras formales como la bandera y el despacho donde se trabaja.

En medio de todo esto, en una fría mañana común y corriente, siguiendo mi hábito de detenerme en el correo camino del trabajo, al meter la mano en el apartado de Correos encontré una carta de Kittredge. Me había escrito directamente, prescindiendo del correo diplomático.

El Establo

30 de junio de 1957

Querido Harry:

Obtuve esta dirección de tu madre. Creo que estará bien usar el correo normal. El objeto de esta carta es decirte que ya me encuentro bien. De hecho, en un sentido limitado, estoy floreciendo. Para mi modesta tristeza, ya no amamanto al bebé, que toma su biberón, pero, en líneas generales, las cosas marchan aceptablemente bien. Durante el día, tenemos una niñera-criada, y he vuelto al trabajo. En realidad, allí nadie sabe que estuve enferma. Haciendo gala de gran eficiencia, Hugh logró que nadie se enterara. Allen está informado, pero nadie más. Hugh explicó que «Kittredge y yo no hemos tenido vacaciones desde que nos casamos», y con eso bastó. Por supuesto, él seguía trabajando en la Custodia, y muy duro, mientras yo me dedicaba a clasificar mis locuras. No lo repitas, pero el verdadero problema no fuiste tú, ni el broche, ni el bebé, ni Hugh, a quienes empezaba a ver como demonios, sino que se debió a una imprudente experimentación con una droga horrenda, aunque excelente para alterar la conciencia, llamada LSD. Algunos de los nuestros están experimentando con ella desde hace cinco o seis años, con resultados fascinantes aunque no concluyentes, y yo fui lo bastante tonta para hacerlo sola e intentar relacionar el impacto del LSD con Alfa y Omega. No es necesario que te diga que Alfa y Omega se trenzaron en una contradanza infernal.

De modo que esta carta es para pedirte disculpas. Recuerdo lo suficiente de la gran zambullida para estar segura de que fue imperdonable. Quería decírtelo desde hace mucho, pero no me atrevía a hacerlo por correo diplomático. Hugh me ha prohibido que te escriba y, hasta cierto punto, sus razones tiene. Creo que yo estaba viviendo una especie de doble vida. Casta, pero doble, al fin y al cabo. Le he jurado a Hugh que no te escribiría sin decírselo antes a él. Por supuesto, crucé los dedos al hacer la promesa, de modo que esta carta va contra mi juramento. Pero, como ves, quería arriesgarme.

En realidad, te repito que es para decirte que me encuentro bien. En verdad, amo a Hugh más que nunca. En Maine fue fuerte y decidido, pero diligente. Me di cuenta de cuánto nos quiere al bebé y a mí, cosa que antes yo ignoraba. El manantial de su amor debe de venir de una fuente a miles de metros de profundidad. Creo que sin él podría haberme hundido en una mayor pérdida del sentido del tiempo y una imbecilidad frenética.

También quiero decirte que os echo de menos, a ti y a tus cartas. Soy paciente. Esperaré otros tres o cuatro meses para demostrarle a Hugh que mi constitución física no admite recaídas, en absoluto. Estoy de regreso, pero aún quiero demostrárselo, y en otoño —tu primavera— le diré que quiero volver a escribirte, y si él no lo permite, bien, ya veremos. Sé paciente.

Piensa en mí como tu prima, con quien te besas, con quien no puedes tener una relación sexual. ¡Viva!
Hélas
. Yo siempre te querré de una manera muy especial, pero debo confesarte que en este momento me agrada saber que estás lejos.

Amitiés
,

KITTREDGE

P. D. Hugh nunca vio ninguna de tus cartas. Le confesé que nos habíamos estado escribiendo, pero sólo como novios de escuela que no piensan hacer nada con su amor. Era todo cuanto podía tolerar, porque se había rendido ante la evidencia durante tus visitas. De modo que mi confesión confirmó su suspicacia. No me atreví a decirle cuán cándidos éramos en otras cuestiones. Jamás comprendería, ni lo perdonaría.

Volví a mentir cuando le dije que destruí las cartas la noche que tomé el LSD. ¿Sabes?, aun en medio de mi locura conservé la lucidez para mentir.

14

Aun cuando sólo éramos tres para cenar, conservábamos las formas. Hugh se sentaba en un extremo de la larga y elegante mesa, y Dorothy en el otro. Eran un par de esnobs, pero, a pesar de ello, la experiencia me enseñaba que ser aceptado por personas así no es muy diferente de recibir un premio; uno es bañado en aguas balsámicas. Como la visita de Howard al Establo permanecía aún viva en el recuerdo, yo resultaba mucho más atractivo, no sólo por mis antepasados, sino como alguien que frecuentaba a los Montague. Howard no entendía la imposibilidad de ciertos deseos sociales. Creo que una razón por la que lo estimaba era que con frecuencia me sentía superior a él.

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