El guardián de los arcanos (29 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

BOOK: El guardián de los arcanos
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—Y usted dice que no existen pruebas materiales. ¿No hay nada en la iglesia?

El sacerdote meneó la cabeza.

—Si Guillermo de Relincourt estuvo aquí, no dejó rastro alguno.

La joven levantó el bolígrafo y se rascó la ceja.

—¿Qué hay debajo de nosotros? —preguntó—. ¿Qué había cuando De Relincourt estuvo trabajando?

El sacerdote contempló el techo abovedado un momento, tamborileó con los dedos sobre su estómago, se levantó y, tras indicar a Laila que le siguiera, anadeó hasta la entrada de la rotonda, donde gozaban de una vista sin obstáculos del edículo y la puerta principal de la iglesia.

—Una visita turística rápida —dijo—. Sólo para ponerla en antecedentes.

Abrió los brazos como para abarcar el edificio que los rodeaba.

—En la época de la crucifixión, por lo que sabemos, toda esta zona se hallaba fuera de las murallas de la ciudad, que estaban a unos cien metros en dirección sur. —Indicó con un gesto de la cabeza esa dirección—. Según la Biblia y los primeros escritores cristianos, el Gólgota, el monte donde tuvo lugar la crucifixión, estaba allí... —Señaló la capilla elevada ante la que Laila había pasado al entrar—. Mientras que allí... —añadió apuntando con un dedo hacia el edículo— ...había una cantera abandonada en la que varios judíos ricos habían ordenado tallar su tumba. Fue en una de esas tumbas, la de José de Arimatea, donde se depositó el cuerpo de Nuestro Señor.

Los últimos turistas japoneses salieron del edículo y trotaron en dirección al Katholicon, sin que las cámaras dejaran de destellar.

—Durante cien años después de la crucifixión, esta zona fue un centro de peregrinación y oración para los primeros cristianos —continuó el padre—. En el año 135, no obstante, Adriano la arrasó y construyó un templo dedicado a los dioses Juno, Júpiter y Minerva. Duró doscientos años, hasta que Constantino el Grande, el primer emperador cristiano, derribó el templo de Adriano y construyó en su lugar una magnífica iglesia que acogía todos los lugares santos.

Señaló de nuevo la capilla elevada y el edículo.

—La iglesia de Constantino fue destruida a su vez durante la invasión persa del año 614. Fue reconstruida dos años después, derribada por un terremoto, vuelta a construir, derribada por el califa fatimí al-Hakim, reconstruida y vuelta a derribar varias veces más, hasta que los cruzados llegaron por fin y erigieron el edificio que vemos hoy, que fue terminado en 1149. Incluso éste sufrió grandes cambios en años posteriores. La cúpula de la rotonda, por ejemplo, y el edículo datan del siglo XIX.

Laila escribía a toda prisa en la libreta, intentando no perder ni una palabra.

—Lo que quiero decir —prosiguió el sacerdote, al tiempo que daba un pisotón en el suelo— es que debajo de nosotros yacen los restos de más de mil años de construcción y reconstrucción, hasta llegar al lecho de piedra original. ¿Quién sabe qué encontró De Relincourt cuando empezó a excavar? Judíos, romanos, primeros cristianos, bizantinos, persas, musulmanes... cualquiera de ellos podría haber enterrado algo aquí que Guillermo desenterró. Y antes estuvieron los cananeos, los jebuseos, los egipcios, los asirios, los babilonios y los griegos. Todos estuvieron en Jerusalén en un momento u otro. La verdad es que no sabemos qué había ahí abajo, o quién lo dejó. Para ser sincero, dudo que alguna vez lo sepamos. Lo cual es parte del atractivo de la historia, por supuesto.

Guardó silencio y jugueteó con un botón del hábito. Un par de monjes coptos pasaron corriendo, con sus distintivos gorros negros y cruces de madera tallada. Laila terminó de escribir y miró sus notas, intrigada y decepcionada al mismo tiempo.

—Es como intentar montar un rompecabezas del que faltan la mitad de las piezas y que ni siquiera se sabe qué dibujo forma —murmuró—. Y con los ojos vendados.

El padre Sergio sonrió.

—La historia es así. Un gigantesco rompecabezas.

A sus espaldas se oyó el tenue sonido de un bastón sobre la piedra, que se fue acercando hasta que un anciano pasó de largo, entró en la rotonda y caminó hacia el edículo. Tenía la espalda encorvada y la piel de la cara fofa y cubierta de manchas de la edad. Se detuvo ante el templete y, tras sacar una
yamulka
y un librito negro, empezó a rezar, apoyado con fuerza en el bastón, meciéndose y murmurando para sí.

—Ése es el hombre del que le he hablado —susurró el padre Sergio—. Viene cada día, puntual como un reloj. Convencido de que De Relincourt descubrió los Diez Mandamientos, el Arca de la Alianza o la espada del rey David, he olvidado qué. Algún objeto judío antiguo. Eso es lo que esa clase de historias provocan. Satisfacen alguna necesidad interior, alguna esperanza que no puede resolverse en el mundo real.

Contemplaron al hombre unos momentos, y después Laila pasó las páginas de su libreta.

—Benjamín de Tudela dice que De Relincourt «no aprobaba el trato dispensado a los judíos». ¿Qué significa eso?

El padre Sergio sonrió con tristeza y clavó la vista en la cúpula.

—Los cruzados trataron muy mal a los judíos —dijo con un suspiro—. Mataron a miles mientras atravesaban Europa. Decenas de miles. Cuando se apoderaron de Jerusalén, hacinaron a toda la población judía de la ciudad en la sinagoga principal y le prendieron fuego. Hombres, mujeres, niños. No quedó ni uno. —Meneó la cabeza—. Hicieron lo mismo con los musulmanes. Se decía que la sangre llegaba a la altura de los tobillos en las mezquitas. Cualquiera habría pensado que algo semejante, tamaño horror compartido... acercaría a ambas religiones. Pero ya ve lo que está pasando hoy... —Alzó una mano y se masajeó las sienes—. La Tierra Santa de Dios, y mucho dolor. Siempre mucho dolor.

Siguió masajeándose las sienes un momento, y luego bajó la mano y se volvió hacia Laila.

—Ya es hora de que empiece a preparar el oficio de mediodía.

—Por supuesto —dijo ella—. Gracias por concederme su tiempo.

—No estoy seguro de haber sido de ayuda.

—Me ha ayudado mucho —afirmó Laila.

Devolvió la libreta al bolso y se lo colgó al hombro.

—No deje de escribir —dijo el sacerdote—. Cambiará las cosas.

Ella sonrió, alzó una mano a modo de despedida y se dispuso a marchar.

—Un dato interesante para su artículo —añadió el hombre—. Por lo visto, Hitler estaba obsesionado con él. Con Guillermo de Relincourt. Ordenó a un equipo de estudiosos que investigaran la historia, para intentar averiguar qué había descubierto De Relincourt y adónde había ido a parar. Estaba convencido de que era una especie de arma secreta que podría utilizar contra los judíos. Al menos, eso afirman algunos relatos. Como ya le he dicho, De Relincourt atrae a toda clase de gente extraña. Le deseo lo mejor, señorita al-Madani.

Se despidió de ella con un gesto de la cabeza, enlazó las manos a la espalda y entró en el Katholicon.

35

Luxor

—¿Hola? ¿Hola? Sí, soy el inspector Yusuf Jalifa, de la policía egipcia. Creo que hablé con usted... Jalifa. No, Jalifa. Ja-li-fa. Exacto. Intento localizar a alguien que pueda ayudarme en un caso en el que estoy trabajando, relacionado con una persona de nacionalidad israelí. ¿Qué? No, un caso en el que estoy trabajando... ¿Habla inglés? ¿Qué?... Sí, de acuerdo, esperaré, gracias, gracias.

Jalifa se colocó el auricular del teléfono entre la cabeza y el hombro, sacó un cigarrillo de la cajetilla que tenía delante y chasqueó la lengua, decepcionado. Llevaba casi una hora intentando en vano localizar a alguien de la policía israelí que pudiera proporcionarle detalles sobre la vida de Hannah Schlegel, y le habían mandado de departamento en departamento, de despacho en despacho, de persona en persona, hasta terminar donde había empezado, en la sede central de la policía israelí en Jerusalén, con una mujer que, al parecer, apenas hablaba inglés, y mucho menos árabe. Tenía la sensación de que, por ser egipcio, no le tomaban tan en serio como si hubiera sido, digamos, norteamericano o europeo. Encendió el cigarrillo y exhaló una airada bocanada de humo mientras oía el silencio al otro lado de la línea.

—¿Hola? —dijo, pensando que la comunicación se había cortado—. ¿Hola?

La línea volvió a la vida.

—Le pido que espere —dijo la voz de la mujer, áspera, como si estuviera hablando con un niño díscolo—. Por favor.

La línea enmudeció de nuevo.

—Maldita sea —masculló Jalifa, mordisqueando el filtro del cigarrillo, la mandíbula tensa por la irritación—. Estoy intentando ayudaros, por el amor de Dios. ¡Estoy intentando ayudaros, mujer!

Dio otra calada y se reclinó en la silla. Contempló un cartel de la pirámide escalonada de Zóser en la pared opuesta, después desvió la vista hacia su escritorio, donde estaban alineados pulcramente los objetos que había traído de casa de Jansen: la curiosa diapositiva, el anuncio de la conferencia, el testamento y la pistola. Sólo faltaba el lingote de oro, que había confiado a un tal Mohammed Hasun, experto en lingotes del Banco de Egipto, el cual había prometido que intentaría averiguar más sobre el águila y la cruz gamada estampadas en su superficie.

De los restantes objetos, era el testamento de Jansen el que más información había proporcionado. Contenía instrucciones detalladas para la venta de las propiedades y posesiones del fallecido, así como la concesión de legados a diferentes personas y organizaciones, entre ellas el personal del Menna-Ra, el ama de llaves del difunto, la Sociedad Egipcia de Horticultura, el museo de Luxor y, algo incongruente, el Hospital de Animales Brooke para Caballos y Monos.

El mayor legado comprendía, por lo que Jalifa pudo vislumbrar, el grueso de las propiedades del fallecido, y sus herederos eran Antón e Inga Gratz, «por su apoyo a esas causas tan caras a nosotros». Carla Shaw, la directora del Menna-Ra, había mencionado a unos amigos de Jansen, uno de los cuales se llamaba Antón, y Jalifa suponía que debían de ser las mismas personas. Más interesante aún, el número 16 de la calle Urabi, la dirección de los Gratz que constaba en el testamento, se hallaba en el barrio de el-Maadi, en El Cairo. La cabina telefónica cuyo número figuraba con tanta frecuencia en la factura telefónica de Jansen estaba también en ese barrio y, después de buscar su situación exacta con la ayuda de Egypt Telecom, Jalifa había descubierto que se encontraba justo enfrente del bloque de apartamentos en el que residían los señores Gratz, lo cual inducía a pensar que eran las personas con las que Jansen había hablado tan a menudo. Investigaciones posteriores habían revelado que los Gratz no tenían teléfono particular (por eso debían utilizar la cabina), de manera que Jalifa se había puesto en contacto con los vecinos de su rellano para pedirles que pasaran una nota por debajo de la puerta de los Gratz solicitando que se pusieran en contacto de inmediato con la policía de Luxor. Hasta el momento no había obtenido respuesta.

De los demás objetos, la pistola había sido identificada por el señor Salah, el experto en balística de la comisaría, como una Walter P38 de 9 mm semiautomática, un arma poco utilizada en la actualidad, aunque Salah afirmaba que estaba muy buscada entre los coleccionistas de armas de fuego, pues la Walter P38 había sido el arma oficial de los militares alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Su propietario la había mantenido limpia, engrasada y en perfecto estado de funcionamiento, con su cargador de ocho balas lleno. Al igual que con tantos otros aspectos del mundo de Jansen, la información había suscitado más preguntas que respuestas.

No había habido tiempo para descubrir nada acerca de los dos últimos objetos: la hoja volante donde se anunciaba la conferencia y la diapositiva. Jalifa levantó esta última a la luz y dio una calada al cigarrillo, con el teléfono todavía sujeto en la mano izquierda. La imagen de la puerta de la tumba al pie de una muralla de roca vertical no le decía nada y, después de contemplarla un momento, mientras se preguntaba cuál podía ser su importancia, la dejó de nuevo sobre el escritorio y cogió la hoja volante. La leyó con parsimonia, sorprendido como la primera vez por la incongruencia de que alguien con la cultura de Jansen se mezclara con un fundamentalista fanático como el
shayj
Omar Abd al-Karim. Estaba garabateando una nota para recordar que debía pasarse por la reunión que, según la hoja volante, se celebraría al día siguiente cuando la línea resucitó de nuevo.

—¿Hablar usted con embajada israelí en El Cairo?

—Fue en la embajada israelí en El Cairo donde me dieron su número —contestó Jalifa, al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero y procuraba mantener la calma.

La mujer puso la llamada en espera de nuevo, esta vez sólo quince segundos, al cabo de los cuales le preguntó si tenía la última dirección conocida de la víctima, o aun mejor «el lugar donde vivía antes de su muerte», lo que Jalifa supuso significaba lo mismo. Cogió el expediente de la señora Schlegel y pasó las páginas.

—Calle Ohr Ha-Chaim, número cuarenta y seis —leyó, luchando con las palabras desconocidas—. Cuarto piso. —Hubo de repetirlo dos veces hasta que la mujer reconoció las señas.

—Ohr Ha-Chaim —dijo ella—. Es Ciudad Vieja. Ha de hablar con comisaría de policía David.

Le dio un número de teléfono.

—¿Con quién debo ponerme en contacto?

—Hable con departamento de investigación. Ellos le ayudan.

—Si es posible, me gustaría saber un nombre —insistió Jalifa, consciente de que si no era muy posible que cualquier secretaria lo despachara sin más—. Alguien con quien pueda hablar directamente. Quien sea. Por favor.

La mujer exhaló un suspiro de irritación, sin hacer el menor esfuerzo por disimular que le consideraba un pelmazo, y le hizo esperar por tercera vez, hasta que al final leyó un nombre que Jalifa anotó en una libreta.

—¿Es un detective? —preguntó.

—Este detective —contestó la mujer, cortante, y colgó.

Tras dejar el auricular en su sitio, Jalifa encendió otro cigarrillo, mascullando entre dientes, confirmadas sus peores sospechas sobre los israelíes. Dio un par de caladas profundas, descolgó el teléfono de nuevo y marcó el número que le había dado la mujer. El timbre sonó siete veces, hasta que alguien contestó.

—Buenas tardes —dijo—. Soy el inspector Yusuf Jalifa, de la policía nacional egipcia. ¿Podría hablar con...?

Miró la libreta.

—El detective Ar-ee-y Ben-Ro-eye.

36

Jerusalén

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