Read El hombre de la pistola de oro Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

El hombre de la pistola de oro (3 page)

BOOK: El hombre de la pistola de oro
4.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—M desea ver a 007 de inmediato.

Ella mintió, a la desesperada:

—¿Sabe usted que M tiene una reunión de jefes de Estado Mayor en el despacho del Gabinete de Control dentro de cinco minutos?

—Sí. Ha dicho que le excuse usted de la forma que sea.

El jefe de Estado Mayor se volvió hacia James Bond.

—Muy bien, James, adelante. Lamento que te sea imposible que almorcemos juntos. Ven y charlaremos un poco después de que M haya acabado contigo.

—Eso estará bien —contestó Bond. Se cuadró de hombros y entró por la puerta sobre la que aún brillaba la luz roja.

La señorita Moneypenny enterró el rostro entre las manos.

—¡Oh, Bill! —exclamó con desánimo—. Algo no marcha bien en él. Estoy asustada.

—Calma, Penny. Haré todo lo que pueda —la tranquilizó Bill Tanner.

Entró rápidamente en su despacho y cerró la puerta. Luego se dirigió a su mesa y encendió un interruptor. La voz de M llenó la sala:

—Hola, James. Es magnífico tenerle de vuelta. Tome asiento y cuéntemelo todo.

Bill Tanner cogió el teléfono del despacho y pidió que le pusieran con el jefe de Seguridad.

James ocupó su lugar habitual enfrente de M, al otro lado de la mesa. Una tormenta de recuerdos pasó vertiginosa por su mente, como una película mal montada y proyectada con desorden. Bond cerró su mente a esa tormenta. Debía concentrarse en lo que debía decir y hacer; en nada más.

—Me temo que aún hay mucho que no puedo recordar, señor. Sufrí un golpe en la cabeza —dijo, tocándose la sien derecha— en algún momento a lo largo de aquella misión que usted me envió a realizar en Japón. Después de eso sólo hay una laguna, hasta que fui capturado por la policía, en el litoral en Vladivostok. No tengo ni idea de cómo llegué hasta allí. Me dieron una pequeña paliza y en el transcurso de la misma debí recibir otro golpe en la cabeza, porque de pronto recordé quién era, no un pescador japonés, como yo creía. Luego, como es lógico, la policía me trasladó a la rama local de la KGB, que, por cierto, es un enorme edificio gris en el Morskaya Ulitsa, frente al puerto, cerca de la estación de ferrocarril. Cuando enviaron mis huellas a Moscú se desató mucha agitación, y me trasladaron en avión desde el aeródromo militar que hay al norte de la ciudad, en Vtoraya Rechka. Pasaron semanas, en Moscú, interrogándome, o mejor intentándolo, porque no recordaba nada hasta que me ayudaron con algo de lo que ellos mismos sabían. Entonces pude darles unos cuantos detalles confusos que añadir a sus conocimientos. Fue todo muy frustrante para ellos.

—Mucho —comentó M. Un ligero fruncimiento había aparecido entre sus ojos—. Y ¿les dijo todo lo que pudo? ¿No fue eso bastante, digamos…, hum…, generoso por su parte?

—Fueron muy amables conmigo en todos los sentidos, señor. Eso parecía lo mínimo que yo podía hacer. Estaba ese Instituto en Leningrado, donde me dieron tratamiento de VIP, con las máximas personalidades especialistas en el cerebro, y todo lo demás, pendientes de mí. No parecían tener en cuenta el hecho de que yo hubiera estado trabajando contra ellos la mayor parte de mi vida. Vinieron otras personas y me hablaron, muy razonablemente, de la situación política, etcétera. La necesidad, tanto para los países del Este como para los países occidentales, de trabajar juntos por la paz mundial. Me aclararon un montón de cosas que no se me habían ocurrido nunca antes. Me convencieron en bastante medida.

Bond miraba con obstinación a través de la mesa a los ojos azul claro de hombre de mar, que ahora empezaban a inyectarse de un brillo rojizo de furia. Y continuó hablando.

—Supongo que usted no comprende lo que quiero decir, señor. Usted ha estado haciendo la guerra contra los unos o los otros toda su vida. Lo está haciendo en este mismo momento. Y durante la mayor parte de mi vida adulta, usted me ha utilizado como su herramienta. Afortunadamente, todo eso ya ha terminado.

M le contestó con ira:

—Desde luego, así es. Supongo que entre las otras cosas que ha olvidado, se encuentra la lectura de los informes de nuestros prisioneros de guerra en Corea, que sufrieron lavados de cerebro por parte de los chinos. Si los rusos están tan a favor de la paz, ¿para qué necesitan a la KGB? Según las últimas estimaciones, hay alrededor de cien mil hombres y mujeres «haciendo la guerra», como usted lo llama, contra nosotros y contra otros países. ¡Esa es la organización que se mostró tan encantadora con usted en Leningrado! ¿Por casualidad no le mencionaron los asesinatos de Horcher y Stutz en Munich el mes pasado?

—Oh, sí, señor. —La voz de Bond sonaba tranquila, afable.— Tienen que defenderse contra los servicios secretos de Occidente. Si usted desmantelara todo esto —añadió Bond, haciendo un gesto con una mano—, ellos estarían encantados de renunciar a la KGB. Fueron bastante francos en todo esto.

—Y lo mismo afecta a sus doscientas divisiones, y a su flota de submarinos, y a sus misiles balísticos intercontinentales, supongo —repuso M con voz áspera.

—Claro, señor.

—Bien, si encuentra que esas personas son tan razonables y encantadoras, ¿por qué no permaneció allí? Otros lo han hecho antes. Burgess está muerto, pero podría haberse hecho amigo de Maclean.

—Consideramos que sería más interesante regresar y luchar por la paz desde aquí, señor. Usted y sus agentes me han enseñado determinadas técnicas muy eficaces en la guerra sucia. Ellos me explicaron lo útiles que resultarían esas habilidades en la causa por la paz.

La mano de James Bond se movió con calma hacia el bolsillo derecho de su americana. M, con igual tranquilidad, separó su asiento de la mesa y su mano izquierda buscó el botón situado debajo del brazo de la butaca.

—¿Por ejemplo? —preguntó M con frialdad.

Sabía que la muerte había entrado en la habitación, que se encontraba delante de él, y que esa pregunta era una invitación para que ocupara su lugar en la butaca.

James Bond se puso tenso. Había cierta palidez alrededor de los labios. Sus inexpresivos ojos azul grisáceo seguían mirando a M, casi sin verle. Las palabras sonaron con aspereza, como si alguna fuerza interior las impulsara.

—Sería un punto de partida que los traficantes de canallas fueran eliminados, señor. Esto es para el Número Uno de la lista.

Sacó su mano del bolsillo, que destelló achatada con el metal negro que sostenía; pero en el mismo momento en que el veneno siseó avanzando por el tambor de su pistola de culata abultada, de una hendidura disimulada en el techo cayó la gran pantalla de cristal blindado que, con un último susurro hidráulico, frenó en el suelo. El viscoso chorro marrón se estrelló inofensivo en el centro del vidrio y goteó hacia el suelo, distorsionando la imagen de M a través del cristal, su rostro y el brazo que había levantado automáticamente como protección adicional.

El jefe de Estado Mayor irrumpió en el despacho, seguido por el jefe de Seguridad, y ambos se lanzaron sobre James Bond. En el mismo instante en que lo agarraban por los brazos, la cabeza le cayó sobre el pecho y, si no lo hubiesen sujetado, se habría derrumbado. Lo pusieron en pie. Tenía una pérdida total de conocimiento. El jefe de Seguridad olisqueó.

—¡Cianuro! —exclamó con rudeza—. ¡Hemos de salir todos de aquí! ¡Y rápido, maldita sea!

La urgencia hacía que se esfumaran las buenas maneras propias del Cuartel General.

La pistola descansaba sobre la alfombra, allí donde había caído. Le dio una patada.

—Señor —dijo a M, que había salido de detrás del cristal—, ¿le importaría abandonar el despacho? Deprisa. Haré que limpien esto durante el almuerzo.

Era una orden. M se encaminó a la puerta abierta. La señorita Moneypenny, de pie en el umbral con su mano apretada contra la boca, contemplaba con horror como el cuerpo en decúbito supino de James Bond era transportado a rastras al interior del despacho del jefe de Estado Mayor. Las suelas de sus zapatos habían dejado las huellas de todo su peso en la alfombra.

—Cierre esa puerta, señorita Moneypenny —le ordenó M con severidad—. Haga que el oficial médico de guardia suba enseguida. ¡Vamos, jovencita! ¡No se quede ahí papando moscas! Y ni una palabra de esto a nadie. ¿Entendido?

La señorita Moneypenny se rehízo desde el borde mismo de la histeria. Respondió con un «Sí, señor» automático, cerró la puerta y luego descolgó el teléfono interior.

M cruzó la sala en dirección al despacho del jefe de Estado Mayor. Entró y cerró la puerta. El jefe de Seguridad, de rodillas junto a Bond, le había aflojado la corbata y el botón del cuello y le tomaba el pulso. El rostro de Bond estaba blanco como el papel y bañado en sudor. Su respiración era un estertor desesperado, como si acabase de disputar una carrera. M miró brevemente a Bond y luego, dando la espalda a los demás, a la pared del fondo. Después se volvió hacia el jefe de Estado Mayor.

—Bien, esto es lo que hay —dijo con tono enérgico—. Mi predecesor murió en esa silla. Entonces fue una simple bala, pero le llegó de la misma clase de oficial loco. Aunque no se puede legislar contra los lunáticos, la Oficina de Trabajos ha hecho desde luego una buena labor con ese aparato. Ahora bien, jefe de Estado Mayor, esto, por supuesto, no se llevará más lejos. Hable con sir James Molony tan pronto como pueda y haga que trasladen a 007 a The Park, en ambulancia y con guardia de paisano. Explicaré el asunto a sir James esta tarde. Resumiendo, como usted ha escuchado, la KGB lo ha retenido y le ha lavado el cerebro. Ya era un hombre enfermo antes de eso, con amnesia de algún tipo. Le comunicaré todo lo que sepa de aquí en adelante. Haga que recojan sus cosas del Ritz y que paguen su cuenta. Y emita algo de este estilo para la prensa: «El Ministerio de Defensa se complace…». No, diga: «está encantado de anunciar que el comandante James Bond, etc., que había sido dado por muerto durante una misión en Japón el pasado noviembre, ha regresado a nuestro país tras un viaje arriesgado a través de la Unión Soviética que, esperamos, deparará valiosa información. La salud del comandante Bond se ha resentido inevitablemente con sus experiencias y se encuentra convaleciente bajo supervisión médica».

La sonrisa de M era glacial.

—Esas palabras sobre la información no van a dar alegría alguna al camarada Semichastny y sus tropas. Y añada una nota D a los editores: «Se ruega encarecidamente, por motivos de seguridad, que se añada el mínimo de especulación o de comentarios al anterior comunicado y que no se lleven a cabo intentos por localizar el paradero del comandante Bond». ¿Entendido?

Bill Tanner, que había estado escribiendo a toda velocidad para seguir el ritmo al que le dictaba M, levantó la cabeza de su cuaderno de notas y lo miró perplejo.

—Pero ¿no va a poner cargos, señor? Después de todo…, traición e intento de asesinato… Quiero decir, ¿ni siquiera un juicio militar?

—Por supuesto que no. —La voz de M sonó brusca.— 007 es un hombre enfermo y no es responsable de sus actos. Si alguien puede lavar el cerebro de un hombre, se supone que alguien será capaz de deshacer lo hecho. Y ese alguien es sir James. Por ahora póngale de nuevo con la mitad de la paga y en su anterior Sección. Y haga lo necesario para que reciba la totalidad del salario y las dietas correspondientes al pasado año. Si la KGB tiene la sangre fría de enviar contra mí a mi mejor hombre, yo tengo valor para devolvérselo. 007 era un buen agente y no hay razón alguna por la que no lo sea de nuevo. Dentro de unos límites, claro está. Después del almuerzo, déme el expediente de Scaramanga. Si logramos que vuelva a estar en forma, éste es un objetivo hecho a la medida de 007.

—Pero ¡eso es un suicidio, señor! —protestó el jefe de Estado Mayor—. Ni siquiera 007 pudo pillarle jamás.

—¿Qué le caería a 007 por el trabajito de esta mañana? —preguntó M con frialdad—. ¿Veinte años? Como poco, diría yo. Es mejor que muera en el campo de batalla. Pero si lo consigue, se habrá distinguido de nuevo y todos olvidaremos el pasado. Sea como sea, ésta es mi decisión.

En ese momento llamaron a la puerta y entró en el despacho el oficial médico de guardia. M le dio las buenas tardes y, con rigidez, se volvió y salió del despacho.

El jefe de Estado Mayor observó aquella figura que se alejaba.

—¡Hijo de puta insensible! —exclamó en voz baja.

Luego, con su habitual minuciosidad y sentido del deber, se puso manos a la obra en las tareas que le habían sido encomendadas. ¡No le incumbía a él averiguar los porqués!

Capítulo 3
Scaramanga «El Pistolas»

En Blades, como era habitual en él, M tomó un almuerzo frugal, consistente en lenguado de Dover a la plancha seguido del más selecto sorbo que podía degustar en el club, un Stilton. Y, como era también habitual, se sentó solo en uno de los sillones junto a la ventana y se atrincheró tras
The Times
, pasando de vez en cuando una hoja para demostrar que estaba leyendo, lo que, en verdad, no hacía. Sin embargo, Porterfield comentó a la camarera jefa Lily, que constituía un adorno atractivo y muy estimado del club, que «algo no marchaba con el caballero aquel día, o quizás no se trataba de que algo no funcionara bien, sino que pasaba algo malo». Porterfield se enorgullecía de ser un poco psicólogo. Como maítre, y padre confesor de muchos de los miembros del club, conocía multitud de asuntos acerca de todos ellos y le gustaba pensar que en realidad lo sabía todo, de manera que, con la tradicional formación de los más incomparables sirvientes, se anticipaba a los deseos y los estados de ánimo de sus clientes. Ahora, compartiendo junto a Lily un momento de tranquilidad detrás del mejor buffet frío que se servía en ningún lugar del mundo por esas fechas, le explicó:

—¿Sabes ese brebaje que siempre bebe sir Miles? ¿Ese vino tinto argelino que ni siquiera el comité de enólogos admitiría en la lista… y que el club lo tiene sólo para complacer a sir Miles? Pues bien, en una ocasión me explicó que en la Marina solían llamarlo «el Enfurecedor», porque si bebes demasiado, parece que tiende a encolerizarte. En estos diez años, durante los cuales he tenido el placer de atender a sir Miles, nunca ha pedido más de media jarra.

El semblante benigno, casi sacerdotal de Porterfield se transformó en una expresión de teatral solemnidad, como si hubiese leído algo realmente horrible en los posos del té.

—Pero, por el contrario, ¿qué ha sucedido hoy?

Lily cruzó las manos con nerviosismo e inclinó su cabeza un poco más hacia él para captar la noticia con todo el impacto.

BOOK: El hombre de la pistola de oro
4.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

X Marks the Spot by Tony Abbott
Wilder Boys by Brandon Wallace
03. War of the Maelstrom by Jack L. Chalker
Curtis by Nicole Edwards
Who Loves Her? by Taylor Storm