El hombre que calculaba (12 page)

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Y seguidamente el generoso soberano deliberó acerca de si entregaría al Calculador un manto de honor o cien cequíes de oro.

“Dios habla al mundo por mano de los generosos”.

A todos causó gran alegría el acto de magnanimidad del soberano de Bagdad. Los cortesanos que permanecían en el salón eran amigos del visir Maluf y del poeta Iezid. Oyeron pues con simpatía las palabras del hombre que Calculaba.

Beremiz, después de agradecer al soberano los presentes con que acababa de distinguirle, se retiró del salón. El Califa iba a iniciar el estudio y juicio de diversos casos, a oír a los honrados cadíes y a emitir sus sabias sentencias.

Salimos del palacio al anochecer. Iba a empezar el mes de
Cha—band
.

CAPITULO XVII

En el cual el Hombre que calculaba recibe innumerables consultas. Creencias y supersticiones. Unidad y figura. El cuentista y el calculista. El caso de las 90 manzanas. La Ciencia y la Caridad.

A partir del célebre día en que estuvimos, por primera vez, en la Sala de Audiencias del Califa, nuestra vida sufrió profundas modificaciones. La fama de Beremís aumentó considerablemente. En la modesta fonda en que vivíamos, los visitantes y conocidos no perdían oportunidad de lisonjearlo con repetidas demostraciones de simpatía y respetuosos saludos.

Todos los días veíase obligado el calculista a atender decenas de consultas. Una vez era un cobrador de impuestos que necesitaba conocer el número de ratls impuestos en un abás y la relación entre esa unidad y el cate; aparecía, en seguida, un hequim ansioso por oír a Beremís una explicación sobre la cura de ciertas fiebres por medio de siete nudos hechos en una cuerda; más de una vez el calculista fue llamado por los camelleros que querían saber cuántas veces debía un hombre saltar una hoguera para librarse del Demonio. Aparecían a veces, al caer de la noche, soldados turcos, de aviesa mirada, que deseaban aprender medios seguros para ganar en el juego de los dados. Tropecé, muchas veces, con mujeres –ocultas por espesos velos- que venían, tímidas, a consultar al matemático sobre los números que debían tatuarse en el antebrazo izquierdo para tener buena suerte, alegría y riqueza.

A todos atendía Beremís Samir con paciencia y bondad. Aclaraba las dudas a algunos, daba consejos a otros. Procuraba destruir las creencias y supersticiones de los mediocres e ignorantes, mostrándoles que ninguna relación puede existir., por la voluntad de Alah, entre los números y las alegrías o tristezas del corazón.

Y procedía así, guiado por elevado sentimiento de altruismo, sin perseguir lucro ni recompensas. Rechazaba sistemáticamente el dinero que le ofrecían, y cuando algún rico sheik, a quien enseñara, insistía en pagar la consulta, Beremís recibía la bolsa llena de denarios, agradecía la limosna y mandaba distribuirla íntegramente entre los pobres del barrio.

Cierta vez un mercader, llamado Aziz Neman, trayendo un papel lleno de números y cuentas, vino a quejarse de un socio, a quien llamaba miserable ladrón, chacal inmundo y otros epítetos no menos insultantes. Beremís procuró calmar el ánimo exaltado del comerciante, llamándolo al camino de la humildad.

- Cuídate –aconsejó- de los juicios hechos en un momento de arrebato, porque estos desfiguran muchas veces la verdad. Aquel que mira a través de un vidrio de color, ve todas las cosas del color de ese vidrio; si el vidrio es rojo, todo le parecerá rojizo; si es amarillo, todo se le presentará amarillento. El apasionamiento es para nosotros, lo que el color del vidrio para los ojos. Si alguien nos agrada, todo lo aplaudimos y disculpamos; si, por el contrario, nos molesta, todo lo condenamos o interpretamos de modo desfavorable.

En seguida examinó con paciencia las cuentas, y descubrió en ellas varios errores que desvirtuaban los resultados. Aziz se convenció de que había sido injusto con el socio, y quedó tan encantado con la manera inteligente y conciliadora de Beremís, que nos convidó aquella noche a efectuar un paseo por la ciudad.

Nos llevó nuestro cumplido compañero hasta el café Bazarique, situado en el extremo de la plaza de Otman.

Un famoso cuentista, en el medio de la sala llena de espeso humo, mantenía la atención de un numeroso grupo de oyentes.

Tuvimos la suerte de llegar en el preciso momento en el que el sheik El-Medah, habiendo terminado la acostumbrada oración inaugural, empezaba la narración. Era un hombre de más o menos cincuenta y seis años, moreno, de oscurísima barba y de ojos centellantes; usaba, como casi todos los cuentistas de Bagdad, un amplísimo paño blanco, ceñido en torno a su cabeza con una cuerda de pelo de camello, que le daba la majestad de un sacerdote antiguo. Hablaba en voz alta y enérgica erguido en medio del círculo de oyentes, acompañado por dos sumisos ejecutantes de laúd y tambor. Narraba, con entusiasmo, una historia de amor, intercalada con las vicisitudes de la vida de un sultán. Los oyentes, atentos, no perdían una sola palabra. El gesto del sheik era tan arrebatado, su voz tan expresiva y su rostro tan elocuente, que a veces daba la impresión de que vivía las aventuras que creaba su fantasía. Hablaba de un largo viaje; imitaba el paso del caballo cansado, y señalaba hacia grandes horizontes más allá del desierto. A veces fingía ser un beduino sediento procurando hallar a su alrededor una gota de agua; otras dejaba caer la cabeza y los brazos como un hombre postrado.

Árabes, armenios, egipcios, persas y nómades de Hedjaz, inmóviles, sin respirar, observaban atentos las expresiones del rostro del orador. En aquel momento, dejaban traslucir, con el alma en los ojos, toda la ingenuidad y frescura de sentimientos que ocultaban bajo una apariencia de salvaje dureza. El cuentista se movía para la derecha y para la izquierda, se cubría el rostro con las manos levantaba los brazos al cielo, y, a medida que aumentaba su entusiasmo y levantaba la voz, los músicos batían y tocaban con más fuerza. La narración entusiasmó a los beduinos; al terminar, los aplausos ensordecían.

El mercader Aziz Neman, que parecía muy popular en aquella barullenta reunión, se adelantó hacia el centro de la rueda y comunicó al sheik, en tono solemne y decidido:

- ¡Hállase presente el hermano de los árabes, el célebre Beremís Samir, el calculista persa, secretario del visir Maluf!

Centenares de ojos convergieron en Beremís, cuya presencia era un honor para los parroquianos del café.

El cuentista, después de dirigir un respetuoso zalam al Hombre que calculaba, dijo con bien timbrada voz:

- Mis amigos: he contado muchas historias de reyes, genios y magos. En homenaje al brillante calculista que acaba de entrar, voy a contar una historia que envuelve un problema cuya solución, hasta ahora, no fue descubierta.

- ¡Muy bien! ¡Muy bien! –exclamaron los oyentes.

El sheik evocó el nombre de Alah (¡con él en la oración y en la gloria!), y en seguida contó esta historia:

- Vivía una vez en Damasco un buen y trabajador aldeano que tenía tres hijas. Un día, conversando con un cadí, declaró el campesino que sus hijas estaban dotadas de gran inteligencia y de raro poder imaginativo.

El cadí, envidioso, irritose al oír elogiar al rústico el talento de las jóvenes, y dijo:

- Ya es la quinta vez que oigo de tu boca elogios exagerados que exaltan la sabiduría de tus hijas. Voy a probar si ellas son, como afirmas, tan ingeniosas y perspicaces.

Mandó el cadí llamar a las muchachas y les dijo:

- Aquí hay 90 manzanas que ustedes deberán vender en el mercado. Fátima, que es la mayor, llevará 50; Cunda llevará 30, y la pequeña Siha venderá las 10 restantes.

Si Fátima vende las manzanas a 7 por un denario, las otras deberán hacerlo por el mismo precio, esto es, a 7 por un denario; si Fátima fija como precio para la venta, tres denarios cada una, ese será el precio por el cual Cunda y Siha deberán vender las que llevan. El negocio debe hacerse de suerte que las tres saquen, con la venta de las respectivas manzanas, la misma cantidad.

- ¿Y no puedo deshacerme de algunas manzanas?, preguntó Fátima.

- De ningún modo –objetó, rápidamente, el impertinente cadí-. La condición, repito, es esa: Fátima debe vender 50, Cunda 30 y Siha sólo podrá vender las 10 que le tocan. Y por el precio que venda Fátima venderán las otras. Hagan las ventas de modo que al final los beneficios sean iguales.

Aquel problema, así planteado, resultaba absurdo y disparatado. ¿Cómo resolverlo? Las manzanas, según la condición impuesta por el cadí, debían ser vendidas por el mismo precio. En esas condiciones, era evidente que la venta de las 50 manzanas debía producir mayor beneficio que la venta de las 30 ó de las 10 restantes.

Como las jóvenes no atinaran con la forma de resolver el problema, fueron a consultar el caso con un imman[3] que vivía en la cercanía.

El imman, después de llenar varias hojas de números, fórmulas y ecuaciones, concluyó:

- Pequeñas: ese problema es de una simplicidad evidente. Vendan las 90 manzanas como el viejo cadí ordenó y llegarán sin error al resultado que él mismo determinó.

La indicación dada por el imman aclaraba el intrincado enigma de las 90 manzanas propuesto por el cadí.

Las jóvenes fueron al mercado y vendieron todas las manzanas: Fátima vendió las 50 que le correspondían, Cunda las 30 y Siha las 10 que llevara. El precio fue siempre el mismo para las tres, y el beneficio también. Aquí termina la historia. Toca ahora a nuestro calculista determinar cómo fue resuelto el problema.

No bien terminó el narrador de hablar, Beremís se encaminó al centro del círculo formado por los curiosos oyentes, y dijo así:

- No deja de ser interesante ese problema, presentado bajo forma de una historia. He oído muchas veces lo contrario; simples historias, disfrazadas de verdaderos problemas de Lógica o de Matemática. La solución para el enigma con que el malicioso cadí de Damasco quiso atormentar a las jóvenes campesinas, es la siguiente:

Fátima inició la venta fijando el precio de 7 manzanas en un denario. Vendió de ese modo, 49, y se quedó con 1, sacando en esa primera venta 7 denarios. Cunda, obligada a vender las 30 manzanas por el mismo precio, vendió 28 por 4 denarios, quedando con 2 de resto. Siha, que tenía una decena, vendió 7 por un denario y se quedó con 3 de resto.

Tenemos así, como primera faz del problema:

Fátima vendió 49 y se quedó con 1

Cunda vendió 28 y se quedó con 2

Siha vendió 7 y se quedó con 3

A continuación decidió Fátima vender la manzana que le quedaba en 3 denarios. Cunda, según la condición impuesta por el cadí, vendió las 2 manzanas en 3 denarios cada una, obteniendo 6 denarios, y Siha vendió las 3 suyas del resto por 9 denarios, esto es, también a 3 denarios cada una:

Terminado el negocio, como es fácil verificar, cada una de las jóvenes obtuvo 10 denarios, resolviendo así el problema del cadí. Quiera Alah que los perversos sean castigados y los buenos recompensados.

El sheik El-Medah, encantado con la solución presentada por Beremís, exclamó, levantando los brazos:

- ¡Por la segunda sombra de Mahoma! Este joven calculista es realmente un genio. Es el primer ulema que descubre, sin hacer cuentas complicadas, la solución exacta y perfecta para el problema del cadí.

La multitud que llenaba el café de Otman, sugestionada por los elogios del sheik, vitoreó:

- ¡Bravo, bravo! ¡Alah ilumine al joven ulema!

Era muy posible que muchos hombres no hubieran entendido la explicación de Beremís. No obstante esa pequeña restricción, los aplausos eran generales y vibrantes.

Beremís, después de imponer silencio a la barullenta concurrencia, les dijo con vehemencia:

- Amigos míos: me veo obligado a confesar que no merezco el honroso título de ulema. Loco es aquel que se considera sabio cuando sólo mide la extensión de su ignorancia. ¿Qué puede valer la ciencia de los hombres delante de la ciencia de Dios?

Y antes de que ninguno de los presentes lo interrogase, narró lo siguiente:

- Hallábase cierta vez, en presencia de Masudí[4] , el gran historiador musulmán, el alquimista Aidemir ben-Alí, quien se vanagloriaba de poseer todos los secretos científicos que le hacían dueño de la tierra. Ante tan descabellada presunción, Masudí observó:

- Aidemir ben-Alí habla como habló otrora la hormiga que descubriera la gran montaña de azúcar. Y, a fin de curar, de una vez para siempre, la vanidad sin límite del alquimista, el gran historiador así le contó: Érase una vez una hormiguita que, vagando por el mundo, encontró una gran montaña de azúcar. Muy contenta con su descubrimiento, sacó de la montaña un grano y lo llevó a su hormiguero. –¿Qué es eso?, preguntaron sus compañeras. –Esto es una montaña de azúcar, replicó orgullosa. La encontré en mi camino y resolví traerla para aquí. –Masudí, con maliciosa ironía, concluyó así: -El sabio orgulloso es como la hormiga. ¡Trae una pequeña migaja, y casi cree llevar el propio Himalaya! La ciencia es una gran montaña de azúcar; de esa montaña sólo conseguimos retirar insignificantes trocitos.

Un barquero de hinchadas mejillas, que se hallaba en la rueda, preguntó a Beremís:

- ¿Cuál es la ciencia de Dios?

- ¡La ciencia de Dios es la Caridad!

En ese momento me acordé de la admirable poesía que oyera a Telassim, en los jardines del sheik Iezid, cuando los pájaros fueron puestos en libertad:

Si yo hablase las lenguas de los hombres

y de los ángeles

y no tuviese caridad,

sería como el metal que suena,

o como la campana que tañe,

¡Nada sería!...

¡Nada sería!...

Hacia la media noche, cuando dejamos el café Bazarique, varios hombres, para testimoniarnos la consideración que nos dispensaban, vinieron a ofrecernos sus pesadas linternas, pues la noche era oscura y las calles eran tortuosas y estaban desiertas.

CAPITULO XVII

Que trata de nuestra vuelta al palacio del jeque Iezid. Una reunión de poetas y letrados. El homenaje al maharajá de Lahore. La Matemática en la India. La hermosa leyenda sobre “la perla de Lilavati”. Los grandes tratados que los hindúes escribieron sobre las Matemáticas.

Al día siguiente, a primera hora de la
sob
, llegó un egipcio con una carta del poeta Iezid a nuestra modesta hostería.

—Aún es muy temprano para la clase, advirtió tranquilo Beremiz. Temo que mi paciente alumna no esté preparada.

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