Read El hombre que calculaba Online
Authors: Malba Tahan
¡Eureka! ¡Eureka!
Que quiere decir: ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado!
Mientras estábamos conversando así, llegó a visitarnos el capitán Hassan Manrique, jefe de la guardia del Sultán. Era un hombre corpulento, muy expedito y servicial. Había oído hablar del caso de los treinta y cinco camellos y desde entonces no cesaba de exaltar el talento del Hombre que Calculaba. Todos los viernes, después de pasar por la mezquita, iba a visitarnos.
-Nunca imaginé, declaró después de expresar su profunda admiración, que la Matemática fuera tan prodigiosa. La solución del problema de los camellos me dejó encantado.
Al ver el entusiasmo del turco, le llevé hasta el mirador de la sala que daba a la calle, mientras Beremiz buscaba nueva solución al problema de Diofanto, y le hablé del peligro que corríamos bajo la amenaza del odioso Tara-Tir.
-Allí está, indiqué, junto a la fuente. Los que lo acompañan son peligrosos asesinos. Al menos descuido esos asesinos nos apuñalarán.
Tara-Tir está resentido contra Beremiz por cierta cuestión ya pasada pero es hombre violento y rencoroso y mucho me temo que ahora intente vengarse. He observado varias veces que nos viene espiando.
-¡Por el honor de Amina! ¿Qué me dices?, exclamó Hassan. No podía ni imaginar que ocurriera una cosa semejante. ¿Cómo puede un bandido perturbar la vida de un sabio geómetra? ¡Por la gloria del Profeta! Voy a resolver ese caso inmediatamente…
Volví al cuarto y me acosté. Estuve un rato fumando tranquilamente.
Por violento que fuera Tara-Tir, el capitán Hassan era también hombre expeditivo y decidido y actuaría en nuestro favor.
Una hora más tarde recibí el siguiente aviso de Hassan:
“Todo resuelto. Los tres asesinos han sido ejecutados hoy sumariamente. Tara-Tir recibió 8 bastonazos y pagó una multa de 27 cequíes de oro y fue advertido de que tiene que dejar inmediatamente la ciudad. Lo mandé a Damasco bajo guardia”.
Mostré la carta del capitán turco a Beremiz. Gracias a mi eficiente intervención podríamos ahora vivir tranquilos en Bagdad.
-Es interesante, sentenció Beremiz. ¡Es realmente curioso! Esas líneas me hacen recordar una curiosidad numérica relativa a los números 8 y 27.
Y como mostrase cierta sorpresa al oír aquella observación, él concluyó:
-Excluida la unidad, 8 y 27 son los únicos números cubos e iguales también a la suma de las cifras de sus respectivos cubos. Así:
83 = 512
273 = 19.683
La suma de las cifras 19.683 es 27.
La suma de las cifras de 512 es 8.
-¡Es increíble, amigo mío!, exclamé. Preocupado con los cubos y los cuadrados, te olvidaste de que estabas amenazado por el puñal de un peligroso asesino.
-La matemática, ¡oh bagdalí!, respondió tranquilo el Calculador, prende de tal modo nuestra atención que a veces nos ensimismamos y olvidamos los peligros que nos rodean. ¿Recuerdas cómo murió Arquímedes, el gran geómetra?
Y sin esperar la respuesta, me contó el siguiente episodio histórico:
-Cuando la ciudad de Siracusa fue tomada al asalto por las fuerzas de Marcelo, general romano, se hallaba el geómetra absorto en el estudio de un problema, para cuya solución había trazado una figura geométrica en la arena. Allí se hallaba el geómetra enteramente olvidado de las luchas, de las guerras y de la muerte. Solo le interesaba la investigación de la verdad. Un legionario romano lo encontró y le ordenó que se presentara ante Marcelo. El sabio le pidió que esperara un momento hasta que acabara la demostración que estaba haciendo. El soldado insistió y le cogió del brazo: -Cuidado. ¡Mira donde pisas! –le dijo el geómetra-. ¡No me borres la figura! Irritado al ver que no le obedecía inmediatamente, el sanguinario romano, de una puñalada, postró sin vida al mayor sabio de aquel tiempo.
Marcelo, que había dado órdenes de que se respetara la vida de Arquímedes, no ocultó el pesar que le causaba la muerte del genial adversario. Sobre la lápida de la tumba que mandó erigirle, hizo grabar una circunferencia inscrita en un triángulo, figura que recordaba uno de los teoremas del célebre geómetra.
Y Beremiz concluyó, acercándose a mí y poniéndome la mano en el hombro:
-¿No crees, ¡oh bagdalí!, que sería justo incluir al sabio siracusano entre los mártires de la Geometría?
¿Qué podía responderle yo?
El fin trágico de Arquímedes me trajo de nuevo al recuerdo la figura indeseable y rencorosa de Tara-Tir, el pérfido envidioso.
¿Estaríamos realmente libres de aquel sanguinario vendedor de sal? ¿No volvería más tarde de su destierro en Damasco para buscarnos nuevas dificultades?
Junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho, Beremiz, con cierto aire de tristeza, observaba descuidado a los hombres que pasaban apresurados en dirección al mercado.
Me pareció interesante interferirme en sus meditaciones, arrancándolo de su nostalgia, y le pregunté:
-¿Qué es eso? ¿Estás triste? ¿Sientes añoranza por tu país o es que estás planeando nuevos cálculos?
E insistí en tono divertido:
-¿Cálculos o añoranza?
-Amigo bagdalí: la añoranza y el cálculo andan entrelazados. Ya lo dijo uno de nuestros más inspirados poetas:
La añoranza es calculada
mediante cifras también
distancia multiplicada
por el factor Amor.
No creo sin embargo que la nostalgia, una vez reducida a fórmulas, sea calculable en cifras. ¡Por Allah! Cuando yo era niño oí muchas veces a mi madre, encerrada en el harem de nuestra casa, cantando:
Nostalgia, vieja canción.
Nostalgia, sombra de alguien,
Que solo se llevará el tiempo
Cuando a mí también me lleve.
Beremiz es llamado nuevamente a palacio. Una extraña sorpresa. Difícil torneo de uno contra siete. La restitución del misterioso anillo. Beremiz es obsequiado con una alfombra de color azul. Versos que conmueven a un corazón apasionado.
La primera noche después del Ramadán tras llegar al palacio del Califa, fuimos informados por un viejo escriba, compañero nuestro de trabajo, que el soberano preparaba una extraña sorpresa a nuestro amigo Beremiz.
Nos esperaba un grave acontecimiento. El Calculador iba a tener que competir, en audiencia pública, con siete matemáticos, tres de los cuales habían llegado días antes de El Cairo.
¿Qué hacer? ¡Allah Akbar! Ante aquella amenaza procuré animar a Beremiz diciéndole que debía tener confianza absoluta en su capacidad tantas veces comprobada.
El calculador me recordó un proverbio de su maestro Nô-Elin:
“Quien no desconfía de sí mismo no merece la confianza de los otros”.
Con pesada sombra de aprensiones y tristeza entramos en el palacio.
El enorme y rutilante salón, profusamente iluminado, aparecía repleto de cortesanos y jeques de renombre.
A la derecha del Califa se hallaba el joven príncipe Cluzir Schá, invitado de honor, acompañado de ocho doctores hindúes que ostentaban vistosos ropajes de oro y terciopelo, y exhibían curiosos turbantes de Cachemira. A la izquierda del trono se sentaban los visires, los poetas, los cadíes y los elementos de mayor prestigio de la alta sociedad de Bagdad. Sobre un estrado, donde se veían varios cojines de seda, se hallaban los siete sabios que iban a interrogar al Calculador. A un gesto del Califa, el jeque Nurendim Barur tomó a Beremiz del brazo y lo condujo con toda solemnidad hasta una especie de tribuna alzada en el centro del rico salón.
La expectación era visible en el rostro de los allí reunidos si bien los deseos eran dispares pues no todos deseaban que el éxito acompañara al Calculador.
Un esclavo negro gigantesco hizo sonar por tres veces consecutivas un pesado gong de plata. Todos los turbantes se inclinaron. Iba a iniciarse la singular ceremonia. Por mi imaginación, lo confieso, volaban alucinados mis pensamientos.
Un imán tomó el Libro Santo y leyó con cadencia invariable, pronunciando lentamente las palabras, las preces del Corán:
En nombre de Allah Clemente y Misericordioso Alabado sea el Omnipotente. Creador de todos los mundos. La misericordia es en Dios el atributo supremo. Nosotros te adoramos, Señor, e imploramos tu divina asistencia.
Llévanos por el camino cierto. Por el camino de aquellos esclarecidos y benditos por Ti.
Cuando la última palabra se perdió con su cortejo de ecos por las galerías del palacio, el rey avanzó dos pasos, se detuvo y dijo:
-¡Uallah! Nuestro amigo y aliado, el príncipe Cluzir-ehdin-Mubarec-Schá, señor de Lahore y Delhi, me pidió que proporcionara a los doctores de su comitiva la posibilidad de admirar la cultura y la habilidad del geómetra persa, secretario del visir Ibrahim Maluf. Sería un desaire dejar de atender a esa solicitud de nuestro ilustre huésped. Y así, siete de los más sabios y famosos ulemas del Islam van a plantear al calculador Beremiz una serie de preguntas relativas a la ciencia de los números. Si Beremiz responde a estas preguntas, recibirá –así lo prometo-, recompensa tal, que hará de él uno de los hombres más envidiados de Bagdad.
Vimos en este momento que el poeta Iezid se acercaba al Califa.
-¡Comendador de los Creyentes!, dijo el jeque. Tengo en mi poder un objeto que pertenece al calculador Beremiz. Se trata de un anillo encontrado en nuestra casa por una de las esclavas del harem. Quiero devolvérselo al calculador antes de que se inicie la importantísima prueba a que va a ser sometido. Es posible que se trate de un talismán y no deseo privar al calculador del auxilio de los recursos sobrenaturales.
Y tras breve pausa, el noble Iezid añadió:
-Mi encantadora hija Telassim, verdadero tesoro entre los tesoros de mi vida, me pidió que le permitiera ofrecer al geómetra persa, su maestro en la Ciencia de los Números, esta alfombra por ella bordada. Esta alfombra, si lo permite el Emir de los Creyentes, será colocada bajo el cojín destinado al calculador que va a ser sometido hoy a prueba por los siete sabios más famosos del Islam.
Permitió el Califa que el anillo y la alfombra fueran entregados inmediatamente al calculador.
El propio jeque Iezid, siempre amable y lleno de cordialidad, hizo entrega de la caja. Luego, a una señal del jeque, un mabidadolescente apareció trayendo en las manos una pequeña alfombra azul claro que fue colocada bajo el cojín verde de Beremiz.
-Todo esto es un hechizo; es baraka, insinuó en voz baja un viejo risueño, flaco, vestido con una túnica azul, que se hallaba detrás de mí. Ese joven calculador persa es un buen conocedor de la baraka. Hace sortilegios. Esa alfombra azul me parece un tanto misteriosa.
¿Cómo podía creer la mayoría de los asistentes que la gran disposición de Beremiz para el cálculo fuera fruto de la inteligencia?
El inculto, cuando algo escapa a su comprensión, busca siempre una razón en lo desconocido y lo atribuye a poderes mágicos y a sortilegios. Sin embargo, el nivel cultural de los jefes que provocaron y presidían la reunión era suficientemente elevado para comprender que lo que allí se dilucidaba era exclusivamente un juego de la inteligencia.
Beremiz iba a ser puesto, pues, a prueba por los hombres más capaces y precisamente en una materia en que los árabes hemos sido siempre adelantados.
¿Podría superarla el calculador Beremiz?
Se mostró Beremiz profundamente emocionado al recibir la joya y la alfombra. A pesar de la distancia a que me hallaba pude notar que algo muy grave estaba ocurriendo en aquel momento. Al abrir la pequeña caja, sus ojos brillantes se humedecieron. Supe después que juntamente con el anillo la piadosa Telassim había colocado un papel en el que Beremiz leyó emocionado:
“Animo. Confía en Dios. Rezo por ti.”
¿Y la alfombra azul claro?
¿Habría allí realmente algo de baraka, como insinuaba el viejecito alegre de la túnica azul?
Nada de sortilegios.
Aquella pequeña alfombra que a los ojos de los jeques y los ulemas era solo un pequeño presente, llevaba, escrito en caracteres cúficos –que sólo Beremiz sabría interpretar y leer- algunos versos que conmovieron el corazón de nuestro amigo. Aquellos versos, que yo más tarde pude traducir, habían sido bordados por Telassim como si fueran arabescos en los bordes de la pequeña alfombra:
Te amo, querido. Perdona mi amor.
Fui consolada como un pájaro que se extravió en el camino.
Cuando mi corazón fue tocado, perdió el velo y quedó a la intemperie. Cúbrelo con piedad, querido, y perdona mi amor.
Si no me puedes amar, querido, perdona mi dolor.
Y volveré a mi canto, y quedaré sentada en la oscuridad.
Y cubriré con las manos la desnudez de mi recato.
¿Estaría el jeque Iezid enterado de aquel doble mensaje de amor?
No había motivo para que tal idea me preocupara ahora demasiado. Solo más tarde, como he dicho yo, me confió Beremiz el secreto.
¡Solo Allah sabe la verdad!
Se hizo un profundo silencio en el suntuoso recinto.
Iba a iniciarse, en el rico salón del palacio del Califa, el torneo cultural más notable que hasta ahora había tenido lugar bajo los cielos del Islam.
¡Iallah!
De nuestro encuentro con un teólogo famoso. El problema de la vida futura. Todo musulmán debe conocer el Libro Sagrado. ¿Cuántas palabras hay en el Corán? ¿Cuántas letras? El nombre de Jesús es citado 19 veces. Un engaño de Beremiz.
El sabio designado para iniciar las preguntas se levantó con austera solemnidad. Era un hombre respetable, octogenario, que me inspiraba un medroso respeto. Las largas barbas blancas, proféticas, le caían abundantes sobre el amplio pecho.
-¿Quién es ese noble anciano? Pregunté en voz baja a un haquim oio-ien de rostro flaco y atezado que se hallaba junto a mí.
-Es el célebre ulema Mohadeb Ibagué-Abner-Rama, me respondió. Dicen que conoce más de quince mil sentencias sobre el Corán. Enseña Teología y Retórica.
Las palabras del sabio Mohadeb eran pronunciadas con un tono extraño y sorprendente, sílaba a sílaba, como si el orador pusiera empeño en medir el sonido de su propia voz.
-Voy a interrogarte, ¡oh Calculador!, sobre un tema de importancia indiscutible para un musulmán. Ante de estudiar la ciencia de un Euclides o de un Pitágoras, el buen islamita debe conocer profundamente el problema religioso, pues la vida no se concibe si se proyecta divorciada de la Verdad y de la Fe. El que no se preocupa del problema de su existencia futura, de la salvación del alma, y desconoce los preceptos de Dios, los mandamientos, no merece el calificativo de sabio. Quiero pues que nos presentes, en este momento, sin la menor vacilación, quince indicaciones numéricas y citas notables sobre el Corán, el libro deAllah.