El hombre que vino del año 5000 (6 page)

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Authors: Keith Luger

Tags: #Ciencia ficción, Bolsilibros, Pulp

BOOK: El hombre que vino del año 5000
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—Dígame, Atlanta, ¿qué parte de la tierra es ésta?

—Lo que usted conoció como América del Sur. Concretamente, el centro, donde estaban entonces las selvas de un país llamado Brasil.

—Había un río, el Amazonas.

—Sí, señor Riley. Amazonas.

—De modo que al fin la leyenda se convierte en realidad. Esto es Amazonia, tierra de mujeres.

—Todo el mundo es nuestro. No estamos sólo en el Brasil.

—Pero usted misma dice que en Europa hay otra clase de vida distinta a la de ustedes.

—Sí, una vida primitiva, como puede estar observando en los hombres que tenemos aquí encerrados. Y ya basta de explicaciones. Su celda es la número 4. Siga adelante.

Mark continuó su camino.

Los alaridos y los gritos fueron más audibles.

Por fin llegaron al lugar de donde procedían. De la celda número 4.

Los hombres que estaban allí eran parecidos a los de la tercera celda. Algunos estaban tendidos en la dura piedra. Otros saltaban o se movían como osos, bamboleándose de un lado a otro, sin detenerse en ningún momento.

Atlanta hizo chasquear los dedos. Una de las carceleras abrió la puerta. Instantáneamente, dos de los hombres encerrados, saltaron por el hueco.

—¡Fuego! —gritó Atlanta.

Las carceleras mandaron rayos con sus metralletas. Los dos hombres que habían escapado lanzaron chillidos al recibir en el cuerpo el rayo exterminador. Brotó de ellos una llamarada y, unos segundos después, estaban convertidos en cenizas.

Los demás reclusos se apartaron de la puerta, aterrorizados.

—Entre, señor Riley —ordenó Atlanta. Mark entró en su prisión.

CAPITULO VIII

Mark Riley pasó por entre aquellos hombres primitivos. Junto a las paredes había algunos jergones. Se sentó en el último, el que estaba en el fondo.

Atlanta y las guardianes se marcharon.

Los hombres que estaban allí y que pasaban por dementes, según había anunciado Atlanta, continuaban moviéndose, pero alguno de ellos lo miraba de reojo o bien fijamente.

Uno de ellos se dirigió hacia él.

—¡Fuera! —dijo.

—Soy tu amigo —le contestó Mark. El otro señaló el jergón.

—¡Mío...! ¡Fuera...! ¡Mío!

Riley sonrió. Aquellos hombres tenían ya arraigado el sentido de la propiedad y, por muy sarcástico que fuese, significaba el comienzo de una cierta cultura.

Una voz le llegó por la izquierda:

—Será mejor que no pelee con Brutus. Riley se extrañó.

Aquella frase representaba una continuidad en un pensamiento.

Miró al hombre que se había expresado así. Era alto, de cabello muy rubio. Como los demás, se cubría con pieles.

—Sí, amigo —dijo el rubio—, ha oído bien. Sé expresarme en la forma que usted. Vengo de América del Norte.

Mark se levantó tendiéndole la mano.

—Soy Mark Riley.

—Y yo Howard Marvin.

—¿Qué hace entre esta gente?

—Simulé un ataque de locura, y eso me libró del rayo exterminador. ¿De dónde es usted, Riley?

—Vengo del año 1971.

Marvin hizo un gesto de asombro y luego se echó a reír.

—¿Lo metieron aquí por contar buenos chistes?

—Estaba enfermo de cáncer. Según la presidente de esta república femenina, es una enfermedad estúpida en estos tiempos, pero en mi época no se conoce ningún remedio para curarlo. Fui enviado aquí por el doctor Douglas Hollman.

—¿Lo han creído?

—Sí.

—Entonces no tendré más remedio que creerlo yo.

—Gracias, Howard.

—¿Qué se proponen hacer con usted, Riley?

—Según parece, me van a confinar en el valle de las Cavernas.

—Mal asunto.

—¿Qué es el valle de las Cavernas?

—La prisión más terrible con que ellas cuentan. Los hombres son encadenados. Trabajan con grilletes, como hace miles de años, en las canteras, aunque también los trasladan por equipos para realizar obras públicas. Son vigilados constantemente por enormes pantallas de televisión. Algunos tratan de escapar, pero en seguida son convertidos en polvo.

—Es un bonito panorama.

—Siento que le hayan estropeado sus vacaciones.

—Sí, me curaron del cáncer, pero tengo la impresión de que voy a terminar mis días aquí.

—Entiendo a Venus XXIV. Ella teme que usted trate de evitar la revolución femenina que tuvo lugar en el año 3027.

—Pero eso es una contradicción. Yo nunca podría evitar la revolución porque pasó hace dos mil años.

—Hay otro motivo, Riley.

—¿Cuál es?

—Usted es un hombre culto, demasiado culto para ellas, y por tanto, representa un peligro.

Mark sonrió.

—¿Cómo lo representa usted, Howard?

—Sí.

—Explíqueme algo respecto a usted. ¿Cómo ha logrado subsistir con un índice de inteligencia muy superior a todos los hombres que he visto hasta ahora?

—¿Se acuerda de Los Angeles?

—¿Cómo no me voy a acordar? Soy piloto civil. Hace apenas dos semanas estuve en Los Angeles.

—Fue destruida también.

—De modo que será destruida —le corrigió Mark.

—Sí, en la gran guerra atómica del siglo XXI. Pero hubo una zona que no fue devastada.

—¿Cuál?

—El valle de la Muerte, en California. Allí había un laboratorio de estudios interplanetarios, y estaban bien preparados para cualquier catástrofe. Ellos sabían que el gran desastre atómico llegaría tarde o temprano. Aquellos hombres de ciencia tuvieron constancia de que podrían ser los únicos supervivientes, en el caso de que sobre la superficie del planeta hiciesen efecto las radiaciones de las explosiones atómicas. Así fue cómo se salvaron. También contaban con que no podrían salir a la superficie de la tierra en centenares de años. De modo que vivieron como topos... ¿Para qué extenderse más...? Yo soy uno de los descendientes de aquellas familias. Ahora somos unos cuantos miles. Teníamos un jefe, Robert Duncan... Habíamos creado máquinas poderosas, pero todavía no era el momento del ataque contra las revolucionarias, estas mujeres. Son crueles, despóticas, ambiciosas... Traté de convencer a Duncan para que no iniciase la ofensiva. Era necesario esperar un par de siglos, para que los de una próxima generación tuviesen más oportunidades de éxito... Duncan no quiso escucharme. Dio la orden de presentar batalla. No se dio cuenta de que estas mujeres llevan dos mil años dueñas de la tierra, y que han tenido tiempo para organizarse porque todo lo hacen con la frialdad de las máquinas. Fue la hecatombe para nosotros... Nuestras armas no se podían comparar con las de ellas. Nos derrotaron, Riley... Miles de los nuestros sucumbieron. Yo fui el único prisionero.

—¿Y cuántos quedaron en libertad?

—Un par de centenares que han vuelto a vivir como topos. Otra vez están en aquellas galerías y tienen que volver a empezar. Habrán de pasar, no dos siglos como yo había pronosticado, sino miles de años, para que pueda iniciarse una nueva guerra contra estas mujeres.

—Hay una cosa que me preocupa. No he visto a hombres, quiero decir a hombres que puedan relacionarse con esas mujeres. Sin embargo, es necesaria la unión de un hombre y una mujer para seguir procreando. Marvin se echó a reír.

—¿Ha visto a las rubias?

—Sí.

—¿Ha distinguido a una de otra?

—No.

—¿Ha visto a las pelirrojas?

—Sí, y tampoco he podido distinguir a unas de otras.

—¿No deduce por qué son iguales las que poseen el mismo tono de cabello?

—¿Quiere decir que...? —Mark quedó en suspenso—, ¿son fabricadas en serie?

—Exactamente, Riley. Son fabricadas en el laboratorio, en probetas. Tienen todos los ingredientes que necesitan. Lo han logrado gracias a la química.

—¡Pero eso es monstruoso!

—He estudiado la historia, Riley, y en su época, ya se hacían ensayos para lograr el ser humano en un tubo de cristal.

—Desgraciadamente fue así. Pero en mi época todavía las mujeres sentían amor por los hombres, incluidas las científicas que hacían esos experimentos para lograr la vida en una probeta.

—Estas mujeres no saben lo que es el amor.

—¿Está seguro, Howard?

—Claro que lo estoy.

—¿Cuánto tiempo lleva conviviendo con ellas?

—Dos meses.

—¿Y antes?

—Sólo las había visto en nuestras pantallas de localización.

De pronto se oyó el sonido de un gong.

—Es la hora de nuestra comida, Mark. ¿Olvidó su traje de etiqueta?

—¿Cree que me hará falta?

—No, la verdad es que no. Contemple y verá que sólo le hacen falta sus dos manos.

Se abrió un agujero en el techo y por allí hicieron bajar un gran caldero que iba sujeto por una cuerda. Aquellos hombres no esperaron que el caldero llegase hasta el suelo, se lanzaron sobre él como fieras. Mark vio asombrado cómo aquellos hombres primitivos agarraban lo que contenía el caldero con las dos manos, a zarpazos. Parecía una masa.

—¿Qué es eso? —preguntó Riley.

—Una mezcla de patatas y maíz con un poco de agua.

—¿Y qué hay para postre?

—Con eso termina el menú.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta la noche, que repiten el servicio.

—¿Y come usted eso?

—Y usted también lo comerá, Riley. Lo que ellos dejen.

—Yo paso.

—Podrá soportarlo como yo, tres, cuatro, cinco días, pero al final comerá. Con su permiso, voy a por mi ración.

—Póngase la servilleta.

Howard Marvin sonrió las palabras de Mark. Se fue al caldero, atrapó a uno de aquellos hombres por el hombro y lo hizo volverse. Entonces le conectó un derechazo en la mandíbula. De esa forma, logró un hueco cerca del caldero.

Mark Riley vio comer a Howard Marvin de aquella masa en el cuenco de la mano.

Poco después, Howard regresó al lado de Riley.

—Ya terminó el banquete.

Mark observó que los otros hombres se echaban a dormir en los camastros o en el suelo.

—Ahora dormirán un rato —dijo Marvin.

—Siempre viene bien una siesta después de una comida abundante.

Howard Marvin rió pegando una palmada en la espalda de Mark.

—Me gusta, Riley, y creo que quizá usted y yo podamos hacer algo.

—¿Por ejemplo?

—Escapar de este infierno.

CAPITULO IX

Mark Riley estaba pensativo. Le habían ocurrido muchas cosas desde que llegó al año 5000.

Sonrió imaginando lo que dirían sus contemporáneos si les contase su aventura. Naturalmente, entre ellos, no estaban incluidos el doctor Hollman y Susie.

Si él se pudiese presentar en Washington o en Londres, o en Moscú en la Sede del Gobierno de esos países y dijese:

—«Caballeros, vengo del año 5000. Todo lo que ustedes están haciendo actualmente en el año 1971, es contribuir a que estalle una revolución en el año 3027, y esta vez no serán hombres como ustedes quienes traten de obtener el mando. Serán las mujeres.»

No, nadie lo escucharía.

Tal idea fue como un campanillazo en su mente. Venus XXIV le había dicho que no lo reenviarían a su época por temor a que él impidiese aquella revolución que estaba por llegar. Pero tenía que haber otra razón. Venus XXIV, aparte de poseer aquellas cualidades a que se había referido Marvin, la ambición, la crueldad, el despotismo, debía poseer también una inteligencia privilegiada.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un golpe de gong y unas palabras que llegaron desde un altavoz:

—Prisionero Mark Riley, prepárese a salir de la celda.

Marvin, estaba durmiendo al lado de Riley, y despertó

—¿Qué es lo que han dicho?

—Que tengo que salir.

—¿Dónde? ¿Para qué?

—Imagino que me llevan al valle de las Cavernas.

—Maldita sea. Había contado con que le dejarían más tiempo conmigo para preparar la fuga.

—Lo siento.

—No puedo esperar. Escúcheme, Mark. Abrirán la puerta en un minuto. Lucharemos contra los guardianes.

—Es una locura. Ellas tienen armas. Con el rayo exterminador acabarán con nosotros en un abrir y cerrar de ojos.

En aquel momento se abrió la puerta enrejada. Otro de aquellos locos trató de escapar y salió por el hueco.

Al otro lado estaba Atlanta con dos mujeres guardianes. Una de éstas apretó el disparador de su metralleta.

El rayo de la muerte acabó con el desgraciado fugitivo, convirtiéndole en un montón de cenizas. Atlanta rió desde el hueco de la puerta.

—¿Hay alguien más que quiera intentarlo?

Los hombres primitivos habían quedado aterrorizados.

Marvin hizo una reverencia.

—Señorita Atlanta, ¿me concede este baile? Y se puso a bailar solo.

Atlanta borró la sonrisa de sus labios.

—Riley, estoy esperando.

Mark echó a andar, pero Marvin lo cogió por el camino enlazándolo por la cintura y bailó con él como si fuese su pareja. Mientras tanto, le habló al oído:

—Estoy loco, recuerde. Vamos hacia la salida.

—No lo haga, Marvin.

—Calle y siga adelante.

Fueron bailando hacia la puerta. Atlanta gritó:

—¡Marvin, suéltelo! —Howard no soltó a Riley. Ya estaban cruzando el hueco de la puerta.

—¡Fuego contra los dos! —ordenó Atlanta.

Mark vio que las dos mujeres guardianes se disponían a utilizar su metralleta.

Entonces obró con rapidez. Pegó un rodillazo en el estómago de Marvin haciéndole caer en el interior de la celda.

Las mujeres guardianes no dispararon.

Mark ya había salido y la puerta se cerró electrónicamente.

Mark Riley dio un suspiro de alivio cuando vio que Marvin no había sufrido demasiado daño. Se había sentado sobre las baldosas y se masajeaba el estómago. Lo apuntó con un dedo y dijo:

—No me gusta bailar con locos.

Atlanta habló con voz seca:

—Basta, Riley. Lo están esperando.

—¿Quién?

—Ya lo sabrá a su debido tiempo.

—¿Con misterios también, preciosa señorita?

—Cuidado con lo que dice.

—Era un requiebro.

—Entérese de una vez por todas, Riley. Un requiebro de un hombre a una mujer en nuestra república es una condena a muerte.

—Oh, perdón.

—No lo vuelva a repetir.

—Lo tendré muy en cuenta.

—Eche a andar y recuerde las instrucciones que se le han dado hasta ahora. No intente escapar o será muerto al instante.

—No se preocupe, Atlanta. Quiero seguir conociendo su maravillosa república.

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