El imán y la brújula (7 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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—… —Por cómo lo mira, para Éctor no parece haber nada más importante en el mundo que su tazón de café con leche.

—Ya sé que siempre has sido de letras, pero Antonio no se jubila hasta dentro de tres meses. Tienes tiempo de sobra de hacer un cursillo de contabilidad o de ponerte al día con él. O conmigo, si quieres; ya sabes que los números no se me dan mal.

—Ya no sabría ni multiplicar —con la mitad de una sonrisa—. Restar, sí. Restar sí sé.

No se da por enterada de la doble intención de las palabras. Termina de untar una tostada y se la acerca al hombre en un platillo. Continúa hablando sin dejar de moverse hábilmente por la cocina, con un vestido azul marino inmaculado a pesar de no haberse puesto el delantal.

—¡Venga, Éctor; eres profesor universitario! Haya pasado lo que haya pasado. ¿Quién mejor que tú para llevar las cuentas de tu propio negocio?

—El negocio es tuyo, no mío; y sólo podría llevarte a la bancarrota. Además, voy a estar muy liado en las próximas semanas.

—¿En qué? —dándole la espalda, haciendo como que trastea en los fogones.

—Quizás tenga que hacer un viaje.

—¿En qué estás metido?

—Es sólo un garbeo por el ultramundo —recordando a Lucio.

Ella se da la vuelta con los ojos ligeramente, ligerísimamente, inundados.

—¿En qué estás metido, Éctor? ¿Cuándo vamos a salir de esto?

Éctor juega a no mancharse los dedos con la manteca de lomo fundida en la tostada que aún no ha empezado. Viste un traje de tres piezas en una fina mezclilla gris, camisa a rayas gris perla y corbata marengo. Pero hace dos días que no se afeita, lleva el primer botón de la camisa desabrochado y la corbata algo torcida. Ella se ocupa de que siempre vaya elegante y conjuntado. El se encarga de no parecerlo.

Alguien llama tímidamente a la puerta de la cocina y la mujer autoriza la entrada; es el más joven de los dependientes, con la gorra en la mano.

—Que aproveche. Doña Anunciación, que la buscan.

—¿Quién?

—Un marchante.

—Dile que voy enseguida.

El chico desaparece y Éctor aprovecha para ponerse en pie y recoger el sombrero.

—¿Te pensarás lo de la contabilidad?

—Nuncy… —Y la palabra, o los puntos suspensivos, son una antigua negación.

Éctor sale de la vivienda por la puerta de la camisería, poniéndose el abrigo mientras camina.

En la calle Asensio y Toledo, el ambiente es húmedo, los transeúntes, escasos; hay restos de niebla en las aceras.

Se queda con el mechero de yesca a medio camino del cigarro que acaba de liar cuando enfoca al gordo del sombrero pequeño y los pantalones y el abrigo demasiado cortos. Anselmo de la Fuente, abrazado a una minúscula maleta de cartón, le hace señas discretamente desde la esquina. Mientras se acerca, confirma la impresión de que el notario lleva la ropa de alguien más bajo y delgado que él. Sin afeitar. Sin el aliento suficiente. Los ojos hinchados por el llanto o por la falta de sueño, o por haberse pasado la noche llorando.

—Le esperaba —en voz baja—. ¿Podemos tomar un chocolate ahí enfrente?

—¿Se ha disfrazado por si alguien le ve hablar conmigo?

—No. —Triste, se pasa la mano por el abrigo—. Las cosas.

Tiene que ser aguardiente dulce, y coñac para Éctor; en la bodega Alemania no sirven más que bebidas alcohólicas. El dueño, ajetreado, sin cejas, apenas les ha dedicado el tiempo de llenarles las copas y encogerse de hombros cuando le han indicado que se sentarán en una mesa; el establecimiento tiene despacho para la calle a través de una ventana en el lateral de la barra de cinc y no dejan de llegar mujeres con botellas vacías para hacer el pedido diario con el que abastecer a su hombre cuando llegue del trabajo.

Sorteando grandes barriles llegan hasta una de las mesas del fondo; se sientan en la húmeda semioscuridad. Éctor juega a diferenciar el vaho del humo del cigarro. El notario intenta recobrar algo de la calma que le han arrebatado; no lo logra, pero no puede pasar más tiempo sin hablar.

—Vengo a traerle un recado. El último, por mi parte.

—¿Se va?

—Sí, bueno… supongo que se enterará enseguida. Raro es que no lo sepa ya. —Va descubriendo que hablar le tranquiliza—. Anoche… bueno. Que me han quemado la casa. Cuando escuche la noticia, supongo que oirá que fue un accidente; no cabe esperar más del funcionariado policial de este país. Mejor así.

Éctor Mena ha pasado por la guerra y el presidio, sabe cómo hacer hablar a la gente, esquinando, con paciencia. No le pregunta aún si el incendio ha tenido algo que ver con el asunto de las películas.

—¿Adónde se marcha?

—América. México, la Argentina… no sé, me da igual. El barco que salga antes. Algún lugar tranquilo donde retirarme —más aliviado conforme va hablando—. No echaré de menos mi profesión, hace mucho que estaba harto de ella. Mi tierra, sí; digo yo. Y mi casa, seguro; hace noventa y tres años que vivíamos en ella, mi bisabuelo se la compró al conde de Marchena… Qué más da. No quiero entretenerle con historias.

—No tengo prisa.

—Yo debería irme lo antes posible, pero ya ve; se me hace un mundo. Aunque tengo la edad que tengo, es como si nunca me hubiera independizado hasta ahora.

No hay nadie más sentado a las mesas; el frío ha llegado hasta lo más hondo del local; apenas se ven las caras. Éctor piensa que va siendo hora de aprovechar que el otro no se quiere ir, que tiene ganas de hablar y que el aguardiente habrá hecho su efecto.

—¿Qué dice su amigo de lo de la casa?

—¿Mi amigo?

—El de la cicatriz.

—No es mi amigo. Lo he visto tres veces con hoy… Que lo siente. Y que la instancia a la que representa se encargará de que no me falte de nada —triste—. Yo sabía que me respaldarían. Pero hay carencias de las que nadie puede compensarte, y asesinos de los que nadie te puede proteger. Soldados enloquecidos que no conocen más formas que la tortura y la destrucción.

—¿Primorriveristas?

—No. Ese botarate y los suyos no tienen nada que ver con esto… ni se enteran… como no se enterarán de lo que pasa en el país que dicen que dirigen hasta que se les vaya de las manos. Son los otros, los africanos. Ésos son los verdaderamente peligrosos.

—¿El hombre de la cicatriz también es militar? Lo parece.

—Creo que parece cualquier cosa que quiera parecer. No lo sé. Ya le digo que apenas le conozco. Sólo sé que representa a una causa noble… —Aunque parece dudar del adjetivo—. Al menos sé que representa a la causa con la que estoy obligado. Ellos me hicieron el más grande favor en su momento, me permitieron conservar mi honorabilidad y la de mi familia, y aunque me voy sin nada, eso, al menos, lo conservo intacto.

—Y todo, ¿por unas películas? —Casi en el mismo momento de concluir la frase sabe que no sacará más del notario.

Pausa.

—No se me puede olvidar darle el recado para el que he venido —modificando el rumbo de la conversación—. Tome.

El notario le entrega una tarjeta en la que han escrito a pluma un número de teléfono.

—A partir de ahora, cualquier cosa que necesite, fondos, novedades, lo que sea, podrá comunicarlo a través de este teléfono. Siempre habrá alguien preparado para recoger sus mensajes.

—¿Algo más?

—Me han dicho que le diga que no vuelva a intentar conseguir informes de quienes le han contratado, sobre todo que no vuelva a hacerlo a través de su amiga Adalfina. Que no vuelva a verla. Es lo que me han dicho.

Éctor siente que le arden las mejillas, que le sudan las manos, el latido acelerado en los oídos. Nunca ha soportado que le prohíban ni le ordenen nada. Se calla y espera a que le baje por la garganta para no partirle la cara al notario, porque el hombrecillo no tiene la culpa y porque se juega demasiado en todo aquello, mientras se pregunta si merece la pena lo que está teniendo que hacer para empezar de nuevo.

Un inmenso cartel anuncia el próximo inicio de la edificación del Gran Garaje Hotel, el primer hotel sevillano con cochera privada para los automovilistas, que será inaugurado con motivo de la Exposición Iberoamericana de 1929. Su emplazamiento ya está acotado, a la altura del número tres de la plaza del Sacrificio, y el perímetro del garaje hace semanas que se levanta junto a la zona que ocupará el futuro hotel, pero una visión más realista de la sociedad que la del diseñador original ha obligado a paralizar las obras para convertir en cuadras para los carruajes de tracción animal más de dos tercios de las plazas de garaje.

Vidal pasea intranquilo entre las columnas de la cochera. El notario al que visitó el día anterior le ha organizado esta cita con alguien que puede apreciar sus servicios y al que reconocerá por la cicatriz que le cruza el ojo derecho. No suele entrar en negocios con este tipo de gente, pero no va a dejar que su antiguo alférez saque provecho de lo que quiera que busquen sin intentar llevarse una parte.

Los esportilleros rondan por el corralón desierto, cinco hombres y un chico de unos quince años, oscuros, criados a la intemperie, nacidos del cruce de otros esportilleros con mujeres que han encontrado a su paso por todos los sitios, silenciosos, la mano cerca de la navaja, sin quitarle ojo al contrabandista que les ha librado del hambre y del camino y al que protegen con su sangre y con la del que sea.

Cuando Vidal pasa por segunda vez junto a una de las pilastras, se materializa Piancastelli.

Los esportilleros avanzan al descubrirlo, la mano lista, pero su jefe los detiene con un gesto. Intenta recomponer su imagen mundana y disimular el susto ante la mirada tranquila del recién llegado, el hombre de la esperada cicatriz, elegante y distendido, con cuello duro brillante y traje, abrigo y bombín inmaculadamente negros.

—Señor mío, un placer. Vidal García, para servirle.

—Lo sé. Paseemos; hace frío en este solar.

—Ha elegido usted un buen sitio para reunimos. Muy discreto. La discreción es muy importante para mí. Ya me advirtió don Anselmo que usted eso lo valora mucho.

—…

A pocos metros, los esportilleros pasean también sin perderles de vista.

—Tengo entendido que ha hecho usted un encargo a un hombre llamado Éctor Mena —el contrabandista buscando algún modo de entrar en la materia que le interesa—. Vino a verme el otro día, a preguntarme. Lo conozco hace muchos años, hicimos la guerra juntos… bueno, la hicimos juntos hasta que desertó. Quizás yo pueda contarle algunas cosas sobre él que serán de su interés…

—Todo lo que quería averiguar sobre él lo supe al minuto y medio de conocerle.

Vidal saca del bolsillo dos puros de los más caros que ha encontrado para la ocasión y el otro rechaza la invitación con una mueca brevísima, terminante, y el contrabandista desiste de encender el suyo, nervioso ante la autoridad de aquel hombre.

—Yo le doy algún trabajillo de cuando en cuando —intentándolo de nuevo—, en recuerdo de los viejos tiempos; nada importante. Si usted necesita encontrar quien le dé razón sobre un tema delicado de verdad, yo puedo…

—¿Estos bigardos le son leales a usted? —cortándolo y señalando a los esportilleros.

—Sí —sorprendido—. Claro que sí.

—Quiero decir —se detiene y lo mira de frente, con sus pupilas sin fondo— que si harían cualquier cosa que les pidiera, incluso aquello que no quisieran hacer.

—Cualquier cosa —por primera vez seguro.

—Entonces es muy posible que pueda serme útil.

Mientras sube las escaleras hacia el taller de Adalfina, en la calle Roque Barcia, Éctor va pensando en el temor incrustado en las palabras del notario al referirse a los militares africanistas.

La milicia colonial, tan próxima a Primo de Rivera tras su pronunciamiento, había considerado una traición a la patria la determinación del general de finalizar la interminable campaña marroquí, convirtiéndose en un inestable núcleo de poder permanentemente enfrentado al dictador y al monarca que había transigido con sus decisiones.

Éctor había vivido de cerca el irreflexivo salvajismo en la batalla y la ambición voraz del ascenso por méritos de guerra en un grupo de oficiales que se consideraban a sí mismos la única elite capaz de regenerar la
cobarde degradación de su país
, fueron la razón última de su alejamiento del ejército —de su encarcelamiento, de la pérdida de su primo Luis y de todo lo demás— en un camino tan largo que le había llevado de vuelta hasta ellos.

Se abre la puerta y lo reciben la muchacha rubia del pañuelo verde y la ironía hacia sí mismo en el fraseo de Carlos Gardel.

—Buenas.

—Buenas —la chica lo reconoce—. ¿Viene buscando a la sastra?

—No. Vengo a buscarte a ti. ¿Sabes escribir a máquina?

—Yo no —risa.

—Entonces eres lo que siempre he buscado. Quedas contratada. Recoge tus cosas.

La puerta se abre del todo. Adalfina.

—Sigue con lo tuyo, Paquita, que vas muy atrasada. —La muchacha se retira, cambiando sus risas por una mirada baja—. Acompáñame —a Éctor.

El hombre la sigue a través del taller sin dejar de mirar a la modistilla, que se ha reunido con sus compañeras pero lo sigue con disimulo. A pesar del frío, tienen la ventana abierta para que entre Gardel desde la casa de algún vecino; por las interrupciones, parece que la canción procede, más que de un gramófono, de uno de esos receptores de radiotelefonía que se han puesto de moda.

Adalfina cierra la puerta de la oficina y baja la persiana de la ventana interior; él se quita el abrigo pero no el sombrero, se sienta sobre la mesa.

—Como siempre, estoy con las prisas —se queda de pie, no lo mira a los ojos, pero se tiene que aproximar, para que sus empleadas no la escuchen o para sentirlo más cerca—. Poco he averiguado, la verdad.

—¿Cuántas veces nos hemos visto tú y yo, Adalfina?

—No sé… ¿Para qué quieres saberlo?

—Haz un esfuerzo.

—Siete.

Se imaginaba que, así como él no tenía ni idea, la mujer recordaría exactamente el número de veces que se habían encontrado, lo cual disipaba hasta la última duda de que podría acostarse con ella en cuanto lo deseara.

—¿Por qué?

—Es igual. Cuéntame lo que sepas.

Lo mira, desconfiada; es mejor comenzar con sus informes.

—Del hombre con… —recordando algo de pronto—. Oye, ¿te has enterado del incendio en la mansión del notario?

—Me lo ha dicho él mismo esta mañana.

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