Tampoco Éctor quiere prolongar aquella conversación que puede llevarle a Nuncy que no ha respondido a ninguno de sus telegramas, no quiere ni puede pensar que le haya ocurrido algo, ahora que le queda tan poco para volver a verla.
—¿A qué parte va?
—A la estación de Atocha. Pero déjeme donde le venga bien.
—Le acerco.
—De verdad, no se moleste.
—No tengo prisa.
No, Jacinto no tiene prisa, viene con las manos vacías, a esa hora no va a encontrar lo que necesita, y cada vez está menos seguro de que encontrarlo sirva para algo.
Éctor tiene la fuerte impresión de que el sujeto está verdaderamente triste, y de que es una buena persona, lo que le hace desear aún más llegar a la estación y bajar de aquel vehículo lo antes posible.
Aparte del trecho iluminado por los faros del automóvil, no ve nada delante, ni a los lados, ni, por suerte, a su espalda.
“Me descubrirán al amanecer ante tu puerta, ciego de saturno, desangrándome.
Con las uñas preparadas para arañar el interior del ataúd, haciéndome el muerto, para siempre”.
Ruinas sin nombre
Sólo la espesura de la niebla amarillenta, algo más corrompida, oliendo peor, ocultando nuevos espantos, le espera en Sevilla.
Mientras se acerca a la camisería, ya de noche, con el gabán manchado por los surcos de sangre, la camisa sucia con el cuello abierto, el sombrero deformado y el macuto del ejército, Éctor reconoce que, como le dijo aquel hombre que lo recogió en su automóvil cuando caminaba bajo la lluvia, tiene todo el aspecto de un soldado veterano recién licenciado. Es así como se siente.
En las largas horas de tren, ha firmado una tregua consigo mismo; un alto el fuego frágil, eso sí, que puede romperse en cualquier momento por el lado de dentro, pero que quizás baste para convencerse durante un tiempo de que todo esto era necesario y que recomienza su vida justo donde la abandonó.
Enfila Harinas despacio y, desde mediados de la calle, con un alivio que le vacía los pulmones de un aire contenido hace días, puede ver que la camisería de Nuncy está iluminada. Pasa ante la puerta de la casa y se acerca al escaparate.
Con la última luz del día sobre el blocao, enterrábamos, frente a la trinchera, las horas finales de la guardia mientras esperábamos al relevo. Un soldado había traído dos cantimploras llenas de vino, yo era el único oficiala la vista pero ni se me había ocurrido preguntarle de dónde procedían, y estábamos mediando ya la segunda cuando uno de Mérida se levantó con su fusil, se acercó a la alambrada, y apuntando con mucho cuidado, empezó a disparar contra el cuerpo de uno de los moros caídos en la última acometida. Todos le rieron la ocurrencia. Era un buen tirador, no erraba un disparo, apuntaba a los ojos, o a los pies —alguno dijo que estaba consiguiendo que bailara— o a las manos. Terminamos la cantimplora en una última ronda. Cuando consideró que el soldado estaba lo bastante agujereado, cambió de objetivo, y se dedicó a jugar con otro cadáver algo más lejano. Esta vez concentró el fuego sobre el cuello del hombre, un par de compañeros hablaron de apostar sobre si lograría decapitarlo, pero no llegaron a concretar nada. El fusil debía de haberse recalentado, porque llegó un momento en que, en vez de recargarlo, lo cambió por otro de los que estaban apoyados en los sacos, herencia de los compañeros abatidos. Cada vez que acertaba, los hombres coreaban un grito de alegría.
Yo lo miraba todo desde muy lejos, como desde un telescopio interestelar, apenas escuchaba las detonaciones.
Me levanté despacio, esperé a que corriera el cerrojo y, cuando apuntaba de nuevo, le golpeé en la nuca con el puño cerrado; quedó inconsciente a mis pies. El tiempo que tardé en detener aquella salvajada, todo ese tiempo, me dio una medida justa de aquello en lo que me había convertido.
Su primo Luis está más delgado que nunca, pero mantiene ese porte distinguido de toda la vida, y parece contento, sentado sobre el mostrador, balanceando los pies, contándole algo a Nuncy que, de pie a su lado, asienta unos datos en el libro de contabilidad, seria pero divertida con lo que escucha.
Éctor toma el macuto que había dejado en el suelo y pasa de largo.
La guerra se acaba, pronto habrá drásticos cambios políticos, jamás se atrevieron a soñar con una amnistía.
Dobla por la siguiente, se interna en una calle bastante más estrecha en busca de la niebla amarilla. Al pasar frente a las vitrinas de una pastelería, un cartel suspendido con letras de colores le desea «feliz navidad».
Ese invierno había sido el más largo de toda su vida.
Sentado en su mecedora en medio del salón, Jacinto se entretiene en no hacer nada, en no esperar a nadie, en el profundo silencio que llena la casa.
Pasa las horas allí, ha vendido el coche y ha despedido a la criada, ya no los necesita. Se nota algo más torpe, como embotado, pero no le importa. Piensa en el mar, en todo el tiempo que pasaba como ahora, inmóvil en su camarote vacío. Aquello también acabó para siempre.
Escucha un chirrido en el dormitorio y al momento aparece su hijo empujando el camión de hojalata; tiene buen aspecto, saludable, mejor que nunca. El médico le dio el alta definitiva la semana pasada.
Lo mira pasar frente a él, le devuelve la sonrisa, está a punto de recordar algo que le ronda hace mucho, pero el niño, que se ha perdido de vista, lo llama desde la cocina.
Juan Ramón Biedma nace en Sevilla, estudia Derecho, y durante años simultanea su actividad en la gestión de emergencias con la de locutor de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico; actualmente colabora en diversas publicaciones y páginas webs.
Su primera novela El manuscrito de Dios fue designada Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela fallado en la Semana Negra de Gijón del 2004 y finalista del Premio Memorial Silverio Cañada; la obra ha sido reeditada continuamente desde su publicación. Con su segunda obra, El espejo del monstruo, inicia una serie de novelas por entregas protagonizadas por el abogado Set Santiago, que interrumpe para presentar El imán y la brújula, una intriga histórico-criminal ambientada en la España de 1926. Desde abril del 2008 está en las librerías su nueva novela, El efecto Transilvania, que se complementará el año próximo con El humo en la botella, novela independiente de la anterior pero que complementa un experimento narrativo sobre el mundo de las alteraciones mentales.