El imán y la brújula (29 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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—Claro que las recuerdo. Pero no puedo hablarles sobre ellas. Verá usted, mis dos grandes amores han sido, toda la vida, la fotografía y el teatro. Cuando me enteré de lo del cinematógrafo, me dije, esto sí que es lo mío, porque ahí se funden las dos cosas. ¿Qué pasó? Que se inventó demasiado tarde o yo nací demasiado pronto, y ya no pude hacer carrera. Yo he estado en Francia codeándome con los Lumiére, con Louis y Auguste, y, no es por nada, si no fuera por más de una aportación que hice, las películas no serían hoy lo que son; hasta el mismísimo Griffith me escribía hasta no hace mucho para pedirme consejo cuando se metía en un berenjenal técnico. Pero ¿qué productor iba a confiar en un hombre de mi edad para encomendarle un gran proyecto? Hice algunos encargos pequeños, alguno no carecía de…

—Como el de la Editorial Saturnia.

—Lo primero que me dijeron…

—… es que no debía decir usted nunca una palabra de todo aquello —completa Éctor.

—Y yo…

—… y usted no quiere meterse en líos.

—Aún me quedan muchos años por delante. No, no quiero meterme en líos.

Nadie quiere meterse en líos. Todos coinciden. Mucho miedo debían de inspirar aquellos hombres; por el poder de sus familias, o por la locura que habían demostrado.

—Piénselo —Éctor extrae un sobre del bolsillo interior de la chaqueta, le muestra los billetes que contiene y lo arroja sobre el ataúd de niño—. Yo podría hacer que esos años que le quedan fueran más agradables. Necesito esas películas o cualquier pista que me lleve a ellas. Nadie sabría nunca quién me dio la información.

Amadeo mira el sobre de reojo; ha caído encima de la revista, justamente sobre una chica con la camisa abierta y un pantalón corto muy ceñido; no está claro si la mirada libidinosa del cineasta va dirigida a la mujer o a los billetes.

—Si les contara cómo les conocí… A los saturninos —es un maestro de la evasiva—. Miren que he dado vueltas, pero en la vida me he tropezado con unos tíos así.

—Cuéntenos —Éctor sabe que no les va a decir nada relevante, pero le cuesta no dejarse enredar un poco más por la charlatanería del anciano.

—Verán, por mis malos pasos y por la incomprensión del estado hacia las nuevas artes, me veía yo forzado a procurarme el sustento en el Albergue David G. Panadero, no sé si lo conocen —todos niegan—, un pesebre inmundo con el suelo enfangado, lleno de goteras, donde unas locas que se hacen llamar viudas de militares te reparten una bazofia que no se tragaría ni una rata ciega. Lo peor. Pues bien, allí estaba yo, con la hez de la sociedad, que uno ha estado en todos sitios, guardando cola para que me dieran el rancho, cuando llegan dos automóviles negros, larguísimos y lujosísimos, y se bajan los chóferes, uniformados y con gorra de plato. Pensé que venían a repartir ropa usada de algún ricacho, pero no. Eran ellos.

Se queda en silencio, estudiándoles, horrendo y simpático, calibrando hasta qué punto ha captado su atención.

—Siga —lo anima Séptima, mucho más interesada que de costumbre.

—Vestidos de escrupulosa etiqueta, abrigos de pieles, sombreros de copa, bufandas blancas, bastones con empuñadura de plata. Imagínenselos. Imagínense la cara de los casi cien mendigos sentados frente a sus mesas de madera, comiendo esa mierda, con perdón —a Séptima—, cuando vieron bajar de los vehículos a semejantes personajes, tomar una escudilla cada uno y ponerse en la cola a guardar su turno. Con toda naturalidad. Tan serios que nadie, ni siquiera las viudas de los militares, se atrevió a objetar ni a comentar nada. Esperaron a que les sirvieran y se sentaron entre nosotros a comer, eso sí, después de saludar discreta y respetuosamente. Un cuadro.

Es fácil visualizarlos, ridículos y solemnes; la banda sonora que sólo ellos podían oír; usándose como elementos de una representación que arremetía contra la clase social de la que habían brotado, contra toda ideología insuficiente para cambiar el estado de las cosas y contra el Dios que les había puesto allí.

—Siga —insiste Séptima, fascinada.

—Un cuadro precisamente, o mejor dicho un retrato, es lo que pretendían los saturninos, para inmortalizar el momento. Los conductores habían sacado una máquina fotográfica y estaban intentando montarla en su trípode hacía un buen rato. Yo me di cuenta de que no estaban muy duchos, así que me acerqué a ellos para echarles una mano, y al final fui yo quien tiró la fotografía. Cuando se iban, don Sixto se me acercó para darme las gracias, le conté un poco de mi currículo, y tras pensarlo un instante, me entregó una tarjeta y me pidió que lo visitara al día siguiente. Ahí empezó todo.

Los evalúa uno por uno, y considerando que su maniobra de distracción ha sido todo un éxito, coge el sobre del dinero y se lo guarda en el bolsillo de la astrosa chaqueta.

—Bien, ya sabemos el principio —Éctor—. Nos queda el resto. ¿Qué fue de las películas?

—De eso, yo no les voy a decir nada, no soy tan tonto.

—Amadeo… —le señala el bolsillo donde ha introducido el dinero.

—Pero hay alguien —cuando entrecierra los ojos tras sus gafas consigue estar aún más feo—… Francisquito. Mi operador de cámara. Es posible que él arramblara con alguna. Lo que sí tiene seguro son fotos fijas del rodaje; vive de eso, de vender esa clase de fotos. Pornográficas —a Séptima—, con perdón.

—¿Dónde podemos encontrarle?

—Lo reconocerán porque va siempre con una de esas grandísimas carpetas de cartón que usan los dibujantes para llevar las láminas. Tiene su base de operaciones en la catedral.

Todavía llegan a tiempo de oír misa de siete en la colegiata de San Isidro.

Advirtiendo la incomodidad de Germán, Éctor le propone que los espere en la puerta; el violinista se lo agradece con la cabeza, murmura algo sobre tantos años en una orquesta pastoral, se mira los zapatos.

Penumbra.

Dejar fuera a Germán, en el que presupone cierta inocencia, y respirar el aire rancio y enlutado del templo, buscando lo que busca, deja en Éctor la sensación de estar atravesando el borde que le lleva hacia un seno perverso e irreversible.

Recorren despacio el brazo central de la cruz que da forma a la nave, deteniéndose a la altura de cada una de las capillas laterales, al acecho de alguien con una carpeta de dibujante. Desde la creación de la diócesis de Madrid Alcalá en 1885, y mientras se concluía la catedral de la Almudena, la colegiata se había convertido en la catedral provisional de la ciudad; al ritmo que marchaban las obras de la Almudena, podían darle los años treinta, o los noventa, antes de que fuera bendecida como tal.

No hay muchos feligreses, algunos contornos oscurecidos sin rostro.

De algún sitio, desde abajo, surgen las notas de un órgano de viento, pero también puede ser parte de un espejismo que no termina de materializarse.

En una capilla a la derecha, un sacerdote dice la misa para diez o doce figuras apenas esbozadas, y en la de enfrente, solitario, ven a un individuo con una carpeta de dibujante apoyada en el reclinatorio.

Se acercan a él, Séptima a través de la bancada, y Éctor dando un rodeo para sentarse a su otro lado.

Francisquito, hasta la camisa de negro, parece el hermano mayor del cineasta. Les acoge con una sonrisa; aquél es su centro de negocios, está acostumbrado a recibir visitas allí.

—Venimos de parte de Amadeo —Éctor—; nos ha dicho que a lo mejor podría ayudarnos.

—Seguro que puedo. Trabajo todos los géneros —toca la carpeta—. ¿Qué les gusta? —Dirige una mirada casual a Séptima y luego otra mucho más atenta—. Perdone, ¿es posible que la haya visto antes?

—Dicen que tengo toda la cara de la virgen —señala una talla en la pared—. Ha elegido usted un buen sitio para montar la oficina —cambiando de tema.

—¡Y que lo diga! Tranquilo, a resguardo en invierno, fresco en verano —toma la carpeta y la abre para ilustrar sus palabras—, con espacio de sobra para recibir a la clientela, lejos de los guindillas…

En la primera página se pueden ver cuatro fotografías que son una secuencia cuyo desenlace es que una mujer se folla con los dedos por detrás a un hombre y con la boca a otro.

Un religioso se acerca con un cirio y Éctor golpea con el codo a Francisquito para avisarle.

—No se preocupe —sonríe éste.

El del hábito utiliza su cirio para encender dos velas en el altar y vuelve a salir de la capilla como si no hubiera nadie dentro.

—Lo que buscamos no son fotos —Éctor—, sino películas. Concretamente las que rodó usted junto a Amadeo para un grupo llamado Editorial Saturnia.

—¡Ojalá me hubiera hecho una copia! Habría conseguido por ella lo que hubiera pedido.

El órgano resuena con más fuerza, la voz del sacerdote la complementa, monocorde y grave, las velas no han disuelto las tinieblas, sólo las han enturbiado. Y, además, incienso.

Éctor mira fijamente las fotos en la carpeta abierta sobre las piernas del operador, no mira a Séptima, pero es a ella a quien ve.

Los sonidos forman un único sonido, las luces una sola luz.

—¿Sabe dónde podríamos encontrar alguna de las cintas? Le pagaríamos bien —obligándose a hablar.

—Ojalá, ya le digo. Ni idea.

—¿Mantiene usted alguna relación con el grupo?

—Ninguna. Yo estaba allí pero como si no estuviera. Ellos iban a lo suyo y yo hacía lo que me mandaba don Amadeo. Terminamos el trabajo y se acabó. Lo malo es que fue también mi último trabajo, había gente más joven y mejor preparada. En fin, que tuve que cambiar de negocio para no morirme de hambre. Doña Casilda quiso echarme una mano, pero eso no era lo mío.

—¿Casilda?

—Casilda, la única mujer del grupo. Me la encontré hace uno o dos años. Ha cambiado mucho, como de la noche al día. Se ha convertido al anarquismo, está muy metida en política. Fui a un par de reuniones, me dieron de comer y todo, pero aquello es más peligroso que esto, si te pillan, y más aburrido; ésos tienen más normas que los curas.

—¿Dónde se reúnen?

—Usted no es policía —se dice, y se confirma—, no, no es policía. En el almacén del café Setecientos —vuelve a lo suyo—. Lo que sí puedo ofrecerle son algunas fotografías que me quedan de los rodajes.

—Enséñemelas.

Cierra el álbum y vuelve a abrirlo por el final. Cuenta tres páginas y empieza por la antepenúltima.

Las emanaciones del incienso son casi visibles.

Las llamas de las velas nublan mucho más que la atmósfera viciada.

El sonido del órgano es como el silbido bronquítico del viejo edificio.

Son fotos en un gris desvaído, rugoso, sucio, que difumina cualquier detalle hasta el punto de hacer pensar que, si siguen algún tiempo más en aquella carpeta, terminarán desapareciendo.

Un hombre le succiona un pezón invisible al niño del taparrabos, el pelo rapado y la cara casi sin rostro, mientras su mano se pierde bajo sus piernas. Dos hombres se disputan los testículos de un tercero que se ríe a carcajadas o grita o exhala o finge. Una mujer mira concentradamente el crucifijo que se ha introducido entre las piernas…

También Séptima mira como hipnotizada las imágenes, compartiendo el trance de Éctor. La página pasa lentamente, como obedeciendo el sortilegio del sacerdote que continúa declamando al fondo, muy al fondo.

… Un hombre masturba a otro entre las páginas de lo que parece una biblia. El mismo, enmarcado entre dos pilastras con motivos vegetales, se levanta la túnica para que el niño del taparrabos le chupe, desde su espalda. Una mujer desnuda arrodillada sobre un hombre crucificado, y sabemos que muerto, le…

Dos pilastras con motivos vegetales.

Los catorce años que el prior lleva en su puesto.

Éctor se pone bruscamente en pie para romper el ensimismamiento, está a punto de tirar al suelo la carpeta del operador cuando pasa ante él y levanta a Séptima de un brazo. Van camino de la salida cuando escuchan las protestas del anciano por no haberle comprado ninguna fotografía.

Fuera ya es de noche.

El aire está helado y limpio, pero no logra desintoxicarles.

Germán les espera, nervioso.

—Estaba a punto de marcharme. Lo siento pero he quedado con Basilia, y no quisiera…

—Su orquesta depende del arzobispado, ¿verdad? —Éctor.

—Sí.

—¿Sigue teniendo usted contactos allí?

—Sí, bueno, algunos conocidos tengo.

—Necesitamos todos los informes posibles sobre el Convento de la Ultima Infancia. A quién pertenece, todo —le anima con una palmada en el brazo—. Creo que ya sé dónde se rodaron las películas.

Es pronto para cenar y tarde para proseguir con la investigación; Éctor y Séptima entran silenciosos en el ascensor del hotel Bizancio. Se estiran los segundos que tardan en subir a la primera planta. Siguen tan envenenados por las imágenes y el ambiente como cuando estaban en la catedral.

La mujer da un paso para salir al pasillo y se queda allí, de espaldas.

En el que da él se pierde.

Luces frías, colores fríos. El piso condenado es como un mundo entre dos mundos, un lugar o un estado donde las almas satisfacen las penas no cumplidas para preparar el tránsito a la eternidad de dolor que les aguarda.

El se desnuda porque ella se desnuda.

—Métemela.

No tienen frío a pesar del frío cuando son un borrón en el suelo, allí mismo, al lado del ascensor. No hay luces pero se impresiona una especie de luz blanquecina que les permite ver el horror que les rodea, reptiles, insectos y roedores que les pasan por encima, niños con el rostro desfigurado, viejas en cueros sin cabeza, hombres que se hunden las uñas en la carne.

Nuncy muerta sobre una mesa, Lucio llorando, su primo Luis colgándose lento de una viga en el penal…

Séptima sobrelleva mejor los repulsivos espectros que caminan, gritando, continuamente a su lado.

Por la mañana, por profundas que sean las pasadas con la navaja de afeitar, no consigue eliminar la oscuridad de su rostro; tiene un arañazo en la frente; ha perdido su única corbata en el primer piso y no va a recuperarla; no le importa mucho su aspecto, pero es consciente de que refleja el descenso, ese hundimiento que ojalá se haya completado ya.

En el restaurante lo esperan Séptima, serena y de buen humor, y Germán, un hombre nuevo, eufórico tras su cita de ayer con Basilia. Otra vez empezamos mal.

Por el camino, el violinista les cuenta que ha averiguado en el arzobispado que el convento era, y técnicamente aún es, propiedad del vizconde de Yerena, el tío de Séptima; su familia lo fundó hacía ya tres siglos, y, aunque compartía una especie de mancomunidad con la iglesia, siempre conservó sus prebendas sobre él.

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