El imán y la brújula (27 page)

Read El imán y la brújula Online

Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
3.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esta noche visitará con Séptima a Práxedes, otro miembro de la Editorial Saturnia, propietario de un lugar llamado Mesón Nisroth, y dentro de dos horas está citado con Piancastelli, al que propondrá otra vuelta de tuerca en aquel asunto demencial en el que ellos son los héroes y los héroes son mil veces peores que sus enemigos.

Tacha las últimas cinco palabras y continúa con la interminable carta que lleva siempre en el bolsillo, casi al alcance de todos, como un reto a su endemoniada suerte; en cualquier momento Séptima, que cada vez está más cerca, o el azar de alguna de las peleas, o un descuido, pueden poner aquellas hojas, donde ha terminado plasmando cada detalle de su mentira, de su doble juego, en manos de sus oponentes, pero aun así sigue escribiendo.

—Se llama Pascal, como su padre…

—Lo sé —responde Piancastelli, volviéndose hacia la ventana junto a la que ambos están de pie—. Tendrá unos trece o catorce años.

El descampado que hay frente a su piso de Peñuelas, los pequeños desharrapados jugando a perseguirse, no lo liberan de la idea que Éctor acaba de proponerle, sino que se la devuelven con más fuerza.

Se vuelve, le da la cara.

Por primera vez no le habla como a un asalariado; se han vuelto compañeros compartiendo aquella podredumbre que todo lo corrompe, o sea, que todo lo iguala.

—Tenía el castellano un poco en desuso —Piancastelli—. Pero es que además me he encontrado con palabras que aquí apenas se utilizan ya. Por ejemplo, iniquidad: maldad, en el sentido de gran injusticia. Ya no se emplea porque en este país, en esta época, cada vez más, todo vale.

Lo que necesita Éctor es que el tipo que le ha encargado la misión le venga con problemas de conciencia.

—No se me ocurre otra manera de que el subastador entregue la película que secuestrar a su hijo, el que nos dio la tarjeta. Le he dado todas las vueltas. Ese tipo no se dejaría amedrentar de otra manera. Usted decide.

—Lo haremos —Piancastelli, mira al suelo con el gesto algo contraído—. Claro que lo haremos. Ya sabe, todo vale.

—Ni que decir tiene que el niño no debe sufrir ningún daño. Nos queda decidir cómo.

—Tengo a la gente adecuada para encargarse de algo así.

En el momento que dedican, detenidos en una esquina mal iluminada de la Cava de San Miguel para contemplar la fachada del Mesón Nisroth, Cervezas, Vinos, Bacalao, a que Séptima le ilustre sobre el significado del nombre del establecimiento de Práxedes…

—Nisroth es uno de los demonios secundarios de la Corte Infernal, jefe de cocina de Belcebú. De él se dice que posee el dominio sobre las tentaciones más delicadas.

… una pareja de edad mediana llega hasta la puerta del mesón. Ella maniobra su aparatosa silla de tres ruedas dotada de manivela hasta situarla en un rincón junto a la entrada, donde al parecer piensa dejarla, y se yergue, desconfiada y seca, para que su marido la tome orgullosamente en brazos.

Éctor se adelanta en unas cuantas zancadas para abrirles la puerta y el hombre, mientras se lo agradece con la cabeza, se demora un instante, como alardeando de la mujer fea y contrahecha a la que transporta. Ya dentro, cruza el salón salpicado con unas cuantas mesas sin mantel y se pierde por otra puerta que da a una escalera descendente junto a un cartel que indica que se trata del acceso al comedor.

Están en un salón no muy grande, destinado a tomar tapas o a esperar hasta que quede una mesa libre en el comedor del sótano, decorado, a la manera de las tascas madrileñas, con cacharras de cobre, retratos de toreros y un cuadro de azulejos en el que se puede ver a un diablillo vestido de cocinero.

Hay cuatro o cinco hombres en las mesas, todos solos, y uno de pie con aspecto de
valiente
, que les observa con descaro.

—Todavía estamos a tiempo de irnos. Conozco a Práxedes, no nos va a dar nada ni a decir nada, ya te lo he dicho —Séptima.

Se abre de nuevo la puerta de la calle y entra un individuo acompañando a una mujer ciega con un bastón blanco; al pasar junto a Séptima la examina de arriba abajo, buscando algo; con una altiva y extrañada mirada a Éctor indica que no lo ha encontrado. Éctor se va detrás de los recién llegados, dejando unos metros de distancia, y la muchacha se rinde y lo acompaña; cruzan la puerta y bajan dos empinados tramos de escaleras que concluyen en un corredor oscuro y tortuoso que se ramifica a izquierda y derecha; enfrente, la entrada al comedor.

Además de las dos parejas a las que ya han conocido, las mesas están ocupadas por otras en las que las mujeres exhiben parches en un ojo, acusadas desviaciones de la columna vertebral, brazos achicharrados por antiguas quemaduras o deformados por el reuma, abultados tumores, o muletas apoyadas al borde de la mesa. Algunos de sus acompañantes miran acusadoramente a Séptima cuando llega, pero ella tiene el buen tino de iniciar el arrastre de una pierna, simulando una leve cojera hasta una de las mesas vacías, que parece tranquilizarles.

Al lado de la puerta, casi al nivel del suelo, un limpiabotas de largas patillas, con el pecho cóncavo y las piernas arqueadas, lee una novela barata en su banquillo esperando a que alguien lo reclame.

Se les acerca un camarero sonriente que le habla y le entrega el menú sólo a Éctor.

—¿Es la primera vez que nos visita?

—Sí.

—Espero que todo sea de su gusto. —Se retira como si el lugar que ocupa Séptima estuviera vacío.

Los hombres que ocupan el resto de las mesas son mayores, aparentan más respetabilidad que Éctor, y miran a sus parejas, las alteraciones anatómicas de sus parejas, con una concupiscencia concentrada congestiva congelada contagiosa.

Aparece Práxedes; lo acompañan una bella rubia de exposición, con un vestido de lentejuelas plateadas abrochado al cuello para dejar perfectamente visible el muñón a la altura del hombro que es cuanto queda de su brazo izquierdo, y el
valiente
que vieron arriba.

Práxedes, con pinta de matón barriobajero, alto y fuerte, bien plantado en su traje negro, se desentiende de los que le acompañan y se mueve chulescamente entre las mesas, saludando a conocidos y desconocidos, es la estrella del local, a alguno le roba del plato una gamba con gabardina, a otro le da un suave papirotazo en la calva.

El escolta espera en el centro del comedor, las manos cruzadas sobre los huevos, dejando claro que tiene allí algo valioso que proteger; no es habitual que esta clase de mesones estén dotados de
valiente
para evitar conflictos, su sola presencia parece propiciarlos.

La rubia manca se ha quedado junto a la puerta hablando, cálida con el joven limpiabotas, que se ha puesto en pie y balbucea algo, embebido en sus ojos.

Ya de retirada, Práxedes pasa junto a Éctor, decide que no lo conoce, lo saluda con la cabeza y pasa de largo y de Séptima. Se detiene en la puerta; histriónico, finge que acaba de descubrir al limpiabotas, se agacha para abrazarle y golpearle la espalda, le revuelve un poco el pelo como a un niño, le habla sonriente al oído, coge la única mano de la rubia y, seguido del guardián, abandona el salón.

Éctor tiene un momento de clarividencia al ver cómo el limpiabotas se deja caer en su banquillo, su mirada de entrega a la mujer y de odio al dueño del mesón.

Se acerca y se acuclilla junto a él.

—Disculpe, soy Éctor Mena —le tiende la mano—, ¿me dice su nombre?

—¿Yo? Cristobita… Cristóbal —apenas se la estrecha.

—Me gustaría hablar con usted, pero no aquí. ¿Dónde podríamos vernos? Mañana, por ejemplo.

—¿Conmigo…? ¿De qué?

—De heroínas y villanos —señala el ejemplar que tiene en su cajón de trabajo, una novelita de futurismo científico firmada por El Coronel Ignotus que lleva como título
Policía telegráfica
.

—No sé… Por las mañanas limpio en el café Verdinegro, al final de esta calle.

—Se lo agradezco.

Se levanta y hace una señal a Séptima, no puede perder más tiempo si quiere localizar a Práxedes; harta de la pantomima, deja de fingir su cojera, lo alcanza de tres pasos y ambos salen del comedor.

A la izquierda, al fondo, un resplandor que se consume.

Van hacia allí; tras la primera revuelta, se encuentran otro tramo de diez o doce escalones, otro recodo, paredes cada vez más húmedas como deterioradas por la triste iluminación a gas, enigmáticas puertas que pueden dar a viejos almacenes o a terribles habitaciones donde se prolonguen las actividades del insólito club reunido en el comedor, un muro de carga, el
valiente
.

—¿Qué hace aquí? Esta zona está prohibida a los clientes —se lo dice a Éctor; a la mujer ni la ve.

—Le dices a tu amo que ha venido Séptima.

No está acostumbrado a que las mujeres tengan algo que decir en aquel lugar y menos que lo digan de esa manera. Se da la vuelta, entra en una puerta que se encuentra en mejor estado que las demás y al momento abre para llamarles con un gesto.

Es un despacho mugriento; Práxedes, de pie ante su escritorio, en el que ha cambiado la escribanía por una botella labrada, parece reconvenir a la mujer sentada al borde, que presume de muslo y de muñón, pero escucha con la cabeza baja la bronca del hombre.

—… te arranco la cabeza. Te la arranco —subraya sus palabras con una larga mirada sangrienta.

El matón se ha quedado, las manos cruzadas sobre sus credenciales.

Práxedes se vuelve a los recién llegados, prolongado su enfado hacia ellos.

—¡Coño, la pequeña Séptima! No te reconocí antes. Me dijeron que vendrías —rodea el escritorio; la mira de cerca y, bruscamente, se pone rojo, casi amoratado de furia; un tipo con un sorprendente punto de ebullición—. ¡Ea, pues ya te puedes ir! ¡No te voy a dar nada ni a decir nada! ¡No quiero
enteradas
en mi casa!

—¿Quieres esperar a que…? —Procurando, sólo procurando, no mostrarse intimidada ante el súbito arranque.

—¡He dicho que
airel
! —Elevando la voz hasta la ronquera.

No parece que vaya a tocarla, la mayoría de la gente necesita y tarda más en llegar al contacto físico, pero él no; la coge por el brazo y la arroja contra la puerta, con tanta fuerza que cae al suelo.

Demasiado rápido, demasiado inútil, demasiado real.

Lo primero en lo que vuelve a pensar Éctor es que ojalá aquello fuera una novela policiaca, donde la gente simplemente engaña o esquiva las preguntas, no este mundo en que aún no has comenzado el interrogatorio y ya te han partido la cara; mientras lo piensa, se vuelve; sabe que, de momento, el mayor peligro puede proceder del
valiente
que tiene a la espalda; eso es, está metiendo la mano bajo la chaqueta; y es justo ahí donde Éctor lanza la patada mientras saca su propio nueve largo, mucho más rápido, y le golpea la cabeza con el cañón; apuntando a Práxedes, rebusca entre las ropas del caído, encuentra un revólver anticuado y se lo lanza a Séptima, que ya está de pie.

—No me vas a sacar nada, cabrón. Si tienes cojones, me matas —el dueño del mesón, ya púrpura, saca pecho; es probable que hable en serio.

La rubia ha logrado no mover un músculo, ni uno.

—Siempre ha estado loco. No me extraña que se deje matar —Séptima.

—Pues entonces vamos a matarlo.

No descarta que al tipo, más y más rojo, se le rompa un vaso en el cerebro que le ahorre el trabajo.

Espera.

Nada.

De momento no tendrá esa suerte, así que se encoge de hombros.

—Vámonos, no voy a dejaros a mi espalda.

Coge a Práxedes por el pelo y le hunde la pistola en la nuca; menos mal que, en esa posición, no podemos verle el gesto. Con la barbilla, indica al matón que abra paso. Séptima, detrás.

Recorren a la inversa el laberinto del sótano.

Silencio.

Los dejará en la puerta del mesón, donde puedan perderse de vista rápido sin posibilidad de represalias.

Al pasar por la entrada al comedor, Cristobita les espía, feliz.

Ha desayunado con Altea, que tenía ya la nueva dirección de Mencia Alvarez, la secretaria de Oyarzo que gestionó la publicación del
Ruinas sin nombre
, se ha librado del confidente, ha repetido café y se ha fumado el segundo del día esperando a que Séptima baje de su habitación. La mañana está teñida de un sol plomizo. Nadie sabe nada de ella.

Al fin se decide a subir a buscarla.

Sube por la escalera al primer piso. Las ventanas del corredor están clausuradas, la claridad que se filtra bajo las persianas apenas le basta para encontrar la habitación de Séptima. Llama a la puerta y no responde. Entra y no hay nadie. Sólo su ropa arrugada sobre la cama.

Escucha algo en el pasillo.

Debería llevar siempre la pistola encima.

Está allí, al doblar la esquina. Apoyada en la pared, desnuda. Con una mano sostiene un cigarro apagado y con los dedos de la otra se acaricia el pezón. Lleva puesto un collar de perro del que pende una correa muy gastada. Los ojos intoxicados, pero como resultado de alguna sustancia segregada por su propio cerebro.

—Tenemos que irnos. Tenemos… —A Éctor, sus palabras nunca le han sonado tan estúpidas—. Te espero abajo, en la calle, en la puerta, echando un cigarro.

Desanda el sucio corredor.

La cabina del ascensor le parece la celda de un manicomio; reconstruye los giros de ánimo en Séptima; una mujer profundamente trastornada en medio de corrientes que pueden cambiar el rumbo del país; al deseo de protegerla se superpone su cuerpo desnudo y las ganas de follarla y venderla por tres duros o dos películas, que es, probablemente, lo que terminará haciendo.

Lo ve en cuanto cruza la puerta del hotel, con su traje de lino, buscando el calor de unos débiles rayos de sol que se han abierto paso hasta un trozo de acera.

—Germán. Buenos días.

—Buenos días —respetuoso pero mucho menos apocado.

—¿Me buscaba?

—Sí… Pero no he querido entrar, para no molestarles. Verá, me preguntaba si… Ya le dije que podía contar conmigo para cualquier cosa. Quizás haya algún recado que tengan que hacer…

El violinista le cae bien. Le resulta admirable su recuperación. Y no le apetece estar a solas con su compañera.

—Estoy esperando a Séptima. Tenemos un par de visitas que hacer. Véngase con nosotros.

En el café Verdinegro sí que permiten que Cristobita ocupe una de las sillas y una mesa, aunque ésta resulta demasiado alta para él; el local está casi vacío a media mañana, y el limpiabotas ha olvidado su cajón de trabajo en el suelo y está concentrado en las aventuras escritas por El Coronel Ignotus.

Other books

Snow White Must Die by Nele Neuhaus
Across the Veil by Lisa Kessler
Machines of Eden by Shad Callister
Fragile Eternity by Melissa Marr