Pascal se da la vuelta y sale por las cortinas mientras enciende un grueso cigarro.
A pesar del interés de la narración, Éctor se está cansando de la chachara de aquel imbécil. Ha escuchado hablar antes de estas subastas clandestinas, donde coleccionistas a quienes resultan insuficientes los circuitos oficiales pujan hasta el absurdo por los objetos más descabellados con el fin de disfrutar de ellos en la intimidad, pero nunca había dado mucho crédito a su existencia.
—… se dice incluso que un aristócrata centroeuropeo —el tipo del frac se ha decantado por un tono más misterioso— fue el que envió a los primeros agentes que se apoderaron del esqueleto. Nunca lo sabremos. Lo que sí está contrastado es que cuando se intentó exhumar sus restos en el cementerio de Altzo, éstos habían desaparecido —señala el túmulo con las dos manos—. ¡No me pregunten cómo ni dónde, no me pregunten quién! Porque podría peligrar mi vida si cometiera una indiscreción, pero el caso es que ahora tienen ustedes la oportunidad única…
Las cortinas se abren a su espalda y reaparece Pascal que se aproxima a ellos fumando apaciblemente su puro.
—No quise interrumpirles hasta que escucharan el relato en su totalidad. No les imaginaba licitando en una de mis subastas.
—Nos pareció una buena idea, pero hemos cambiado de opinión —Éctor—; la mierda esa no nos cabe en el sitio que le habíamos reservado en el mueble bar. ¿No tendrá por ahí el cráneo de Mozart, verdad?
—Me dijeron que vendrían a verme.
Se aleja un momento para recoger una silla y se sienta a su lado, con el respaldo ante sí; no le importa que estén de pie, contrarresta la diferencia de nivel con el brillo cabrón de su mirada.
Mientras hablan, el sujeto del frac se pasea entre los postores, mostrando a todos los que desean verlos de cerca una de las abarcas y un guante descomunal para hacer crecer su interés.
—¡Séptima, Séptima! —Pascal intenta comprender la presencia de la mujer canturreando su nombre, pero no lo consigue…
—… —… ni ella lo ayuda.
—Terminemos, antes de que comience la puja. Si queréis os ayudo con las preguntas. No, no voy a daros la película. Punto final.
—Al menos ahora sabemos que tiene una de ellas —Éctor.
—He pensado en subastarla muchas veces, ¿sabéis? Ahora soy un mercader —se ríe de sí mismo—. Pero… esa película ha sido un seguro de vida para mí estos años. Me ha librado de muchos problemas con mucha gente.
—¿Alphonse o François? Sabemos que en la segunda se filmó un asesinato —Éctor.
—Un accidente.
—¿Qué pasó con el niño?
—No lo sé.
—¿Lo hicieron desaparecer?
—¡Ah, una cosa! —Recordando algo—. Me quedaba algo por deciros; como volváis a presentaros en mi casa o a acercaros a mi hijo, os mato. Ahora sí que hemos llegado al punto final.
—Podemos resucitar el asunto ante las autoridades. —Hasta a Éctor le resulta patético su último intento.
Pascal se ríe y el hombre del frac inicia la subasta. Los dos guardianes de la puerta entran para acompañarles fuera. Se quedarán sin saber a cuánto están en el mercado negro los huesos del pobre Eleicegui.
Piancastelli ha necesitado valerse de toda su habilidad y de algunas potencias anticelestiales para colarse en el Complejo Químico Militar Alfonso XIII, la fábrica de fosgeno, difosgeno, cloropicrina e iperita, el célebre Gas Mostaza, enclavada en la zona de la Marañosa. Aunque España había suscrito el Tratado de Versalles que prohibía el uso de armas químicas desde 1919, seguía produciéndolas de forma masiva como una de sus bazas fundamentales en la represión marroquí, y aquel complejo situado en las afueras de Madrid, a pesar de estar fuertemente fortificado, mantenía su actividad casi en secreto.
Al anochecer, como un fantasma, se introdujo en el maletero de uno de los automóviles oficiales aparcados en batería frente a la comandancia, seguro de que tarde o temprano llegarían los hombres a los que vigila. Varias horas después, el dolor de la cadera apenas le deja pensar, y cuando cambia de postura y recobra algo de alivio, sólo se le ocurren deprimentes alternativas que debe descartar inmediatamente.
Por fin, un vehículo remueve la madrugada.
El esperado Hispano Suiza para en la misma puerta de la comandancia. Primero descienden los tres Regulares rifeños, después el sargento Delgado y por último el teniente Cármenes.
Se abre la puerta del edificio y un militar de baja estatura envuelto en su capote sale a recibirles.
Le reconoce.
Es el joven general Jaime de Andrade, el que firma sus artículos en la
Revista de las Tropas Coloniales
con el pseudónimo de Francisco Franco.
Los cinco Regulares de paisano se cuadran ante él.
“Hoy amanecí degollado
un tajo limpio
una irónica sonrisa de oreja a oreja adornaba mi garganta
era de ver mi lengua colgando como corbata
y las de mis vecinos babeando sobre la alfombra
queriendo meterse en mi cuarto
la empleada del servicio recoge sábanas y cientos de colillas de cigarros mientras me aconseja comportarme como un buen muerto y no dar esos espectáculos
mi ocasional amante chilla que todo no es más que un pretexto para no pagarle
y mi madre
ya la escucho
reprochando la desfachatez de andar por ahí sin tan siquiera una bufanda
claro que si tuviera una bufanda roja me colgaría de la viga más alta y escribiría un poema titulado el ahorcado del café Bonaparte
pero ni esto es parís
ni el palo está para cucharas
lo único cierto es que hoy
en el cuarto número doce de las residencias Luis XV (sin aviso a la calle) amanecí degollado
y no logro despertarme”.
Mauricio Contreras,
Hoy amanecí degollado
Es otra la Basilia que les espera en la acera del hotel Ritz.
La puerta giratoria les facilita la pirueta temporal de entrada a un mundo también distinto; Éctor se ha puesto una camisa limpia y un traje planchado para no llamar la atención, y lo logra; entre aquellos aristócratas y banqueros, no es nadie; Séptima, en cambio, lleva su pantalón verde y su chaqueta tres cuartos arrugados de siempre, y resulta más elegante y distinguida que cualquiera.
No se tenía constancia de que hubiera promovido barrios de viviendas dignas para el pueblo, pero era de todos conocido que el rey, indignado por que Madrid no contara con un establecimiento a la altura de la realeza europea, había impulsado incluso con capital propio la creación de este esplendoroso hotel, dotado de salones, jardines, restaurantes, suites y detalles de lujo excepcional —cuatro o cinco cuartos de baño y un teléfono en cada planta, junto al ascensor, entre otros servicios— que lo situaban a la altura de sus homónimos de París o Londres.
Basilia lleva un vestido de noche estrecho con la espalda descubierta y el mismo fular del día anterior, aunque aún no son las doce del mediodía; más seria y taciturna que nunca, les guía por salas, pasillos y escaleras hasta llegar a una zona menos habitada pero igual de suntuosa; abre una gruesa puerta y les cede el paso a un pequeño comedor privado con chimenea recubierto de maderas nobles de las que Éctor, como siempre, no conoce el nombre.
Ante un desayuno continental que no abandona para recibirles, les espera un hombre de edad mediana, con un traje gris perla demasiado ajustado a sus kilos sobrantes y la barba cana perfectamente recortada.
Da igual el Ritz, el traje caro, casi el motivo de la visita, lo notan en cuanto se cierra la puerta, aquel tipo apesta. Apesta.
Despide uno de esos olores indescriptibles pero muy familiares, porque es el opuesto de todos los aromas agradables que conocemos, que resultan tan difíciles de soportar tanto por su repulsiva calidad como por el espacio que ocupan, tienen un cuerpo propio que nos empuja, nos confunde y, en más de un sentido, nos anula.
—¡Tú! ¡Siéntate aquí! —golpea la silla tapizada para que Basilia se siente a su lado.
—Os presento a Curro —susurra ella con asco, obedeciéndole.
El individuo, detrás de la mesa alargada, comienza a recubrir su tostada con mermelada de una gruesa capa de azúcar; no les mira, no les ofrece; Séptima y Éctor se sientan frente a él.
Se come media tostada de un mordisco y deja la otra mitad en el plato; esconde la mano bajo la mesa, por donde se ha sentado Basilia, que permanece aferrada a su mueca, con los ojos bajos. El tipo observa a los recién llegados con curiosidad; cada vez que cambia de posición, el olor se remueve; no hay ni una puñetera ventana en el comedor.
—Supongo que os paga ese mamarracho de Piancastelli —burlón—. Calla, que a lo mejor todavía no os ha dicho su nombre. Sí, hombre, el tarado de la cicatriz en el ojo.
Piancastelli, así es como se llama…
—¿Para qué nos ha hecho venir? —Séptima.
—¿Yo? —Riéndose. ¡Yo no hago nada! ¡Yo soy como el hombre invisible!
—Aunque lo fuera, su presencia se notaría enseguida —Éctor.
—Yo no soy nadie —ignorando el comentario, toma el resto de la tostada con la izquierda y se la come de un bocado, la mano derecha se mueve abajo, cerca de Basilia—. ¡Piancastelli… menudo prenda! Se dice, se dice, que la herida se la ganó en un duelo; se dice que un conocido banquero insultó al rey, o simplemente le reclamó sus deudas, y el monarca envió a Piancastelli a que lo representara en el desafío. Eso dicen. Pero es mentira, no se lo crean. Yo lo sé de buena tinta.
—¿Y si seguimos hablando en el jardín? —Éctor.
—Aquí estamos mejor, esto es más íntimo, ¿verdad? —le pregunta a Basilia, que no le responde—. Además, acabo de tirarme un montón de horas de ferrocarril y tengo derecho a descansar un poco y a disfrutar del lujo de la capital. Vengo de Barcelona, ¿saben? De investigar sobre tres películas pornográficas realizadas a instancias de Alfonso XIII.
Para, se está divirtiendo.
—Acabe —Éctor.
—Tranquilo, al final no eran las películas que usted busca. Estas son más recientes, tres cortos filmados en los últimos seis años:
El ministro, Consultorio de señoras
y
El confesor
. Cierto dignatario, actuando en nombre del monarca, los encargó a los hermanos Ricardo y Ramón Baños, dueños de la productora barcelonesa Royal Films. Menudo prenda también… el rey, digo. Antes lo llamaban el Africano, por su implicación en la guerra de Marruecos, pero ahora se ha buscado otros entretenimientos…
Basilia aprieta los dientes, la mano no deja de moverse allá abajo; el aire ha sido casi completamente sustituido por aquel espesor nauseabundo.
—Mire… —Éctor.
—Miro —cambiando súbitamente de tono, fiero sin alzar la voz, se dirige casi todo el tiempo a Séptima—, y no me gusta lo que veo. Las fuerzas que me envían llevan años detrás de esas películas. Ustedes son unos desgraciados que no tienen ni idea de la baza que suponen.
—Si nos ha… —Séptima, que desde hace unos minutos se ha tapado la boca y la nariz disimuladamente con la mano para no respirar al sujeto.
—No, no me responda a mí. Yo no soy nada —se va calmando—. Allá ustedes si caen en sus manos y no se las entregan. Úsenme para devolverlas, si entran en razón, y para nada más. Estaré en contacto con ésta —la mano en Basilia—. Pueden irse.
Todo lo que no sea partirle la cabeza al tipo está de más para Éctor, así que se pone en pie y abre la puerta sin una palabra.
—¿Vamos? —Séptima, también de pie, a Basilia.
—Se queda —Curro, de nuevo sonriente—. Cierren la puerta.
Se queda.
Séptima sale dejando la puerta abierta; desandan pasillos y escaleras, cruzan el hall y al fin salen al exterior, pero el hedor les ha contaminado, se viene con ellos como la expresión abatida de Basilia mirando el mantel.
Encaran el Prado a paso rápido, aspiran el aire con la boca abierta, Éctor lía un cigarrillo y la muchacha se lo roba una vez armado, han debido de acabársele los suyos.
Andan un buen rato, a aquella hora del mediodía, la zona está llena de gente, se figuran que todos están ocupados y contentos; todavía no se han librado de la pestilencia, ni del recuerdo de la chica a la que han abandonado ni de la amenaza de aquel sujeto cuando Éctor empieza a hablar.
—Los militares, y sobre todo algunas castas de militares, siempre han tenido un gran poder en este país. Cada vez más. Se las arreglarán para tomar el control de todo esto, de un modo u otro.
—Eso me asusta, claro que me asusta —Séptima—. Pero me asusta todavía más lo que el poder, cualquier forma de poder, pueda hacer con gente que no contamos para nadie como tú y como yo. Han matado a Lucio y no ha pasado nada. Han quemado mi piso con todo lo que tenía y no ha pasado nada. Cualquier día nos molerán a palos, nos meterán en una cárcel fantasma, o nos pegarán un tiro, y no pasará nada.
—¿Una cárcel fantasma?
—Nadie puede visitarte allí, no están sujetas a ninguna norma, no se sale de ellas. Cualquier estamento oficial negará su existencia.
—¿Conoces a alguien que esté encerrado en una? No responde y Éctor tiene la certeza de que la chica no querría haberle confesado ni siquiera eso.
Hermano, el puto 1926 no se acaba nunca. Hoteles, cafés, mansiones, el mayor repertorio de locos, cabrones y degenerados que te puedas imaginar. Estoy harto de todo esto, Luis, harto hasta el asco más profundo; al principio sólo estaba hasta los cojones, pero enseguida el nivel de inmundicia fue subiendo, o yo fui descendiendo, me ahogué en ella, y seguí bajando; he tragado tanta mierda que hasta mi vida en Sevilla, aquello que los otros y yo habíamos convertido en un callejón sin salida, me parece un tiempo habitable, recuperable incluso, si lo comparo con las alcantarillas en las que me he metido. Disculpa el retraso, el melodrama y la mariconería, pero no dejo de recordar…
Éctor levanta el lapicero de oro de la holandesa justo cuando está a punto de evocar a Nuncy. Nunca habla con Luis de su mujer, que estuvo a punto de serlo de él. Termina el coñac y decide no pedir una segunda copa; no son ni las cuatro de la tarde y el café, a unas calles del hotel Bizancio, todavía está casi vacío. Y, sin embargo, es de Nuncy de quien necesita hablar; le ha puesto dos avisos de conferencia y varios telegramas en los últimos días, sin ningún resultado. A esta distancia, por turbio que sea el lugar en el que se ha metido, y despreciable lo que está haciendo, o quizás a causa de todo eso, la recuerda con una claridad distinta, no se explica cómo no se lo explicó todo, cómo no se la llevó lejos o no dejó que ella se lo llevara a él, la echa de menos tanto como insoportable se le ha hecho esta situación, ahora que la única manera de recuperarla y recuperarse es continuar este descenso hasta el fondo.