Ahora bien, aquellos nacidos bajo el signo de Saturno,
fiero planeta, caro a los nigrománticos,
entre todos tienen, según los viejos grimorios,
buena parte de desdicha y de cólera.
La imaginación, inquieta y débil,
en ellos anula el esfuerzo de la razón.
En sus venas la sangre, sutil como un veneno
raro y ardiente como la lava, corre y arrolla
encogiendo su triste ideal que se derrumba.
Seguro que Séptima conocía los versos, pero se ha vuelto más intangible o más transparente, sólo sus ojeras siguen siendo reales.
—¿Ha oído hablar de unas películas que rodaron? —Éctor, práctico.
—El
Sagrado Tríptico
. Representan el lado más siniestro del grupo. Tenían que estar completamente trastornados para acabar con la vida de un hombre sólo por experimentar la filmación del asesinato.
—Tenía entendido que fue un accidente —Éctor.
—Les digo lo que me contó Salgado.
—A nosotros nos consta que fue un accidente —Séptima, cortante.
—A Salgado no le dijeron eso —se encoge de hombros pero se mantiene firme.
—¿El llegó a ver las películas? —Éctor, intenta no demostrar la inquietud que le produce el nuevo giro.
—No. Pero su… amigo, el miembro de la Editorial Saturnia, le hablaba mucho de ellas.
—¿Se las contó a usted?
—Me habló mucho de ellas, sí.
—Me gustaría que nos contara lo que recuerde.
Alguna de las paredes debe de dar a la calle porque durante los silencios les llegan las intermitencias de la lluvia.
—
Donatien, Alphonse, François
. Los tres nombres del marqués de Sade, eso ya lo saben —presume mientras hace memoria, es un tipo tirando a inescrutable—. Para situarse, deben tener en cuenta que los propios miembros de Saturnia interpretaban a casi todos los personajes y que los decorados eran muy rudimentarios; además no creo que me contara la trama completa, sólo la secuencia principal —otra pausa para ordenar sus pensamientos—. Les contaré lo que sé y dejaré que sean ustedes quienes analicen las alegorías.
Entonces lo ve.
Baltasar.
Humberto Oyarzo, caracterizado como el rey negro, catorce años más joven pero el mismo gesto altivo bajo el betún o lo que quiera que llevara en la cara. Archiva el recuerdo para analizarlo más adelante, no quiere perderse ni una palabra del librero.
—Adelante —Éctor; Séptima parece haber perdido el interés.
—Las tres películas comienzan de la misma forma: un individuo vestido a la manera de finales del XVIII tirado en un callejón con una botella, agonizando, suponemos que se trata del marqués; se le acerca un clérigo, con la sotana manchada y aspecto vicioso, que extrae una hostia consagrada y, tras escupir sobre ella y frotársela por el trasero, se la ofrece al moribundo que la rechaza mientras se ríe y se ríe. A continuación se ven, en cada una de las películas, tres parodias bíblicas, que imaginamos son ensoñaciones de muerte de Sade.
Donatien
es una representación del nacimiento del niño Jesús. Al portal de Belén, llegan los tres reyes magos cargados de extraños instrumentos, disfrazados como cabalistas; para celebrar la epifanía, el paje que acompaña a los magos, un chiquillo, le practica una fellatio a uno de los magos.
Alphonse
…
—Ese niño… ¿sabe algo más de él?
—No, nada. Ahora será un muchacho.
—¿Sale en alguna película más?
—En las tres.
—Siga, por favor.
—En
Alphonse
, después del prólogo con Sade a las puertas de la muerte, le toca el turno a la resurrección de Lázaro. Estamos en unas catacumbas. El cadáver reposa en una piedra, olvidado. Jesucristo recibe las… atenciones sexuales de Marta y María, las hermanas de Lázaro, dos hombres vestidos toscamente de mujer en realidad, mientras él toca a un niño, el mismo que hacía de paje, para excitarse; en otros rincones de la cripta, se ven otros discípulos entregados a una especie de bacanal.
—¿Las tres películas fueron rodadas en el mismo sitio? ¿Sabe dónde?
—Lo lamento —niega y retoma el hilo—. Con
François
llegamos a la crucifixión. Esta película no sólo es la última, sino que se rodó algún tiempo después de las otras dos; es la más terrible, pero también la más descuidada artísticamente; los protagonistas estaban, parecían enloquecidos, muy intoxicados. El prólogo, el de siempre. Después veremos una cruz tendida en el suelo y sobre ella a Jesús, desnudo, sujeto con cuerdas. Unos individuos con atuendo de romanos y judíos, así como el niño de las otras veces, lo flagelan salvajemente hasta que en un momento de paroxismo, el niño, animado por los otros, le clava la célebre lanza en el costado. Mientras muere o una vez muerto, una mujer, presumiblemente María Magdalena, inicia una fellatio en un vano intento de resucitación.
Los tres quedan callados, Séptima los mira, como extrañada de que hayan perdido el tiempo hablando de aquello.
Éctor saca la foto de los saturninos vestidos de músicos y se la tiende a Salvador.
—¿La había visto antes?
—No, nunca. Me produce una sensación rara verlos por primera vez después de haber hablado tanto de ellos. No sabe cuánto he lamentado no sacar un momento para leer el
Ruino sen nomo
.
—¿Qué era? El libro. Poemas, prosa…
—Un devocionario, escrito en varios géneros.
—¿Ve al tipo vuelto de espaldas? ¿Le contó Salgado algo de él? Alguien que saliera en las películas ocultando el rostro, por ejemplo.
—No, nada. Pero su figura, no sé, pero me resulta muy familiar.
—A mí también.
Séptima se pone en pie y murmura algo sobre la necesidad de irse. Ellos también se levantan. Hace tiempo que no se oye nada en el resto de la librería, el pasillo está ya oscuro, hace frío, pero aquello es mejor que la noche que les espera.
—¿Me dará la dirección de la secretaria de Oyarzo? Me gustaría visitarla —Éctor.
—Los clásicos tenían muy claro el peligro de acercarse demasiado al mito. Tengan cuidado.
El restaurante del hotel Bizancio resuena con un bullicio distinto esta noche. Éctor y Séptima intercambian muecas de extrañeza, pero aun así entran a cenar.
En realidad son sólo cuatro huéspedes los que andan de juerga, cuatro fulanos con aspecto de comerciales, tres sentados en una mesa con enormes puros y el cuarto, un gracioso, bailando solo, al ritmo del pasodoble que surge del aparato de radio.
—¡Señorita, un solisombra para aquí mis compañeros, a mi cuenta, que pagan las tinturas Winter! —le dice a Antonio Altea, que oficia de camarero y sonríe reverente a la petición.
Uno de los que están sentados reconoce a Séptima, la señala descaradamente con el puro y le comenta algo que no se escucha con la música a los otros. Ella también lo reconoce y está a punto de dar la vuelta, pero se resiste y se sienta en una mesa al principio de la sala.
Antonio les hace un gesto y se reúne con ellos en cuanto termina de servir a los vendedores.
—Aquí está uno para todo —en voz baja, con naturalidad, como si la noche anterior no hubiera pasado nada—, pero no hay más remedio, éstos son de los que se dejan un buen dinero.
—¿Se alojan aquí? —Éctor, que percibe cómo observan a Séptima y se figura que están hablando de ella y se advierte que no es cosa suya.
—Sólo por esta noche. Son representantes —confirma, mientras saca el carné del bolsillo del carric que no se quita nunca y cambia de tema—. Tengo algo para ustedes. De Lucas Iranzo y de su hermano. Me ha costado, no crean.
Séptima mira la mesa fijamente, los huéspedes la miran a ella, el camarero, sin intención de tomar el pedido de la pareja recién llegada, mira solícito a los huéspedes, Antonio mira a Éctor esperando una felicitación por las noticias, y éste, como le ocurre cada vez más a menudo, no sabe qué pinta allí ni sabe adónde mirar pero cabecea para animarlo a seguir.
—Efectivamente, Lucas Iranzo, estudiante de Bellas Artes, murió en un accidente hace catorce años, mientras montaba el decorado de una obra de teatro universitaria. Nada de películas. Eso al menos es lo que me han dicho.
—¿Quién? ¿Quién se lo ha dicho?
—Eso…
—Es igual —Séptima, impaciente, probablemente más por marcharse de allí que por conocer la información—, sigue.
—Del muerto, poco más. El asunto se cerró enseguida como un accidente y no hubo más investigación. Puedo conseguir el expediente académico si quieren.
—¿Y el hermano?
—Germán Iranzo, dos años mayor que él, su única familia. Era violinista de la Orquesta Sinfónica Pastoral de Madrid, dependiente del Arzobispado. A raíz de la muerte de Lucas, se metió en la botella, faltaba a los ensayos, cometía errores en los conciertos. Al final dejó la orquesta y estuvo un tiempo no sabemos dónde, dando tumbos por ahí. Hace cuatro o cinco años los responsables de la orquesta lo contrataron de nuevo pero esta vez como guarda nocturno de la casa palacio donde tienen la sede; lo recogieron, vamos.
—¿Dónde está esa casa palacio?
—Por Chamartín, cerca…
Un siseo.
Ninguno de los tres vuelve la cabeza, pero saben que procede de la mesa de los cuatro hombres y que va dirigido a Séptima, que juega con el servilletero, la piel tirante, los ojos roturados por las marcas negras.
—Por Chamartín —repite Antonio, como si no hubiera oído nada—, cerca de la Torre de los Siete Jorobados.
—¿Sabe si está allí todas…?
Esta vez son dos los que la sisean coreados por las risas de los demás.
Séptima se pone lentamente en pie con más asco que resolución o ira.
—No les eches cuenta —pide Antonio.
Pero ya es tarde.
Los vendedores, rostros abotargados por el alcohol y corbatas de flores, han alineado las sillas y la reciben como si fuera un tribunal; el del extremo derecho, uno con perilla y algo más gordo y espabilado que los demás, es el que habla.
Séptima responde también inaudiblemente, cortante, y los otros tres celebran su salida con una carcajada que no le gusta al de la perilla, porque coge de la mesa un vaso de agua y lo arroja a la cara de la mujer.
Se la ve de espaldas, la cabeza alta, firme, sin mover un dedo para limpiarse.
Tiene veintiséis años.
Antonio se levanta silencioso, recogido en sí mismo, y sale sigilosamente del comedor.
El camarero se da la vuelta y desaparece por la escalera de bajada a la cocina.
A Éctor se le viene a la memoria la invitación de la muchacha, dos días antes, a compartir su cama. No quiere meterse en más líos, sólo terminar lo que ha empezado y marcharse de Madrid.
Se pone en pie y se acerca a ella despacio.
Lo que le moja el cabello, le nubla los ojos y le trasparenta la camisa es sólo agua; deja que le corra por el rostro como si pensara que se merece algo mucho más infame que aquello.
—Vámonos —Éctor, tendiéndole un pañuelo.
—¿Tú qué eres, el chulo de ésta? —el de la perilla.
—En los ratos que me deja libre tu puta madre —informa Éctor con voz bien modulada, el tono educado.
Los otros tres se remueven, ya incómodos desde que la roció con el agua, pero el de la perilla tiene que contestar.
—¿A qué te tiento la cara? —empezando a levantarse.
—¿A qué te saco los ojos? —Éctor.
Y lo hace.
Con un movimiento rápido y seco, mete y saca el corazón y el índice en uve de las cuencas oculares del individuo, que vuelve a caer en la silla gritando de dolor.
No le parece suficiente, y le patea los huevos, el estómago, la barbilla.
Aún no le parece suficiente, así que le busca la garganta para matarlo.
En el tumulto que sigue, los otros comerciantes se interponen, intentan contenerle, le piden calma y disculpas, pero hasta que Séptima le habla al oído no deja de presionar.
Las calles están mojadas, la mañana ventosa, tan desapacible como corresponde. Éctor y Séptima se resguardan un momento en el portal al salir del edificio que les indicó el librero.
Mujeres de negro con la cabeza envuelta en pañolones, hombres con alpargatas, carros de traperos con espuertas llenas de desperdicios, pasan indiferentes bajo la inmensa torre metálica de la Red de San Luis, construida para la instalación en la ciudad del teléfono automático; el Madrid del pasado pasa de largo junto al del futuro sin encontrarlo.
Mencia Álvarez, la antigua secretaria de Humberto Oyarzo ya no vive allí ni ningún vecino ha sabido o querido darles razón de su nuevo domicilio. Hay que seguir buscando.
—¿Antonio Salgado? —el vecino, un anciano con bufanda, les mira sorprendido, indeciso sobre la conveniencia de proporcionarles informes—. ¿Han hablado con su madre?
—No hay nadie en casa —Séptima.
—Claro que no —pero tampoco dice más.
Por suerte, el tranvía comunica la Red de San Luis con Prosperidad, y no les ha costado encontrar la dirección del poeta especialista en la Editorial Saturnia. En contra de lo que esperaban al decirles el librero que la madre de Salgado era vendedora de lotería, el barrio hace justicia a su nombre, una zona de comerciantes y pequeños propietarios.
—¿Sabe usted cuándo suelen volver a casa? —Séptima de nuevo, esta vez con una sonrisa.
—Hablen con Esperanza, la madre. Es lotera. Para en Casa Gregorio, el restaurante. Desde que abren hasta que cierran la pueden encontrar allí. Y eso que no le hace falta, a su edad…
Comen el menú del día en un figón de trabajadores y llegan a Casa Gregorio a la hora del café. No tienen que preguntar por la lotera; la anciana con vestido de flores sentada en una silla de madera junto a la salida de camareros del mostrador debe de ser una especie de institución en el establecimiento.
—¿Doña Esperanza?
—Sí —la mujer parece acostumbrada a que la conozcan por su nombre y comienza a cortar uno de los números de la tira que tiene enganchada al pecho.
—No —la detiene Éctor—. Venimos a hablar con usted. Sobre su hijo Antonio.
—Ah —empieza a levantarse trabajosamente ayudándose con el bastón.
—No se moleste.
—Es igual —al fin lo consigue—. ¿Es usted compañero suyo?
—No exactamente. No nos conocemos, pero estamos haciendo un trabajo sobre el mismo tema y me gustaría hablar con él.
—Mi Antoñito se me fue hace cuatro años —explica despacio, sorprendida de que ellos y el resto del mundo no esté al tanto del suceso—. Quemó todos los libros en el patio. Tenía un disparate de libros. Se me fue.