Y con mucho esfuerzo pero igual de tranquila se separa de ellos, que no se deciden a preguntarle qué ha querido decir con ese
semefue
, para iniciar uno de sus recorridos entre las mesas ofreciendo sus décimos.
Salen del restaurante a las sombras, los días siguen acortándose, les parece que casi siempre es de noche; es inútil aportar acotaciones a los efectos tóxicos que el
Ruinas sin nombre o
sus autores pudieron ocasionar en aquel chico.
Echan a andar deseando otra vez que la vida se pareciera un poco más a las novelas policiacas, que la gente no se mudara a direcciones recónditas, que respondieran a las preguntas o que no respondieran con mentiras, o que en aquellos casos en los que se encontraba su paradero no fuera para descubrir que se habían volatilizado para siempre.
Tal y como les encaminó Antonio, la casa palacio que alberga la Orquesta Sinfónica Pastoral de Madrid está a unos quinientos metros de la Torre de los Siete Jorobados. Un caserón típico del barroco madrileño con fachada almohadillada, aislado, y lúgubre a aquella hora de la noche.
Éctor golpea el portón, espera, golpea de nuevo, espera. Séptima se revuelve en su chaqueta tres cuartos a cada ráfaga de viento, no ha mostrado hasta ahora más ropa de abrigo que ésa; al final lanza una patada contra la puerta, para ayudar a Éctor o para entrar en calor.
Ahora sí escuchan pasos, y al momento les abre un hombre con expresión tan desganada como sus andares. Se cubre con una manta sobre los hombros, un maltratado gorro de lana y barba de varios centímetros. Da la impresión de estar cansado, harto, y un poco ido, pero no borracho, que es lo que temían.
—¿Germán Iranzo?
—Sí —algo inseguro de su respuesta.
—Perdone que vengamos a molestarle así. Quisiéramos hablar con usted, de su hermano —sobre la marcha, Éctor decide que no va a irle con subterfugios a aquel tipo, no sabe por qué, pero no va a hacerlo.
—…
—Sobre el asesinato de Lucas.
El hombre cierra los ojos un momento, los vuelve a abrir y la pareja sigue allí.
—Pasen.
La entrada, en arco, les deja en un patio rectangular rodeado por una galería cubierta por bóvedas de arista. Al borde de un soportal, en la zona más resguardada, arde una fogata que hace hervir un líquido aromático en una lata.
Están cruzando el patio en diagonal detrás del guarda cuando Éctor se detiene ante la entrada principal; a pesar de la oscuridad, reconoce los escalones gastados, el murete de piedra, los macetones; no tiene que sacar del bolsillo la fotografía de los miembros de la Editorial Saturnia disfrazados de músicos para estar seguro de que se encuentra ante el lugar donde fue tomada. Séptima tiene que volver y tocarle un brazo para que siga.
Germán está de rodillas, apartando la lata para que la infusión no se consuma, pero en ese momento decide abandonar el protocolo y se sienta en el suelo, en el lugar que ocupaba antes de que llegaran los intrusos; éstos hacen lo mismo; el fuego les hace entrar en calor, no se está mal allí.
—Estaba preparando café. Achicoria, en realidad. Les invitaría, pero no tengo vasos.
—Nosotros venimos de tomarlo —miente Séptima—. No tenga reparo.
El guarda se mece ligeramente, aferrando los picos de la manta en torno al cuello, mirando el fuego. La mirada es inteligente y la dicción culta, pero a veces la voz se le vuelve pastosa.
—El asesinato de Lucas. Es la primera vez que escucho a alguien pronunciar esas palabras, aparte de a mí mismo. Todos me dijeron que fue un accidente.
—¿Y la película? —Éctor—. No la ha visto, ¿verdad?
—No sé de qué me habla.
—Su hermano murió mientras rodaba una película.
—Lucas murió construyendo los decorados de una función teatral de aficionados; se cayó de un andamio, con tan mala fortuna que terminó ensartado en una de las lanzas del atrezo —engola la voz mientras enuncia la versión oficial—. Nunca me lo creí. No es que no pudiera haber sido así, es que no me fiaba de las amistades con las que andaba. Estábamos peleados… Lucas y yo. Esa gente era… Bueno —abre las manos—. Las autoridades se negaron a investigar nada. Dijeron que el asunto estaba muy claro. Lo único claro es que querían evitarles el escándalo a aquellos indeseables.
—La Editorial Saturnia.
—Así se hacían llamar.
—¿Cómo los conoció su hermano?
—No lo sé —su voz se vuelve más clara y su pensamiento más ordenado a medida que habla, parece que aquello le está haciendo bien—. Acababa de licenciarse en Bellas Artes, era un pintor con una gran capacidad, iba a prepararse unas oposiciones para dar clases… No sé. Yo viajaba mucho con la orquesta en ese tiempo; soy, era, violinista… Lo saben, ¿verdad?
—Sí.
—Cuando volví de una gira, me dijo que había dejado las oposiciones. Había conocido a un grupo que le estaba enseñando cómo se hacía arte con la propia vida, me dijo. Llegaba a las tantas, borracho o drogado, o no llegaba. Era mi hermano pequeño, yo siempre había cuidado de él, pero por muchas broncas que le echara… Llegué a seguirle y hablar con algunos de ellos en un café, pero se rieron de mí, me respondieron en un idioma que después supe que era esperanto, y me dejaron con la palabra en la boca —lo cuenta tranquilo, probablemente se ha repetido tantas veces aquellos episodios que puede afrontarlos sin que le afecten demasiado—. Al final, me dijo que se había enamorado. De un hombre. Siempre fue un joven muy apuesto pero eso… De un vizconde.
—¿Por eso se peleó usted con él?
—No. Eso fue un disgusto más. La pelea… Yo, en aquella época además de músico, estaba muy metido en la orquesta y la diócesis me había dado una copia de las llaves de este edificio para que abriera en los ensayos. Lucas me las robó; se vino aquí con sus amigotes y organizaron una fiesta… El no pertenecía a la misma clase de esos señoritos, me costó mil trabajos pagarle la carrera, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera por congraciarse con ellos, por ponerse a su nivel… En la fiesta, estropearon instrumentos, rompieron muebles, llenaron el palacio de… porquerías. Cuando me enteré, lo eché de casa y le retiré la palabra para siempre. A los tres días murió.
—El vizconde, Sixto, era mi tío —reconoce Séptima.
Germán la mira fijamente, y después baja los ojos y asiente; en estos años ha aprendido a no condenar a nadie.
Éctor saca la fotografía, y se la entrega. La contempla largamente, con más pesar que odio.
—Ahora ya saben ustedes quién fue el fotógrafo.
Aunque están al aire libre, los muros les protegen del viento, el fuego les da calor, ni el suelo les resulta incómodo; por primera vez en mucho días, no se sienten fuera de lugar.
—Esta gente rodó tres películas —Éctor—, una serie conocida como el
Sagrado Tríptico
. Sólo he visto la primera, pero alguien de quien no tengo razones para desconfiar me ha contado que en la última de ellas, puede verse cómo… muere su hermano. Estoy buscando esas películas.
—… —Sigue concentrado en la fotografía, no responde.
—Si nos ayuda a encontrarlas… bueno, puede ser una forma de demostrar al fin que no fue un accidente.
—En poco puedo ayudarles —se señala de pies a cabeza, enseña los restos en los que se ha convertido—. Tras la muerte, removí Roma con Santiago, acudí a la diócesis, al juez, a la policía, me planté en casa del vizconde… nada. Un día se presentó Práxedes en mi casa…
—¿Práxedes?
—Este —vuelve el retrato y les señala al más alto y fuerte de los saturninos, un individuo con aspecto de deportista que sostiene horizontalmente el mástil del violín, como si fuera un arma—. Vino con dos matones. Me dijo que como siguiera enredando me destrozarían las manos y no podría volver a tocar. Para lo que me sirvieron después… Me metieron el miedo en el cuerpo —lo reconoce sereno, con llaneza, no es lo más humillante por lo que ha tenido que pasar.
—¿Conoce al resto?
Éctor no se puede creer que al fin haya dado con alguien dispuesto a confesarles las identidades de los saturninos.
—Práxedes —empieza a enumerar, indicando con una uña sucia y larga—. El vizconde. De la mujer no sé nada. Humberto…
—Es al único al que conocíamos, además del vizconde.
—Van cuatro. Este era conocido como Rimbaud —algo más joven que los demás, sobreactuadamente afectado, el único que sostiene una botella en vez de un instrumento musical—, no le conocí ni sé dónde puede estar; mi hermano decía que estaba loco. El gordo es Pascal, creo que se dedica al comercio, vive en Serrano. Y el séptimo… el que está de espaldas; tampoco sé quién es; por lo visto alguien de muchísima influencia, que sólo se reunía con ellos en muy contadas ocasiones, una especie de miembro honorario del grupo.
—¿Sabe las direcciones de Práxedes y de Pascal?
—Les anduve detrás mucho tiempo —asiente.
Éctor extrae el lapicero de oro y una holandesa doblada y va a tomar nota, pero cambia de opinión y se los tiende al guarda; lo menos que se merece aquel hombre es demostrarle que confían en que aún sepa escribir.
—Les ayudaría en más si —Germán, sosteniendo el lapicero con mano vacilante—… pero después de aquello, yo —se pone a escribir.
Séptima reaviva el fuego con un par de ramas.
Están muy bien allí.
Se deja caer en el sillón y aparta la vista lentamente de
Meyrink
.
Acaba de levantarse y ya se siente cansado, el brasero de cisco no consigue sacarle el frío que se le metió en el cuerpo desde el primer día que ocupó aquel asqueroso piso.
Lo primero que hace Piancastelli cada mañana es darle el desayuno al conejo, cambia impresiones con él, aguanta sus sarcasmos; si está de humor, rememoran alguno de los triunfos que han compartido.
No necesita tocarlo para saber que está muerto.
Anoche estuvo rondando la cuadra donde se esconden Vidal y los esportilleros, necesitaba tomar el aire y comprobar el estado de aquella gente, pero no tuvo estómago para entrar; plantado junto a una ventana, en el descampado, de cara al viento cortante y seco de Madrid, los escuchó insultarse y reírse en un lenguaje gutural que le resultaba totalmente ajeno, hasta que no pudo más y se marchó.
Le dolía la cadera derecha, llevaba dos días sin afeitarse, no había encontrado razones para ponerse de nuevo en peligro regresando al
dancing
del canódromo para averiguar qué salió mal en la trampa que tendió a los Regulares.
Ahora
, Meyrink.
Cuando lo llamaron, lo dejó todo, su retiro, sus comodidades, su forma de vida cuidadosamente dispuesta; se trajo sus trucos, el resto de la fuerza que había ahorrado para pasar sus últimos años y la única persona que le importaba, y lo puso todo al servicio de aquella campaña.
No se arrepentía, si no fuera por los actos que se tradujeron en aquel compromiso, hace tiempo que no tendría nada, pero por primera vez en su vida se siente viejo.
—Don Pascal no está —responde la criada desde debajo de su cofia.
—¿Sabe a qué hora volverá? —Éctor.
—No sé. Me parece que no va a volver hoy.
—¿Sabría dónde podemos encontrarle? Es importante.
—Yo… no.
—Deja, Merchi, ya hablo yo con los señores.
Innegable el parecido con el saturnino de la foto que ahora conocían como Pascal.
Un chico resuelto, muy formalito, de unos trece o catorce años, moreno, gordo y alto para su edad, con la chaqueta verde, la corbata a rayas y el pantalón gris del uniforme de un colegio religioso, que espera a que desaparezca la muchacha para entregarles una tarjeta negra.
—Mi padre les estaba esperando. A las doce de esta noche aquí.
«Charenton. Carabanchel de Abajo. Tras Palacio Vista Alegre». En el tiempo que tardan en leer el reverso de la tarjeta les cierran la puerta.
Se alejan rápidamente de los edificios burgueses con jardín interior de la calle Serrano; no necesitan decirse que aprovecharán la confusión del niño para presentarse esa noche en la dirección de la tarjeta para ver a qué se dedica Pascal.
Es la hora del almuerzo y Éctor elige una discreta casa de comidas medio vacía; se sientan al fondo y el dueño, sin preguntarles, empieza a servirles vino y cocido.
Séptima aparta su plato en cuanto les deja, se sienta de lado como para concederle a él mayor intimidad, toma un pequeño sorbo del tinto barato, come una miga de pan, inicia una complicada figura plegando la servilleta. Lleva la media melena rubia despeinada y al bajar la cabeza para ver mejor los pliegues de la servilleta, casi le oculta los ojos, las ojeras que están desapareciendo y la niebla que permanece.
—Cuando le preguntaron a Oscar Wilde por qué seguía frecuentando a cierto grupo poco recomendable, los definió como «maravilloso en medio de su malévola guerra contra la vida. Disfrutar de su compañía era una aventura llena de sorpresas».
Casi se atraganta Éctor con los garbanzos, aunque hace tiempo que esperaba que reiniciara su defensa de los saturninos después de las acusaciones que ha escuchado en silencio durante los últimos días.
—Hay muchas cosas que no entiendo —le responde eligiendo con cuidado los pensamientos que pone en palabras—. Me pierdo una y otra vez. Por ejemplo, este tal Pascal, al margen de lo que nos encontremos esta noche, parece un tipo acaudalado que lleva una vida normal y corriente. Me resulta muy difícil encajar eso con alguien que hizo lo que él.
—Menos Sixto, que afrontaba su rebeldía de una forma abierta y desafiante, y Rimbaud, decididamente autodestructivo, los demás, por muy diversos motivos, vivieron aquel periodo como una doble vida oculta, casi como una sociedad secreta.
—¡Rimbaud! —Ahuecando la voz—. Las referencias a Sade, a Verlaine… No te enfades, pero todo eso me suena a coartada cultural para sus juergas salvajes. Que yo haya sabido, ninguno poseía ningún talento artístico.
—No os enteráis de nada. No te enteras de nada. Esa era su gran maldición particular. Le habían dado la espalda a su patria, a Dios y, sobre todo, a los hombres; pero, a diferencia de los artistas a los que admiraban, carecían de un don en el que refugiarse.
Éctor nunca ha sido pobre ni rico, su padre fue maestro, se defendía bien, pertenecían a la nueva clase media que emergía en el país, pero está lo bastante lejos de aquellos señoritos hijos de puta para haberse forjado una idea muy distinta de su tormento existencial.