—Madre de Dios.
—Yo no podía creer lo que estaba ocurriendo. El de paisano que acompañaba a la policía, un hombre de unos sesenta años con un gran bigote rubio, que parecía inglés, resultó ser el juez de instrucción; se acercó a mí y me pidió:
Míreme a los ojos
; parecía querer leer en ellos; al final cabeceó, como inseguro de lo que veía y me dijo:
Tendrá usted que acompañarnos
. Me metieron en uno de los dos vehículos oficiales que traían. No me contestaban cuando les preguntaba adónde íbamos. Aquello parecía una pesadilla. Al final, me llevaron a mi casa pero no me dejaron salir del automóvil. Por la ventanilla pude ver cómo el sargento y el juez se metían en el cuchitril de la portera y se llevaban allí un buen rato, supuse que interrogándola. Después salieron y se sentaron a mi lado. El sargento me dijo: Esto toma mal cariz, su portera de usted ha declarado que la señorita del pelo rojo ha sido vista por ella subiendo y bajando con usted del piso en el que habita, más de un día, y más de dos, y alguna noche.
Yo sentí que se me venía el mundo encima, no sabía cómo reaccionar
.
—Claro.
—El juez se echó la mascota hacia atrás y me dijo:
Míreme a los ojos
. No sé qué vio porque no soltaba prenda, le hizo una seña al conductor, que parecía estar al tanto de cada parada del itinerario, y volvimos a arrancar.
Ahora sí saben por dónde caminan, la narración les ha llevado a una zona mucho más animada. Avanzando por la calle de Alcalá, dirección Puerta del Sol, los cafés se van multiplicando, grupos de hombres bien trajeados a los que es fácil relacionar con la literatura o la tauromaquia según el local del que salgan, se cruzan con algunas parejas en las que Germán, sin dejar de contar serenamente su historia, quiere imaginar un parecido no del todo imposible a la que él mismo forma con Basilia.
—Y otra vez sin mediar palabra, el sargento escribiendo todo el tiempo, me llevaron esta vez a un barrio residencial, formado por filas de casas de dos pisos con jardín. Pararon delante de una de ellas. Me hicieron salir y me pusieron junto a la cancela custodiado por dos guardias y me dejaron allí de pie, mientras el sargento y el juez entraban. Yo no hacía más que pensar que estaba viviendo la peor noche de mi vida. Al rato, sale un anciano a la ventana, se pone las lentes, me mira, dice que sí con la cabeza y desaparece. Cuando salieron, el sargento me informó de sopetón:
Que está seguro, que es usted el pretendiente de su hija, que la venía a buscar cada dos por tres y la esperaba aquí mismo. Es el padre de la señorita del pelo rojo
. El juez, le dijo al chófer:
al juzgado de guardia
. Y se pasó el camino sin dirigirme la palabra ni la mirada. El sargento, escribiendo sus cosas. Yo, tan hundido que no tenía ni fuerzas para protestar; poco a poco estaba dejando de pensar que aquello era un sueño y me resignaba a que el mundo se hundiera bajo mis pies.
—Normal —identificándose con sus penalidades.
—Llegamos a los juzgados —toma aire—. Bajamos del automóvil. El juez se vuelve y me ordena —pausa dramática—:
Míreme usted a los ojos
. Lo miro, me mira, se vuelve, piensa un momento, y dice:
Sargento, puede usted romper el atestado, este hombre es inocente
. Yo no podía creérmelo, todavía no puedo, pero creo que el sargento y los guardias estaban más sorprendidos aún. El juez me puso la mano en el hombro y… nunca olvidaré sus últimas palabras:
Perdone la noche que le hemos hecho pasar, estoy seguro de que no tiene usted nada que ver con todo esto; ya nos ocuparemos nosotros de resolver este desgraciado caso. Puede marcharse cuando quiera
.
No cuenta que cuando llegó a su casa se bebió la primera de una sucesión innumerable de botellas.
Basilia no dice nada, pero le sonríe aliviada.
La historia es demasiado increíble para rellenarla, perfilarla o sacar conclusiones de ella.
Han llegado a la Puerta del Sol y, en vez de seguir adelante, han tomado por Carrera de San Jerónimo, siguiendo la ruta de los cafés; es posible que el que entraba en uno de ellos fuera don Jacinto Benavente, pero el suspense de la historia les ha impedido comentarlo.
Caminan muy despacio, la noche es perfecta.
—¿Quiere que nos tomemos un café con leche en uno de estos locales? —Basilia.
—No… mejor paseamos. —Tiene frío y lo que más desea es seguir con ella, pero no está seguro de llevar dinero suficiente para pagar la cuenta.
—Me gustaría invitarle —adivinándolo—. Después de haberme acompañado, es lo mínimo que puedo hacer.
—Yo no…
—¿Y a escote? —abriendo la sonrisa y bajando la voz.
—A escote, sí —dejándose contagiar por su ánimo.
Se deciden por el café La Condesa, ni muy lleno ni muy vacío, los camareros llevan chaquetillas rojo oscuro, las paredes están adornadas por retratos a carboncillo, y dispone de una de sus mesas de mármol negro vacía en un lugar discreto.
En cuanto se sientan, Germán vuelve a levantarse.
—¿Me disculpa un momento? —azorado.
—Aquí le espero.
Necesita ir urgentemente al servicio desde hace un buen rato.
Se introduce por un pasillo, andando con rapidez, aturdido con los sucesos de la tarde. Siguiendo el dibujo informativo de una chistera, se introduce en los lavabos. No tarda ni dos minutos. No quiere pararse a pensar en lo que le está pasando. Sólo quiere volver con ella.
Sale, tuerce por el pasillo y al momento está de nuevo en el local.
Pero no en el mismo local.
Tras la barra puede leerse un cartel dorado que indica CAFÉ EL FARAÓN.
Los camareros no visten de rojo, sino de azul. En las paredes no hay cuadros, sino figuras egipcias. Las mesas son de mármol blanco. Basilia no está.
Siente un leve mareo del que se recupera al momento; enseguida se hace a la idea de que lo que le ha ocurrido aquella tarde era demasiado bueno para que fuera real. Ya tendrá tiempo para explicarse, o no, a qué se debe todo aquello. Pero vuelve el vértigo, le sudan las manos, no acepta perderla así. Andando de espaldas, como si quisiera hacer retroceder el tiempo, regresa al pasillo que da a los servicios, y sigue caminando…
Café La Condesa.
Chaquetillas rojas, retratos enmarcados, mármol negro.
El pasillo comunica los cafés que comparten un lavabo común.
Cuando lo descubre, Basilia le sonríe desde su mesa, con esa tranquilidad…
Cuando bajan del autotaxi en Carabanchel de Abajo, a la altura de la entrada principal a las posesiones conocidas como Vista Alegre, la finca que aloja el palacio donde murió el marqués de Salamanca, que llegó a ser conocido como el hombre más rico del país, lo primero que piensa Éctor es en cómo se las van a arreglar para regresar a Madrid; por suerte la noche es fría pero clara, y Séptima echa a andar con decisión como si no fuera la primera vez que visita la zona, así que se puede dejar ese problema para más tarde.
Dejan el palacio a la izquierda y, tras un enorme cedro que parece plantado allí con el fin de precisar el límite de una propiedad con la siguiente, empiezan a ver una serie de automóviles aparcados en la cuneta; podrían haber estacionado en el interior, hay sitio de sobra, pero los conductores han preferido hacerlo fuera para preservar el anonimato o para salir de allí a toda prisa si es necesario. A unos metros un cartel sobre un poste les indica que están en Charenton.
—¿De qué me suena ese nombre? —Éctor lleva dándole vueltas desde que el hijo de Pascal les entregó la tarjeta negra.
—Charenton fue el manicomio donde estuvo varias veces ingresado y donde murió el marqués de Sade. Su verdadero hogar. La leyenda dice que allí realizó su última conquista, una niña de trece años llamada Madeleine Leclerc; pero no fue así; en una de las cartas que han llegado a mis manos se demuestra que fue esa pequeña puta la que lo sedujo a él.
Muy pronto pueden ver la casona, dos pisos, escalinata, columnas, casi una reproducción menos fastuosa de Vista Alegre, del que, además, se diferencia en una especie de anexo alargado de una planta con entrada independiente guardada por dos sujetos vestidos con impermeables oscuros.
Desde donde están pueden ver cómo una pareja y un grupo de tres hombres, todos con el rostro cubierto por el sombrero o el cuello del abrigo, cruzan el patio procurando evitarse, entregan algo a los guardianes del anexo y se introducen en el interior.
Escuchan un automóvil que trae la misma dirección que ellos y, de manera refleja, se ocultan tras uno de los vehículos aparcados; el que llega estaciona también en la cuneta, y de él surgen una mujer con la capucha de la capa echada sobre los ojos y un hombre embozado con su bufanda que se encaminan a la verja que rodea la parcela.
—¿Tienes idea de a qué pueden estar dedicándose ahí dentro? —Éctor.
—A nada bueno.
El hombre extrae, monta, comprueba el seguro y vuelve a guardarse la pistola en el cinturón.
—¿Vamos?
Se van detrás de la pareja.
Desde que el crío les entregó la tarjeta con el anverso negro, conociendo las prácticas a las que los saturninos se entregaron en su juventud, ha estado fantaseando sobre aquelarres, sacrificios consagrados al demonio, cruentos intercambios sexuales, perversos rituales de sangre cuya naturaleza nadie se atreve a describir.
Las últimas pipas de Kif nos las fumamos mi primo Luis y yo cuando llevábamos unos seis o siete meses en el Rif Nos las preparó un áscari, esa tarde estábamos los tres de permiso, que mezclaba el español con el tamazight de los bereberes sin que nos entendiéramos muy bien en ninguno de los dos idiomas; las botellas de vino que habíamos conseguido en intendencia no ayudaban. Estuvimos rondando el zoco y después nos hizo entrar en una tahona, en lo que sólo al principio nos pareció una visita casual. El horno de leña estaba apagado y diez o doce hombres formaban un círculo silencioso. Tuve la impresión de que estaban esperándonos, de que necesitaban testigos extranjeros de lo que iban a hacer, pero estaba demasiado trastornado para estar seguro, ni entonces ni ahora. Nos invitaron a un licor que rechazamos y, sin más, entraron en el recinto dos jóvenes que custodiaban a un mendigo que se resistía débilmente a los empujones de los otros; lo sujetaron de rodillas, le quitaron los andrajos, y un anciano le practicó una incisión en la espalda; después sacó del bolsillo el grillo del rojo más brillante que haya visto nunca y se lo introdujo en la herida. Entendí que había estado escuchando el canto del grillo todo el tiempo pero no me había percatado de ello hasta ese momento. El viejo empezaba a suturar el corte, con el grillo dentro, cuando Luis y yo nos marchamos. Nunca supimos el significado de aquel ritual. Yo iba muy borracho, no dejaba de escuchar al grillo…
Aceleran el paso a medida que atraviesan el patio y cuando la pareja que les precede llega a los matones de la puerta del anexo, están ya lo bastante cerca para confirmar que, tal como suponían, la tarjeta negra es el salvoconducto que les permite entrar.
La puerta, unas cortinas, un pasillo ancho en penumbra, otras cortinas.
El resplandor de la luz eléctrica les deja deslumbrados un momento. Están en una nave alargada, no muy grande, a la manera del patio de butacas de un teatro o de un cinematógrafo, con dos docenas de sillas en las que se han ido sentando los invitados frente a una tarima donde un hombre vestido de frac espera pacientemente a que se acomoden; detrás de él se ha dispuesto una mesa con diversos objetos y un catafalco con el esqueleto más grande que Éctor y Séptima hayan visto en su vida.
De pie, observando desde atrás a los invitados, descubren a Pascal también de etiqueta, más gordo y reblandecido que en la foto, como si fuera él quien hubiera modificado sus rasgos pasa asemejarlos a los de su hijo.
Éctor le indica a la chica que se quede de pie; no son los únicos que no se han sentado, y un camarero con una bandeja llena de copas de champán persigue en silencio a los asistentes, que buscan el mejor ángulo para contemplar el esqueleto; el acto está a punto de comenzar.
El hombre del frac se aclara la voz.
—Señoras, señores, como saben, nos hemos reunido esta noche para subastar los restos de Miguel Joaquín de Eleicegui, conocido como el
Gigante Vasco
—habla dominando la escena y cambiando los tonos, más como un ex actor que como un vendedor—; permítanme, ante todo, que les recuerde quién fue el protagonista de nuestra velada. Eleicegui nació en 1818, en el caserío de Ipintza de Altzo, una localidad cercana a Tolosa; estamos hablando de un joven perfectamente normal hasta que, a los veinte años, atentos, a los veinte, sufre un extrañísimo cambio, una extraordinaria enfermedad hace que, en muy poco tiempo, su cuerpo se transforme, crezca, llegando a medir dos metros y cuarenta y dos centímetros de estatura y a alcanzar los doscientos tres kilos de peso, come lo que tres personas, bebe veintitrés litros de sidra diarios —se aparta para que todos puedan ver el esqueleto, cada vez más gesticulante—. ¡Su vida experimenta el cambio más drástico que imaginar podamos! Es el blanco de las miradas de todos, de todas las supersticiones, se deprime, la naturaleza le ha gastado una broma pesada a la hora de asignarle las tallas y no es bienvenido en ninguna zapatería —recoge una abarca de casi medio metro y la levanta para que todos puedan verla, pero casi nadie se ríe con la broma—. En fin, a todo se acostumbra uno; no olviden que vivió en el siglo XIX, y el destino inevitable de cualquier persona con una peculiaridad así, era el mundo del espectáculo. José Antonio Arzadun, un vecino de Navarra, enterado del caso, crea una sociedad para exhibirle por pueblos y ciudades —ahora toma de la mesa una carpeta transparente que protege un viejo documento—; contamos con una copia del contrato en la que el empresario se comprometía, por ejemplo, a proporcionarle todo el tabaco que requiriese y a permitirle asistir a misa cada día, estuvieran donde estuvieran. Y ahí comenzaron los tiempos de, digamos, gloria, del que es ya nuestro amigo Eleicegui. Su fama se propaga por toda Europa, es recibido en la corte por la propia Isabel II, en Francia por el rey Luis Felipe, en Inglaterra, donde le buscaron una novia de considerable envergadura que podía complementar la atracción pero que él rechazó, es admirado por la poderosísima reina Victoria. ¡Viaja en olor de multitud! Pero ¡ay! Nuestro querido Eleicegui sólo quiere volver a su patria —va poniendo caras y voces, más y más metido en su papel—. Tras mil avatares, el Gigante Vasco vuelve al pueblo que lo vio nacer, pero vuelve para morir, de tuberculosis, a los cuarenta y tres años de edad —un silencio—. Creerán ustedes que aquí termina la historia, pero a veces, donde termina la historia, comienza la leyenda…