El imán y la brújula (33 page)

Read El imán y la brújula Online

Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
4.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo no…

—¡Khaled! —Sin atender a la protesta de la mujer.

El árabe se acerca al jergón, rebusca entre la paja y encuentra un objeto envuelto en un trapo sucio, que desenrolla antes de entregárselo a Séptima.

Ella observa la daga africana con mango de hueso, vuelve a envolverla y se la guarda en el bolsillo interior del chaquetón.

Éctor recuerda leyendas de luchas a cuchillo entre el verdadero Rimbaud y Verlaine; prefiere no hacer cábalas sobre el mensaje que supone aquel puñal.

Séptima se agacha una vez más sobre el hombre, hasta quedar muy cerca de él, y no llega a decirle nada; se levanta y se va.

Éctor la alcanza y se guarece bajo su paraguas a los pocos metros. No ha almorzado ní le apetece hacerlo. Aún no ha oscurecido, pero la lluvia, regular y espesa, les esperaba como un adelanto de la larga noche que les espera. No comienza a hablar hasta que no llegan a las primeras calles adoquinadas, como si temiera que el agonizante pudiera escuchar sus palabras.

—Está vivo, ¿verdad? Sixto.

—No digas tonterías. Rimbaud deliraba —ella responde sin mirarle; camina más rápida que Éctor, que tiene que acelerar el paso para no perder la protección del paraguas.

—Has cogido el cuchillo.

—Para no contrariarle.

—Está vivo, ¿verdad, Séptima?

Vuelve a apresurarse, pero en esta ocasión, él se queda clavado. Se sube el cuello del gabán, baja las alas del sombrero para que el agua resbale. Ella sigue su camino. No mira hacia atrás. Una bocacalle no tarda en tragársela.

Éctor se va detrás.

Acompasa el ritmo a los pasos de Séptima, dejando siempre la misma distancia entre ambos. Recorren barrios que no conoce, desertizados por la lluvia. Al final de cada calle, se asoma con cuidado a la esquina para confirmar que va en la dirección correcta; la silueta de la mujer, aún más vulnerable bajo el gran paraguas, continúa su trayectoria, al parecer perfectamente fijada.

Sólo al llegar a los muros del Presidio de Santa Cristina, hace decrecer el paso hasta detenerse en la puerta del edificio de administración. Cruza la carretera y se queda de pie en la acera de enfrente, bajo el chaparrón que se está convirtiendo en el principio de la tormenta.

Aprovechando que ella le da la espalda, también Éctor atraviesa la calle para refugiarse en un portal desde el que puede observarla claramente; supone que aguarda a alguien que saldrá del recinto penitenciario. Más pequeña que nunca frente a la intersección de los altos muros de la cárcel, que son, tras la cortina de lluvia, como la proa de un barco de piedra que se la va a llevar por delante en cualquier momento.

La única otra vez que persiguió a una mujer fue a los pocos días de conocer a Nuncy, sólo por el gusto, por la necesidad de verla un poco más, hace no sabe cuántos años. Entonces ella era la novia de su primo Luis y él era mucho más que su hermano, su compañero de toda la vida; en cuanto los presentó, Éctor supo lo que había y lo que nunca habría entre los dos, y que ella sentía lo mismo por él, y que eso no importaba. Jamás se insinuaron lo que hubieran considerado una palabra de más. Su primo nunca sospechó nada o al menos hizo como si no. La guerra era el único sitio donde quitarse de en medio. Cuando volvió, tras el consejo de guerra y el penal, con Luis condenado a cadena perpetua, ella lo estaba esperando; se casaron a los pocos meses. Después de todo, la historia tuvo un
final feliz
; todo esto es lo que vino después.

Un hombre sale del edificio de administración de la prisión y Séptima cruza la calle en diagonal hasta interceptarlo. Cuando lo alcanza, mediando un par de frases cortas, extrae el puñal envuelto en el paño. El tipo parece resistirse y las frases con las que ella insiste son más apremiantes, en voz más alta. El acepta por fin el paquete, mirando hacia atrás por si alguien les mira desde la penitenciaría. La mujer se va sin despedirse. Cuando ella se aparta, Éctor lo reconoce como el individuo de los testículos estrangulados al que vio desnudo con Séptima en la habitación del hotel Bizancio.

Cambio de objetivo.

Éctor le está cogiendo el tranquillo a lo de seguir a la gente. En esta ocasión es más fácil, porque el hombre no lo conoce y puede acercarse mucho más. Es un sujeto grande, fuerte, de más de cincuenta años, el bigote unido a las patillas, con un traje azul oscuro tres piezas y un sombrero a juego, sin abrigo; ha hecho desaparecer bajo la chaqueta el paquete que le han entregado, y camina seguro, algo fastidiado quizás por el encuentro.

La tormenta, justo encima de ellos; no se sabe si ha llegado la noche o si es la lluvia, u otra clase de oscuridad lo que rompen los relámpagos.

Por suerte, el hombre no vive muy lejos; a mediados de una calle constituida por casas de dos plantas, se para y abre una de las cancelas. A Éctor le basta una corta carrera y enseñarle la pistola que vuelve a esconder en el bolsillo para intimar con él.

—Vamos dentro —señala la casa con luz en las ventanas—, tengo que hablar contigo. Si te pones tonto, te mato a ti y luego a toda tu familia, o mejor al revés.

—Haré lo que quiera —calmado, aquel hombre trabaja en la cárcel y está acostumbrado a tratar con la agresividad más extrema.

—Sí, sí lo harás. Dirás que soy un amigo tuyo y que tenemos que hablar en privado. Iremos a alguna habitación donde no puedan escucharnos.

—En casa sólo está mi mujer. No le haga daño.

—Tú verás cómo lo organizas.

El de las patillas cruza el patio tranquilo pero le tiembla la mano cuando introduce la llave en la cerradura. Buena señal para Éctor.

Sale a recibirles una chica diminuta de unos veinte años, embarazada de catorce o quince meses a juzgar por lo abultado de su vientre, más bien fea y amable, que debe ponerse de puntillas para recibir el beso en la frente de su marido; éste se excusa siguiendo las instrucciones de Éctor y lo conduce a un despacho en el piso de arriba.

—¿Qué haces en la cárcel?

—Soy el director.

—Enhorabuena —Éctor, después de cerrar la puerta, se ha sentado en el brazo de un sillón y ha sacado de nuevo la pistola—. En fin, a ver qué tal nos sale. Quítate el sombrero. Siéntate en el suelo, encima de tus manos, las manos abiertas hacia arriba. Así —se levanta, le saca la corbata del chaleco y se la mete en la boca—. Esto es para que no grites. Ahora voy a golpearte. Prepárate.

Con la mano izquierda, el puño cerrado, le golpea en el parietal, sobre el cabello para no dejarle marcas, no muy fuerte, sólo quiere destemplarlo, pero aun así termina de bruces, abriendo y cerrando los ojos para contrarrestar el aturdimiento.

Espera a que se recupere.

—Quítate la corbata de la boca y vuelve a sentarte encima de las manos —él también se sienta de nuevo en el brazo del sillón, no se quita el gabán mojado ni ha soltado la pistola—. Ahora vas a responderme a unas preguntas; si lo haces, me marcharé y no volverás a saber de mí. Si no, te mataré, y la mataré a ella, y tampoco volverás a saber de mí pero antes te amarraré y me mearé en la boca de tu mujer mientras miras; sé que eso te gusta; así podrás disfrutarlo desde otra perspectiva. ¿Lo has entendido?

—Sí —el hombre cierra un momento los ojos, padeciendo la escena por anticipado.

—Supongo que eso significa que vas a responderme. Empieza por decirme dónde está Sixto, el tío de Séptima.

El director de la prisión mira hacia otro lado un instante, sólo un instante; la exposición de su atacante pesa mucho más que cualquier advertencia previa.

—¿Sabe lo que es una
cárcel fantasma
?

—Venga —Éctor recuerda las palabras de Séptima.

—Cárceles secretas para recluir a presos que nunca han sido juzgados, acusados de delitos que no interesa que salgan a la luz en proceso público; no hay que seguir ningún tipo de reglas con ellos, sus penas no se revisan ni expiran —duda, pero poco, sobre los detalles a proporcionar—. Ya estaba en el Presidio de Santa Cristina cuando me trasladaron aquí, hace dos años. Una zona de doce celdas en la entreplanta, accesible únicamente desde una parte del cuerpo de guardia; sólo unos cuantos vigilantes saben de su existencia. En este momento hay una mujer y dos hombres confinados. Uno de ellos es el vizconde.

Antes de volver a preguntar, Éctor dedica unos segundos a revisar la nueva pieza que, más que encajar, sirve para fragmentar en nuevos componentes aquel enloquecido puzle.

—¿Séptima lo visita allí?

—Eso es imposible.

—Lo habrá intentado.

—No.

—Entonces es que Séptima se ha enamorado de ti.

El otro baja la cabeza ante el peso del comentario.

—Ya sé que una mujer como ella no se acercaría a mí si no tuviera algún interés. Me daba igual —no hace falta que hable de los irremplazables servicios que recibe—. Yo… era su intermediario, cartas y cosas así, pero nunca insistió en verle.

Los efectos de las amenazas empiezan a perder su efectividad, la pistola que vigila de reojo resulta menos letal, y el hombre se va dejando caer en un silencio cada vez más seguro; a Éctor se le ha ido un poco la cabeza detrás de las bifurcaciones derivadas de la nueva información, se siente cómodo allí, piensa en Séptima, en lo inexplicables que somos.

La ciega era la puta de todos. Trabajaba en la barraca de la posición que hacía las veces de cantina, detrás de la barra, y con cualquiera, por unos reales, en un camastro del almacén. Llegó detrás de un cabo primera barcelonés, un cretino medio enano, al que, según decían, ya había seguido a otros frentes. No era ciega, cualquiera sabe por qué la llamaban así; siempre pensé que tenía unos ojos pasablemente bonitos, y un porte de buena familia, aunque esto último bien podía ser un soplo de mi imaginación novelesca, exacerbada por las horas de no hacer nada entre combate y combate, que siempre me hace errar esa clase de juicios. De lo que no cabía duda era de su tristeza, de su dejadez.

Un día trajeron de una descubierta al cabo cruzado sobre un mulo. La ciega tardó en marcharse el tiempo que empleamos en enterrarlo o en olvidarla.

Reapareció a las dos semanas, sin explicaciones; enseguida volvió a alquilarse como antes —las putas no se venden—. Parecía una mujer nueva, menos infeliz, más guapa.

Había otras muchas preguntas que hacerle al hombre que cierra la puerta a su espalda, pero Éctor se ha decantado por una estrategia distinta.

Pasa la cancela, la carretera, llega a la bocacalle de enfrente y se oculta tras la esquina. Otra vez una silueta en la pared, semiborrada por el aguacero.

Cinco minutos, algo más.

El hombre de las patillas unidas al bigote sale de la casa, con impermeable y paraguas, el andar lento, presumiblemente cobarde ante lo que le espera. Con Éctor detrás, aborda una calle detrás de otra, a esa hora de la noche tormentosa, casi no tropieza con nadie y, por suerte para su perseguidor, con ningún coche de alquiler. Madrid se va haciendo más viejo a medida que avanzan, más trampa para los que no lo conocen. Llega un punto en el que el Palacio Real es una referencia, y al momento, el destino, en ambos sentidos de la palabra.

Tiene leído que el palacio, color blanco tumba, es el mayor de Europa occidental, que está repleto de las más valiosas colecciones de todo orden, que se ha edificado con materiales que aseguren la supervivencia, la eternidad. Desde el Madrid de las cuevas de la Montaña del Príncipe Pío donde vive Rimbaud, hasta aquí, ha recorrido una gran distancia, o no, como el país en los últimos siglos.

Un guardia civil envuelto en su capote cambia unas palabras con el director de la prisión y lo deja junto a la garita mientras cruza el interminable patio hacia el palacio. Unos minutos después regresa con uno de los alabarderos de la guardia real, que se toca el casco en señal de saludo y se lo lleva de vuelta al interior del edificio.

La cuadra está casi a oscuras, algunos esportilleros duermen ya y otros están terminando de recoger sus trastos bajo la supervisión de Vidal, que no ve el momento de regresar a su Mercado de la Encarnación, a su casa, a la ciudad donde conoce a todo el mundo, donde se mueve con libertad, seguro, y puede creerse que es alguien. El tren sale para Sevilla a las siete y media de la mañana.

Las puertas saltan hacia dentro, despedidas, aunque los cinco Regulares, contrastando con la violencia de la entrada, pasan muy despacio, casi desfilando, hasta situarse en el centro de los establos. Llevan las pistolas desenfundadas, una en cada mano, apuntando al suelo.

Forman un círculo y esperan reposadamente a que todos los hombres se despierten, saquen las navajas, los rodeen y avancen hacia ellos, figuras deformadas por la llama mortecina del candil, para alzar las pistolas.

Orden de exterminio.

No dejarán de disparar hasta diluir todas las sombras del lugar.

16. Sixto

“Así hablaba yo.

Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes y la Bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando”.

Federico García Lorca

Por primera vez desde que llegó al hotel Bizancio, el recepcionista que aparenta cubrir todos los turnos se muestra distraído, y Éctor tiene que llamarlo hasta tres veces para que deje de introducir papeles nerviosamente en carpetas de cartón y se vuelva hacia él.

—¿Sí?

—¿Ha visto a la señorita Séptima esta mañana?

—No ha pasado la noche en el hotel.

—¿Está seguro?

—Seguro.

—¿Hay algún recado para mí? ¿Algún telegrama?

—Lo siento —volviendo al papeleo.

Anoche volvió demasiado tarde, mojado y exhausto para hablar con ella, y hoy la ha buscado ya sin ningún resultado en el restaurante y en su habitación.

Sigue sin haber noticias de Nuncy, apenas ha dormido tres horas, no tiene corbata, ha elegido la camisa menos sucia, que está hecha una porquería. No importa que no haya tenido tiempo ni de secar el gabán, el día ha vuelto a amanecer metido en lluvia, y debe tirarse otra vez a las calles.

Hasta hace unas semanas, Piancastelli, aunque tiene casi veinte más, podía pasar por un hombre de cincuenta años. El óxido de la cadera le molesta sobre todo por la mañana, hasta que lo desgasta un poco andando por el piso. El recipiente metálico con el rollo de película le mira desde la mesa como si fuera uno de sus artilugios mágicos; no tiene proyector allí, así que está terminando de vestirse para llevarla a un laboratorio donde le permitan comprobar en privado que Pascal no les dio una cinta falsa.

Other books

To Tempt a Wilde by Kimberly Kaye Terry
Come Little Children by Melhoff, D.
Twice Upon a Time by Kate Forster
Finally Home by Dawn Michele Werner
When Copper Suns Fall by KaSonndra Leigh
Love Inspired Suspense July 2015 #1 by Valerie Hansen, Sandra Orchard, Carol J. Post
Next: A Novel by Michael Crichton
Wonders of the Invisible World by Patricia A. McKillip
Mama B - A Time to Mend (Book 4) by Stimpson, Michelle