—
Policía telegráfica
… ¿qué tal está? —Éctor—. ¿Podemos sentarnos, Cristóbal?
—¿Ha leído usted al coronel?
—Desde luego.
Del océano a Venus, El mundo-sombra, El amor en el siglo cien
… soy un gran seguidor suyo —
no le
dice que las novelas las
leyó
en el penal de Hacho, donde no había otra cosa, que eran propiedad de su compañero de celda ni cómo se las arregló éste para conseguir el privilegio de disponer de material de lectura.
Los títulos abren las puertas del corazón del limpiabotas. Les señala las sillas vacías.
Germán se sienta murmurando un discreto saludo, y Séptima, ausente y muda; Éctor habla intentando no mirar la cifosis pectoral que el hombre encubre insuficientemente con la novela.
—No creí que vinieran.
—Por la forma en la que miraba usted al dueño del mesón, me pareció que teníamos intereses comunes. Vamos por él —abiertamente.
—Si supiera algo del hijoputa se lo diría. Es un mal bicho. A Marita… A mí me trata bien.
La sonrisa le sale y se le tuerce de inmediato. Es más joven de lo que aparenta por sus patillas, su uniforme de limpiabotas y las deformaciones que, si hubiera nacido en alguna de las épocas donde se sitúan las aventuras que lee, le habrían corregido hace mucho tiempo.
—¿Sabe de algún negocio sucio en el que esté metido? Pornografía o algo así.
—Conmigo no habla. Y sus empleados le tienen demasiado miedo para decir nada. Hasta Marita. Marita, la que más.
—¿Le visita algún amigo?
—Ése no tiene amigos… Bueno —recuerda algo y lo dice sin pensar que pueda ser de interés—. Hace tiempo iba por allí un anciano que debía de tener algo con él, porque comía de gorra en el mesón de vez en cuando. El hombre era agradable conmigo; agradable de verdad, no como se es con un perro.
—¿Cómo se llama?
—Amadeo. El señor Amadeo. Había sido director de películas. Hace tiempo que no va… Era muy mayor. Espero que no le haya pasado algo.
—¿Sabe dónde vive?
—Estaba en el asilo del Convento de la Ultima Infancia, en la calle de los Reyes.
Según le ha contado esta mañana Antonio Altea, Mencia Álvarez, la ex secretaria de Humberto Oyarzo, hace años que renunció a su empleo en la universidad, dejó su casa, y se trasladó al piso de una amiga, una curandera que dice sanar a sus pacientes mediante la
imposición de manos
.
La capacidad curativa de la mujer no debe pasar por un buen momento y Éctor, que esperaba encontrarse con una sucursal de Lourdes, se tranquiliza mientras suben, sin hallar enfermos haciendo cola, la maltrecha escalera exterior que les lleva a una puerta con un cartel escrito a mano con la enmarañada letra que se practicaba en las viejas caligrafías.
—¿Buscan a Dora Rodríguez? —les pregunta, mencionando esperanzada el nombre de la cédula, una mujer de unos cincuenta años en cuanto llaman a la puerta.
—¿Es usted Mencia Álvarez?
—… sí.
—¿Podemos hablar un momento con usted?
—¿De qué? —Sorprendida.
—De su trabajo en la universidad. Será sólo un minuto.
Les hace pasar, intrigada, y cuando se acomodan en uno de los dos minúsculos cuartos sin ventilación que componen la vivienda, junto a otra mujer gorda y afable pero que no se levanta del sofá desde donde les mira, el lugar está lleno a rebosar.
—Les presento a Dora. Siento no poder ofrecerles —no hay más asientos que el sofá de dos plazas encajado en una pared, una mesa y una camilla hospitalaria con una sábana inmaculada en la de enfrente—… Ustedes dirán.
—Verá, estamos investigando las actividades de Humberto Oyarzo y de un grupo denominado Editorial Saturnia, al que pertenecía —Éctor—. Sabemos que, como secretaria de Oyarzo, realizó una serie de diligencias para ese grupo.
—Es por lo del suicidio, ¿verdad?
—¿Qué suicidio?
—Venía en el periódico de esta mañana.
—¿El qué?
—Sus alumnos encontraron ayer al señor Oyarzo ahorcado en la lámpara de su despacho del Centro de Estudios Históricos —intenta que su tono no sea muy frío, no es mala persona, pero no es veneración lo que siente por su antiguo jefe—. Había saltado desde una pila de libros. Consiguieron descolgarle a tiempo, pero está muy grave. No creen que sobreviva.
—Espectacular —Séptima—, muy en su estilo.
Si no encontraba las películas por otra parte, Éctor pensaba volver al Centro de Estudios Históricos para presionar un poco más al catedrático, quizás a ridiculizarle delante de sus discípulos; probablemente, el profesor también temía que volviera y ha decidido eliminar el riesgo de la escena, y de paso cambiarla por otra que lo asimilara a los artistas malditos que ensalzaba ante sus alumnos.
Otra puerta cerrada.
—Ya ve que no sabíamos nada —Éctor—, pero lo que buscamos se remonta a la época en la que usted trabajaba para él.
—Yo… hace mucho tiempo de eso. Hice lo que me ordenaron.
Alarmada.
Su amiga lo nota, le tiende la mano y ambas se atrincheran en el sofá que, como todo lo demás en la casa, parece destinado exclusivamente a ellas dos.
—¿Qué sabe de las tres películas que rodaron?
—Yo no tuve nada que ver con eso.
—Pero sabe que existen, ¿verdad? Y que un hombre murió en una de ellas.
—Mire, esa gente es muy poderosa y yo no quiero líos.
Se sabe mirada por su compañera. Tiene el pelo gris corto, un jersey de lana, una falda con bolsillos rectos en los que introduce las manos con gesto masculino, y unos gruesos leotardos. Le cuesta ser coherente con el papel que tiene asignado en la pareja.
Éctor se acuclilla para quedar a su altura y les habla a las dos.
—Perdonen mi impertinencia, pero salta a la vista que su situación económica no es… Nosotros podríamos ayudarlas.
—Dora tiene una facultad única, pero se niega a usarla para conseguir dinero —a la defensiva—. Nunca cobra nada a los enfermos; sólo les acepta la voluntad, y no siempre.
—Ya sabes que sólo canalizo una energía que tenemos todos —Dora, modesta y cariñosa.
—Podríamos recompensarla por cualquier pista que nos llevara a las películas.
—De las películas no sé nada.
—O por cualquier información de la Editorial Saturnia.
De eso sí sabe, porque se muerde el labio inferior mientras intenta resolver una regla de tres de la que sólo sabe que el miedo, la pobreza y el riesgo son los elementos que intervienen, pero no dónde colocarlos.
Dora, que tiene lo que se conoce como ojos soñadores, demuestra que, detrás de ellos, es, de las dos, la que esconde un mayor potencial resolutivo.
—Mencia… déjalo. Ya saldremos de ésta. Podemos perderlo todo. —Y a Éctor—. No insista.
Éctor se plantea seriamente insistir por otros métodos, pero la habitación es muy pequeña, las mujeres están demasiado cerca, quizás le resulten simpáticas.
Lo zanja, dura, Séptima.
—Estamos en el hotel Bizancio. Si les aprieta el hambre, ya saben.
Abre la puerta y se va.
El día está soleado pero frío, de modo que han debido de ser las prisas por vestirse o esa especie de aturdimiento en el que cae a veces lo que ha evitado que Séptima se ponga camiseta ni sostén bajo su fina camisa blanca, y ya son dos veces las que Éctor ha podido entreverle los pezones cuando se le abre la levita.
Mal asunto.
El tranvía les deja a un paso de la calle de los Reyes, y enseguida encuentran el Convento de la Ultima Infancia, donde el limpiabotas les ha dicho que pueden encontrar a Amadeo, el director de películas. Tal vez el director de las películas.
Siguen una larga tapia al borde del derrumbamiento y, por un portón chirriante, entran al enorme descampado que constituye la delantera del convento.
Por hoy se ha terminado la provisión de sol y seguramente, allí dentro, de casi todo lo demás. El campo lleva años abandonado, el inmenso edificio está en ruinas, no se ve una puñetera alma.
Al acercarse a la entrada, surge de un lateral un viejo fraile empujando una carretilla que se detiene al verlos; a medida que se aproximan pueden ver que se dirigía a un pequeño rectángulo de tierra que han transformado en huerto a un lado del convento.
—A la paz de Dios, hermano —saluda Éctor, según tiene entendido que se saluda a esa gente, pero a punto de soltar una risa por su propia hipocresía.
—Buenos días.
—Querríamos hablar con una de las personas que tienen alojadas en su asilo.
—Aquí ya no quedan abuelillos. Lo siento.
Tanto el que habla, como dos frailes más que trastean con unos tubérculos irreconocibles a esa distancia, tienen edad para haberse jubilado hace cientos de años.
—¡Vaya! Quizás recuerde usted al hombre que busco, se llama Amadeo.
—Será mejor que hable con el prior —amable pero precavido—. Está trabajando en la capilla. Les acompañaré.
El anciano deja la carretilla y comienza a recorrer lentamente el perímetro del recinto en vez de llevarles por el interior, quizás para ahorrarles la visión de la decadencia que casi ha acabado con él, pero la zona de sombras que tienen que atravesar hasta llegar a la puerta exterior de la capilla no es mucho menos tétrica.
—Aquí ya sólo vivimos nosotros cuatro. ¡Con lo que esto fue!
Cada paso le resulta más fatigoso y tiene que pararse a tomar aire o que pase de largo una ráfaga de dolor por sus articulaciones.
—Si le parece, podemos seguir nosotros —Séptima.
—¿No les importa? Es todo seguido, no tiene pérdida.
A un par de minutos de camino.
Si no fuera porque falta un trozo de la bóveda, porque las paredes están parcheadas por retazos de pinturas de distintos colores con los que han intentado camuflar inscripciones que han vuelto a resurgir ya ilegibles, porque han desaparecido gran parte de los mármoles del pulpito, porque apenas quedan rastros de las vidrieras, porque los bancos están hechos astillas, porque los espacios de los retablos están vacíos y porque las pilastras con motivos vegetales amenazan con no soportar su peso hasta final de año, la capilla merecería figurar en todos los catálogos del Madrid turístico conventual.
El prior, un sujeto de unos cincuenta años y aspecto de contable, se limpia en el hábito las manos llenas de cemento, deja la paleta en el suelo y se les acerca, sonriente, aliviado de abandonar una infructuosa tarea de rehabilitación para la que es evidente que no se había preparado.
—Muy buenas.
—Buenos días —Éctor—. Perdone que le importunemos. Nos ha dicho uno de los frailes que el asilo ya no está en funcionamiento. Queríamos visitar a alguien que estuvo en él.
—Desgraciadamente, ya no podemos alojar a nadie. Apenas podemos mantenernos nosotros. Esto se nos cae encima.
—Este lugar debía de ser impresionante.
—Lo fue, no lo dude. Pero se acabaron las ayudas y… Cualquier día nos traslada nuestra congregación y esto se cierra para siempre —no está claro que lo lamente.
—¿Lleva usted mucho tiempo aquí?
—Catorce años.
—Entonces, es posible que conociera a Amadeo, el hombre al que buscamos.
—¡Hombre, el gran Amadeo! Nuestra celebridad privada; claro que le conozco. Amadeo dirigía películas cinematográficas. Según él, vivió un tiempo en París, donde se hizo íntimo de los Lumiére, y un importantísimo director americano, del que no recuerdo el nombre, le escribía pidiéndole consejo. Un personaje. Todavía nos visita de cuando en cuando.
—¿Sabe dónde vive?
—En el Pasadizo del Panecillo, en una funeraria. Entren por la trasera.
Han tenido que porfiar un buen rato con Germán para convencerle de que se deje invitar, de que el almuerzo entra dentro de los gastos de representación.
Con el torrefacto les habla de la noche que estuvo paseando con Basilia. Ha vuelto a quedar con ella para esta tarde. No se atreve a hacerse ilusiones, pero…
Séptima le dice que su amiga es una chica estupenda, Éctor le golpea la espalda. Ambos recuerdan la última vez que la vieron con aquel individuo apestoso en un reservado del Ritz. Germán no parece percibir el tono escasamente esperanzado de los dos.
Del tascón a la mortuoria.
Como les recomendó el prior, buscan la trasera de la funeraria donde vive Amadeo a lo largo del Pasadizo del Panecillo; no hay rótulos, pero a través de una ventana que parece ahumada por lo sucia, distinguen suficientes elementos del negocio para desechar toda duda.
—No hay nadie —responde una voz de ultratumba a la llamada de Éctor—, sólo estamos nosotros.
Éctor repite la llamada y sale un octogenario feo con gruesas gafas y cara de cachondo; sobre todo, feo.
—Sí quieren que les entierren tendrán que venir más tarde; el dueño no está, y yo no sé.
—Creo que es a usted a quien queremos ver. ¿Don Amadeo?
—Para servirle.
—Nos han dado razón en el Convento. ¿Podemos hablar un momentito?
—Pasen, pasen, aquí todo el mundo es bien recibido.
Entran a una especie de pequeño taller almacén con útiles de carpintería, paños de madera, ataúdes con y sin tapa, fardos de tela y rellenos para forrarlos, y un camastro en una de las esquinas.
El cineasta se sienta en el pequeño féretro blanco que, por la vela y una revista de artistas, ya ocupaba antes de su llegada, y les señala uno de adultos para que se acomoden los tres. Tampoco se está mal allí.
—Me vine a vivir cuando cerraron el asilo. Más que nada para ir acostumbrándome a la compaña.
—Un sitio tranquilo —Germán.
—Demasiado para mi gusto, mire usted. Yo quería comprar uno de esos gramófonos, pero mi sobrino, que es el dueño, dice que no pega.
—Queríamos hablar con usted de películas —Éctor.
—Ajá, estupendo —cuando sonríe es todavía más feo—. Sigo en activo, no se preocupen.
—Acerca de unas películas que rodó —le aclara—. El
Sagrado Tríptico
.
El anciano, por hacer algo, retira la cera de la vela con la uña para conseguir algo más de luz.
—Veo menos que un carajo dentro de una caja fuerte —y a Séptima—, con perdón.
—¿Las recuerda?
—No sé si han notado que las personas que nos consideramos escasamente agraciados, solemos desarrollar defectos ópticos: es una manera de no ver la impresión que produce nuestra propia fealdad en los ojos de los demás.
—Las películas.