Tras la esquina se escucha Madrid.
Es un estruendo que sube y llena. Trayendo mil historias. Puede oír los bombardeos que aún no se han producido. Puede oír el sonido de las piernas al abrirse de una mujer que se tiende en el suelo de un callejón, sobre una puerta rota, mientras dos tipos le tiran dinero a la cara para una botella. El llanto de dos niños que se pasan el día amarrados a la tubería de un cuarto de baño. El ruido del motor de cientos y cientos de vehículos y el ruido de la respiración de un anciano que, sin saberlo, cruza las carreteras deseando ser atropellado por alguno de ellos. Editores que cierran manuscritos en la segunda página. Pintura barata que se cuartea en las paredes ante la mirada atenta de enfermos amarrados con sábanas. Una mujer deja sobre la mesa un puchero parcheado y ni la familia se atreve a preguntar el contenido ni ella a mostrárselo. Cuatro niños juegan a los toreros; de toro siempre hace el mismo, siempre, y está llegando a pensar que no hará otra cosa el resto de su vida. Un lotero le cambia el décimo en el último momento a un político que no advierte ni el cambio de número ni la mirada de odio del vendedor. Un edificio se cae a pedazos sobre sus ocupantes, y el rey, con una piqueta de oro, da el primer golpe para demoler un edificio en perfectas condiciones. Un esquilador blasfema. Un guardia blasfema. Una planchadora blasfema. Un afilador blasfema. Un cura blasfema. Un hombre asesina a su hija embarazada. Un maestro, que nunca lo había hecho, blasfema, y se siente mucho mejor. El estruendo, armado por miles de sonidos e imprecaciones, se sigue llenando de historias, se expande, hasta llenar la habitación como un aire pestilente y tangible.
Éctor se da la vuelta y ve a Lucio dormido, sin desvestirse; tendrá que esperar a mañana para la primera pesquisa.
Cierra la ventana. El estruendo se queda dentro.
Lucio se orienta bien hasta la plaza de la Paja, y entre los fantasmas de antiguos palacios sustituidos por viviendas populares, más allá de la capilla del Obispo, termina encontrando el piso donde vivían los padres de su prima.
No se tropiezan con nadie por las escaleras. Lucio llama a la puerta y se aparta, dejando que sea Éctor el que quede enmarcado.
Séptima abre.
Tiene los ojos del mismo dorado sucio que la niebla bajo la que ha pasado las últimas noches.
Así que se queda callado, como un imbécil, hasta que aparece Lucio con una breve pirueta.
—Lucio.
—Séptima.
Se abrazan; no se parecen en nada pero hay algo que les iguala.
—¿Qué haces en Madrid? —La mujer habla sin soltarle, con una sonrisa a la que no está acostumbrada.
—No podía dejar pasar ni un día más sin verte.
—¡Qué alegría! —poco apoco la sonrisa se desvanece.
—Deja que te presente a mi amigo Éctor.
Le estrecha la mano; tardará en volver a mirarle. Les invita a entrar.
Es un piso grande, de techos altos. En el salón no hay más muebles que un escritorio con una silla junto a la ventana. El suelo está cubierto de pilas de libros, las que se apoyan en la pared alcanzan casi dos metros de altura. El único adorno es un viejo cuadro en el que vemos a un tipo seboso vestido con un abrigo de piel y un turbante, con una mano alzada histriónica y una copa de vino en la otra.
La mujer desaparece en busca de
algo en lo que sentarse
por una puerta a través de la cual se ven más libros apilados.
—¿Y este mamarracho? —pregunta Éctor acercándose al cuadro.
—Sir Francis Dashwood. No fue un mamarracho. —Séptima, que ha regresado con dos cajones de madera—. O quizás sí lo fuera. Quizás fuera ésa una forma más de oponerse a los bienpensantes de su época. Siento no poder ofreceros nada mejor.
Va por la silla del escritorio y forman un triángulo bajo el cuadro.
—Era uno de los cuadros predilectos de mi tío —explica Lucio—. Sentía gran admiración por él. Dashwood fue el creador de la Orden de los Franciscanos Medianitas, conocida por todos como el Club del Fuego Infernal. Un tipo notable. A mediados del siglo XVIII se compró una abadía abandonada a orillas del Támesis y, junto a algunos amigos y amigas de su mismo círculo, más algunas chicas y chicos extraídos del arroyo, creó la citada orden, que pretendía imponer los principios del placer por encima de cualquier convención social o religiosa. Drogas. Orgías. Misas negras. Ojalá yo hubiera nacido en esos días; me hubiera encantado acercarme, embozado, por las noches, en una barcaza, para ver qué sorpresa o qué sacrificio nos reservaba el bueno de Francis.
La penumbra, el silencio y el aire gélido convierten la estancia en una especie de panteón, las pilas de libros a modo de lápidas.
Aun así, Séptima sólo viste una camisa de lino blanco sobre una camiseta; pantalones de montar verde esmeralda y botas hasta la rodilla. Pálida, alta, delgada, el pelo corto de un color tan desvaído como sus ojos. No es hermosa. Sí lo es.
—Es lo único que me traje de la casa —señala el cuadro—. Y los libros, claro.
—¿Tienes la llave de villa Saturno?
—¿A qué has venido, Lucio? —Sigue con la sonrisa perdida, tal vez para siempre—. Perdona. Perdonadme. Me cogéis en mal momento. Me recogen enseguida.
Tiene la voz grave, un poco mellada en los filos, pero innegablemente femenina.
—A verte. A buscar algo que perteneció al vizconde. Siento retenerte, ¿trabajas?
—A veces acepto que me paguen, aunque no nos educaron para eso. Hago traducciones para la embajada francesa. Encargos de otras clases. Y hace más de un año que estoy con la traducción de la correspondencia del marqués de Sade —hace un gesto hacia el escritorio lleno de hojas, cuadernos y libros de consulta—, aunque nadie me dará una peseta por eso. No creo ni que se atrevan a publicarlas.
—¿Entonces? ¿Por qué las traduces? —Éctor.
—Porque es una vergüenza que no se pueda leer en español la obra completa de una de las voces más lúcidas que ha dado la historia del pensamiento. Estoy convencida de que es en sus cartas, más que en sus novelas o su teatro, donde encontramos los precios que pagó por su demente racionalismo, por su valentía a la hora de descender al basurero que somos.
—El vizconde lo veneraba. También intentó reivindicarlo a su manera —Lucio.
—Sixto decía que eran hermanos de armas; bromeaba con que una de las cartas del marqués titulada «M. le Six» estaba dirigida a él. Tú le robaste una de las películas del
Sagrado Tríptico
—no lo acusa, cita el dato.
—Y ahora he venido a buscar las otras dos.
Se vuelve a Éctor.
—¿Estás detrás de esa búsqueda? —le pregunta.
—Estoy en medio.
Calla un momento.
—Siento no poder ayudaros. Me han interrogado y amenazado durante años. Han registrado varias veces este piso. No sé dónde están.
—¿Pueden estar en villa Saturno?
—Imposible.
Llaman a la puerta.
—¿Me darías la llave para echar un vistazo? —Lucio, serio.
—No quiero saber nada de todo esto. Tengo que irme —se pone en pie.
—Ni yo quiero mezclarte; pero tenemos que hablar. Eres la única que me puede decir dónde encontrarles.
Les deja y abre la puerta. El salón parece llenarse de algunas sombras nuevas. Una mujer con traje de hombre, corbata, abrigo largo y mascota ladeada la mira y los mira indiferente sin ademán de entrar.
Séptima la deja allí, se pierde de vista en un cuarto y vuelve con una especie de levita negra hasta las rodillas.
—Podéis quedaros cuanto queráis. Y volver siempre que os parezca; si no me encontráis aquí, suelo parar en el café Dadá, en la calle del Arenal, junto al Nuevo Café de Levante.
—Muy bien.
Se da la vuelta.
Se da la vuelta de nuevo y vuelve a sentarse. La mujer de la puerta no demuestra impaciencia.
—Lucio —baja la voz, se acerca, le pone la mano en la rodilla—, me importa una mierda que se entere este tipo —sin mirar a Éctor—, ¿sabes en lo que te estás metiendo? Ellos dejaron puertas abiertas a sitios de los que es mejor no saber nada.
—El sitio del que yo vengo tampoco es gran cosa.
Se levanta y esta vez sí se marcha.
Éctor piensa en que hay más de una razón para no querer que se vaya.
—Lo que me contaste del burdel que visitaba tu tío, ¿era cierto?
—El evangelio. El satánico, eso sí.
Están almorzando tarde en Casa Botín. Se concentran en el excelente solomillo asado, la lechuga aliñada y el vino, e intentan no mirar con asco la grasa de los lechones y cabritillos en la que se regodean los comensales de la mesa de al lado. Lucio ha elegido uno de los mejores y más antiguos restaurantes de Madrid pero no parece que celebren nada.
—¿Iremos hoy al café de Jardiel Poncela?
—No. Mejor mañana —es el único tema que pone nervioso a Lucio—. Estoy pensando si no hubiese sido mejor escribirle que venía.
—No le des tantas vueltas.
—Ya.
El comedor está casi vacío a esa hora y la luz artificial refuerza la sensación de invierno tras las ventanas. Piden más vino y esperan a que el camarero se lo sirva para seguir hablando.
—¿Sabrías encontrar el burdel?
—Claro. En Mesón de Paredes. Si es que el Santo Oficio no las ha pasado por la hoguera. ¿Por qué?
—La impresión que me dio lo que me contaste es que aquella… bruja, era íntima de tu tío, una especie de cómplice en sus extrañas preferencias.
—Efectivamente. Una vieja bruja guarra de unos pocos reales propietaria de una mancebía de mala muerte. El vizconde no se relacionaba con cualquiera.
—Hoy no podemos volver a insistir con Séptima. No creo que convenga presionarla; ni que se deje. Y no tenemos más pistas. Tengo la esperanza de que esas dos películas hayan llegado al mercado de alguna forma; en su momento pudieron ser un manifiesto, pero hoy tienen otro valor. Es posible que la bruja te recuerde y quiera contarnos algo de tu tío. O, al menos, que pueda informarnos de los lugares donde se puede encontrar esa clase de material en Madrid.
—… —Se encoge de hombros.
—¿No habrás recordado nada acerca de los tipos de la foto, verdad?
—Nada.
—Entonces… —sin creerle.
Lucio paladea el vino pensativo y suelta una carcajada.
—¡Entonces vámonos de putas!
A la penumbra justa para que las tusonas de una peseta te enseñen las faldas que se han rajado para ti, para no sentir la mirada de los chulos que no dudarían en cobrarte en sangre, para no distinguir a los otros hombres que han acudido como tú en busca de la dosis de cieno que contrarreste la insoportable bendición de sus vidas inmaculadas.
En esa parte de la calle Mesón de Paredes conviven míseras pensiones repletas de gente acabada con míseros prostíbulos señalizados por faroles rojos en la puerta para guiar a los clientes; si no fuera por los faroles, sería imposible distinguir entre las diversas clases de miseria.
—Es aquí —Lucio le indica una cruz en bajorrelieve grabada sobre la madera del portón—. Es una bruja creyente.
Cruzan la entrada y encuentran un patio oscuro sin pavimentar con construcciones de adobe y piedra a cada lado. La primera de la izquierda es más grande que las demás, está en mejor estado y de su ventana surge una iluminación tenue. Les abre enseguida una preciosa chica, demacrada, casi exangüe, joven pero con el pelo cano peinado sobre los ojos que son dos manchas negras invisibles.
Lleva un vestido negro poco entallado, abotonado hasta el cuello.
—¿Podemos hablar con la señora de la casa? Soy un antiguo discípulo suyo —se presenta Lucio con una reverencia.
—Pasad.
El corto vestíbulo les deja en la sala principal de la casa. Una mesa de madera con una botella de aguardiente, tres sillas y una mecedora. Varias estanterías llenas de recipientes de barro sin rotular. Un cuadro con la imagen vuelta hacia la pared. Un crucifijo sin cristo. Un baúl de madera deslustrada. Una gran chimenea con el caldero despidiendo un aroma desconocido. Un paragüero lleno de bastones con empuñaduras de metales que pueden ser plata.
La estela vertiginosa salta desde el paragüero hasta el baúl.
Éctor siente una profunda repugnancia por las…
—… no es una rata, sino su adversario natural. Un armiño.
Desde la habitación del fondo, avanzando trabajosamente y gracias al bastón con sus delgadas piernas temblorosas, muy cargada de hombros, el cabello suelto y el rostro descabelladamente joven, llega la bruja.
Ya más cerca, no hay dudas de que han debido de transcurrir cientos de años para forjar una mirada así.
—Veo que han conocido a mi sobrina, Cristiana. Es su nombre, no su creencia, aunque lo somos, a nuestra manera. Siéntense, por favor. Veamos en qué… —reconoce a Lucio—… Tú eres
su
sobrino. ¡Qué alegría! Dame un beso.
—La he recordado a menudo durante estos años —la besa en ambas mejillas y se sienta.
—Lo sé. Cristiana, vamos a invitar a estos amigos nuestros a una copita de licor de niebla. Lo hago yo misma.
Éctor piensa en que la niebla no deja de perseguirle, mientras intenta descifrar el sabor del líquido turbio que le ha servido la chica a la que no ha podido verle los ojos antes de retirarse.
—Le gusta mi sobrina —afirma la bruja—. Le convendría pasar un rato con ella. Todavía puede ayudarle.
—Nadie puede ayudarme. Pero quizás venga a verla uno de estos días.
—Se equivoca. Aquí estará.
Tiene un leve acento extranjero imposible de precisar.
—¿Y su otra sobrina? Aquella chica rapada. Me gustaría saludarla. —Lucio.
—Está en Italia, pasando una temporada con un cardenal nieto de un viejo amigo mío; ampliando conocimientos. Le daré recuerdos. Dime a qué has venido.
—Seguro que ya lo ha adivinado.
—Claro, y no puedo hacer nada por ti. Pero dímelo de todas formas, te mereces pasar un mal rato diciéndolo en voz alta.
—¿Cree que hago mal?
—Lo peor. Arriesgarte por la causa de otros.
—Es lo que hacemos los que carecemos de una propia.
Una pausa y los dos terminan sonriendo, ella como una muestra de comprensión hacia todas las cosas. Lo anima a continuar.
—Me gustaría que me hablara del vizconde. De los servicios que le prestaba. De sus amigos. Cualquier cosa que me ayude a encontrar unas películas que rodaron. Lleva razón, no me resulta fácil venir a sonsacarla después de tanto tiempo.