El imán y la brújula (13 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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—No sé nada de películas —la bruja apura su bebida de un trago y sigue hablando mientras mira la copa vacía como si fuera una bola de cristal—. Tu tío, y sus amigos detrás de él, se había perdido en el laberinto más peligroso y atrayente que hay, un laberinto en el que se entra a través de las cloacas que llevamos dentro, y del que, si has penetrado lo suficiente, ya no quieres salir, sino bajar y bajar y bajar. Creía que se iba a encontrar allá abajo con Dios y que podría ajustarle las cuentas. Empezó como un juego. Dar y recibir dolor. Participar en aquelarres en los que mis mujeres se untaban ungüentos alucinatorios a base de estramonio en la entrepierna, según es costumbre entre nosotras. Siguieron bajando. Yo les proporcionaba mujeres tullidas, muchachos con enfermedades en la piel, una chica con los estigmas de cristo que se dejaba hacer mientras sangraba, pócimas que cortan los lazos con este mundo durante días enteros… No les bastaba con todo eso, querían más, querían lo peor. Recién nacidos. Muertos. Muerte. —Se para un instante—. Tengo muchos años, muchísimos más de los que te puedas imaginar. He conocido a otros así y sé cómo han terminado. Les dije que no.

El armiño asoma su cabeza triangular de ser de otro planeta desde una esquina del baúl y les mira asqueado.

Incubos y súcubos también les miran, pero sarcásticamente, desde las sombras del techo.

—Hábleme de sus amigos. —Lucio.

—Eso mismo me preguntó el profesor. No sé sus nombres, sólo trataba con el vizconde. Ni siquiera les veía la mayoría de las veces; les mandaba aviso de que tenían preparada la habitación del fondo, que es la más grande, a tal hora, y ellos pasaban directos allí. Venían los siete, incluyendo la chica, o sólo algunos. Otras veces sólo tu tío.

—¿Qué profesor? —interviene Éctor.

—Un hombre mayor. Se presentó un día a hacerme preguntas. No le dije nada, pero supe que lo habían enviado para acabar con todo aquello. Le llamo el profesor porque una de mis sobrinas se lo encontró una mañana y lo vio entrar en un colegio que hay por la calle de Postas.

—¿Sabe algo más de ese hombre? ¿Qué colegio era?

—Lo único que le puedo decir es que le faltaba un brazo.

La bruja no tiene prisa, nada le suena a nuevo, tiene callejones sin salida de sobra para todas sus preguntas.

—¿Nunca escuchó nada relacionado con unas películas que estaban haciendo? Ya se puede imaginar de qué clase. Es raro que no le pidieran… actrices, por ejemplo, para participar en ellas.

—Aquí no hicieron nada de eso. Ten en cuenta que no era yo la única que les abastecía de lo que necesitaban. En esta ciudad hay más de una entrada a la casa del demonio.

—Es posible que, una vez desaparecido el vizconde, alguien haya vendido las películas —Éctor, grave—. Quizás usted pueda darnos alguna dirección donde vendan esa clase de material.

La mujer se queda mirándole, la boca ligeramente abierta y su hermoso rostro, inmarchitable hasta el absurdo, aún más pálido; los hombros vencidos bajo el peso de todos los conocimientos que no desea.

—Es la segunda vez que te veo esta noche… Daría igual. No te volverías, aunque aún estás a tiempo. No entiendes. Pero recuerda, el lago es la entrada, y el lago te espera.

—No, no la entiendo.

—Daría igual —hace una pausa y refugia su mirada de nuevo en la copa, de donde no la apartará hasta que se marchen—. Hay muchos que venden esas películas; en esta misma calle encontraréis alguno.

—Son especiales —Lucio—. En una de ellas muere alguien como parte del espectáculo.

Asiente, no hay nada que la sorprenda.

—Sé de un lugar, pero te advierto que son gente muy peligrosa. Sanguinarios. Locos. Unos tramoyistas del teatro Reina Victoria, en Carrera de San Jerónimo; tendríais que entrar por detrás, después de la última función, cuando se hayan marchado todos. No las tendrán y os harán cualquier cosa, para quedarse con vuestro dinero o porque sí, no necesitan motivos —ha pronunciado la última frase sabiendo que es inútil intentar convencerles.

Los dos hombres se ponen en pie.

—No la molestamos más —Lucio se adelanta y le toma una mano—. Me ha alegrado mucho volver a verla. Me gustaría venir otro día, sólo para charlar. Sin preguntas.

La bruja asiente como toda despedida; como si no le creyera o como si fuera imposible.

Se cierra la puerta.

El silencio de la sala no parece confortarla.

A los pocos segundos, unos pasos resuenan desde el interior de la vivienda.

El hombre se queda tranquilamente junto a la chimenea con las manos en los bolsillos de su elegante abrigo marengo, aspirando la fragancia del caldero, el resplandor de las llamas deformando la cicatriz sobre su ojo derecho.

—¿Puedo rogarle que comparta conmigo un poco de ese licor de niebla? Tengo que reconocer que el nombre ha despertado mi curiosidad —recuerda que aún lleva puesta la mascota y se descubre con gracia.

—No. Es sólo para los amigos —a él sí lo mira de frente, como para demostrarle quién posee la verdadera magia—. Pero puede sentarse conmigo.

—Gracias. —Piancastelli deja el sombrero sobre la mesa y cruza las piernas, sonriente.

—¿Lo ha oído todo?

—Todo.

—No quiero volver a saber nada más de todo esto. Soy muy vieja. Estoy más cerca de los desaparecidos y de los muertos que de sus simplezas y manejos. No quiero traicionarles. Tal vez pronto decida reunirme con ellos.

—¿De los desaparecidos y de los muertos? ¿Cuál es la diferencia?

—A mí no intente engañarme.

Piancastelli asume la superioridad de la mujer en cuestiones sobrenaturales ensanchando la sonrisa.

—¿Y sobre estos dos? ¿Tampoco quiere decirme nada?

—Los he enviado a un lugar terrible que habrían encontrado de todas formas. El sobrino del vizconde… me gustaría poder haber hecho algo por ese chico —entristecida.

—Yo cuidaré de él.

—No podrá hacerlo.

Éctor salta de la plataforma en medio de la mañana lluviosa, en un lugar que no conoce; se guarece en un portal, sin prisas, absorto en el trole del tranvía que le ha llevado hasta allí y, cuando lo pierde de vista, en un quiosquero enano, en una mujer con un impermeable de marinero, en cualquier cosa que le ayude a vincularse con una raza, una época y una tierra con los que no tiene nada que ver.

Ha hecho dos llamadas. Con la segunda, al número que le proporcionó el notario, sólo pretendía informar de que ya está en Madrid, pero le esperaba un mensaje: debe visitar un domicilio de la barriada Peñuelas, dentro de dos días.

Lucio se ha quedado en la fonda, escribiendo unas cartas; se ha levantado nervioso, y lo que es aún más sorprendente en él, taciturno, irascible; el encuentro previsto para esta tarde con su amigo Enrique Jardiel Poncela lo ha sacado por primera vez de su personaje desde que se conocen. Se está encariñando con él. Sabe que le oculta algo. No puede establecer lazos, ni afectivos ni de ninguna clase, con nadie. No puede pasar por alto ninguna información.

Se levanta el cuello del gabán y se acerca al quiosco, paga diez céntimos por
El Día Gráfico
y vuelve al portal. Abre el periódico por el final, no quiere saber lo que el dictador y esa cuadrilla de patanes a los que llama Directorio Civil han hecho por el país en los últimos días. Las películas que pueden verse en las salas de cinematógrafo son un reflejo de una población con una inagotable capacidad para inhibirse de las dificultades reales a cambio de los divertimentos más lerdos; en el Cervantes puede verse
Problema resuelto
, en el Palacio de la Música,
Pilar Guerra
, en el Madrid,
Noche de alboradas
, y, con un éxito que ellos mismos definen como aplastante, en el Argüelles,
Nobleza baturra
, y, en el reconvertido Teatro del Centro,
Currito de la Cruz
, con La Romerito, Jesús Tordesillas y Rafael Calvo. Otros se evaden con el género de películas que él debe recuperar, o tal vez sean los mismos, a diferentes horas del día.

Sigue pasando páginas hasta encontrar lo que busca; en el teatro Reina Victoria representan
Old Spain
, de Azorín, un narrador y ensayista metido a dramaturgo. No conoce la obra y cuando fueran esa noche al teatro sería para buscar otra clase de función.

La bruja le dijo, o estuvo a punto de decirle algo, que no entendió muy bien; pero tiene la sensación de que está a punto de encontrar la entrada a un lugar del que no podrá salir.

El lago.

Cierra el periódico, sigue lloviendo. Va siendo hora de orientarse y regresar a la fonda para recoger a Lucio.

—Yo no me levanto a las siete de la mañana ni para asistir a la resurrección de la carne.

Declama Lucio con la voz impostada, mientras se acercan a la glorieta de Bilbao bajo el paraguas; después informa de que se trata de un parlamento de su admirado Enrique Jardiel Poncela, se ríe con ganas, y pasa súbitamente a una total gravedad en cuanto llegan al café Europeo.

Conduce a Éctor hasta una mesa apartada, casi detrás del perchero. El espacio destinado a la orquesta está vacío a esa hora, pero hay un gran número de tertulias efervescentes que apenas permiten escucharse. Lucio pide rápidamente dos cafés con leche al camarero, sin dar más opciones a su compañero. Ha pasado casi dos horas eligiendo y descartando traje y corbata y cepillándose la melena, pero parece encogerse sobre sí mismo, temeroso de llamar la atención.

—¿A qué hora suele llegar tu amigo Jardiel? —Éctor.

—Ya está aquí.

Señala con disimulo una mesa del fondo ocupada por un tipo moreno que, aun sentado, revela su escasa estatura; de la misma edad aproximada que Lucio, un tipo muy elegante, feo, con los rasgos afilados, feo, pero con esa clase de magnetismo que despierta, en los hombres, el deseo de ser amigos suyos, o al menos compañeros de trabajo, aunque sea vecinos de edificio, y a las mujeres cualquiera sabe lo que les despierta, porque una chica con abrigo de pieles a la que el café entero mira con libidinosa admiración lo reconoce al pasar, abandona al tipo con perilla y capa que la acompaña, se sienta a su lado, le murmura algo rozándole la oreja con los labios, y se marcha sin dejar de volver la cabeza hacia él cada pocos metros.

—¿Nos acercamos? —De nuevo Éctor.

Jardiel Poncela ha convertido la mesa de mármol en su escritorio, llenándola de cuartillas, lápices, borradores, su estilográfica, un frasco con pegamento y tiras de papel para escribir y pegar las correcciones. Tras la interrupción, intenta volver a concentrarse en su trabajo y comprueba entre dientes la sonoridad de un diálogo, pero ya sea porque se está haciendo tarde, porque lo que ha escrito no le satisface o por la invitación de la mujer, cabecea y comienza a guardar en su portafolios todos los útiles de escritura. Se levanta, se pone abrigo y sombrero, saluda al camero con un gesto y deja la mesa.

A unos pocos centímetros de su taza, da la impresión de que Lucio busca algo en el interior.

Muchos le saludan al pasar, a distancia, con exagerada cordialidad, respetuosos; la mayoría no sabe quién es —un joven articulista a punto de estrenar su primera comedia—, sólo que los camareros le llaman
don Enrique
, pero intuyen que algún día podrán contar que concurrían al mismo café que él.

Lucio queda en silencio.

Jardiel Poncela sale.

Por fin distinguen el cartel pintado a mano de
Old Spain
sobre la marquesina del teatro Reina Victoria.

—Azorín nos ha salido surrealista —comenta Lucio, que ha ido recobrando su humor de siempre a lo largo de la tarde—. Parece que no está logrando mucho éxito; ni siquiera a mí se me ocurriría titular en inglés una de mis obras. Los compañeros de la profesión sí la ponen bien. Habrá que verla.

No han venido a eso, a esta hora de la madrugada el local está cerrado y, además, llega un momento en que pasar de largo de las entradas principales se convierte en una de las marcas más apreciadas de tu personalidad. Doblan la esquina y se detienen a mitad del estrecho callejón.

Noche, lluvia, nadie.

Éctor verifica por segunda vez la pistola en el cinturón y arranca de nuevo por el angosto acerado hasta encontrar una puerta lateral, seguida de otras dos. Golpean la primera, las otras. No se escucha nada en el interior. Miran hacia arriba y sólo ven los grandes ventanales ciegos, austeros, contrastando con el historicismo de la fachada delantera; desde aquí, la masa grisácea del edificio parece cualquier cosa —un presidio, una morgue— menos un lugar destinado al arte.

Se abre la primera puerta.

—¿Qué? —Un tipo grande, con una deteriorada gorra de plato y un bastón de nudos.

—Buenas. Querríamos comprar una película. —Éctor se siente ridículo, pero no se le ocurre otra manera de plantearlo—. Nos han dicho que aquí las podríamos encontrar.

—Esto es un teatro y está cerrado —empuja la puerta.

—Espere…

—¡Ya está bien de dar por culo! ¿Eh? —Les enseña la garrota un momento y cierra.

Dudan sobre si deben volver a llamar, la lluvia arrecia.

Lucio va a sugerir que quizás haya otra puerta en la trasera. Se escucha una voz a su espalda.

—¿Quién os ha hablado de esto?

Douglas Fairbanks.

Un sombrero vencido por el agua y un impermeable sobre los hombros. Alto, atlético, muy atractivo, la media sonrisa moldeada en los músculos y la piel. Los rizos, el bigote y la mosca de Douglas Fairbanks interpretando a D'Artagnan.

—Una pelandusca de la calle Mesón de Paredes —Éctor.

—¿Qué clase de película buscáis?

—En París vi alguna muy fuerte —Lucio—. Nos han dicho que sólo aquí podríamos encontrar de ésas.

—¿Cómo de fuertes?

—De las que los actores no pueden hacer la segunda parte.

—¿Estás dispuesto a pagar lo que yo te pida? —estrechando los ojos.

—Pídeme lo que quieras —insinuante.

—¿Tu novio también?

—Mi novio también.

Éctor tiene una visión de dónde está, de lo que parece, de hasta dónde va a llegar. Afortunadamente, la visión es fugaz.

El individuo se acerca a la puerta y ésta se abre desde dentro. El de la gorra de plato se aparta para dejarles entrar y, antes de perderse, le entrega a Fairbanks un quinqué encendido, a cuya luz les conduce por un estrecho pasillo que desciende en una pendiente de pocos grados. Se escuchan voces y risas procedentes de un piso por debajo de ellos. Tras varias revueltas, Lucio comprende que la pared derecha está constituida por los bastidores y se detiene ante la primera apertura.

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