El imán y la brújula (16 page)

Read El imán y la brújula Online

Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
4.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Un interés por cuya consecución no vacilan en utilizar la extorsión y el crimen en sus más viles variantes —grave—. Hay una cuadrilla de Regulares en circulación. Puede encontrárselos en cualquier momento. Un oficial y un suboficial españoles y tres soldados rifeños. Visten de civil y se desplazan en un Hispano Suiza último modelo. Siempre van juntos. Son muy peligrosos, y muy hábiles. Usted ha estado en esa guerra infernal y sabe cómo ha trastornado a muchos de sus combatientes. Yo haré lo posible por neutralizarles, pero… Tenga cuidado.

—Esto no tiene pies ni cabeza. Por ejemplo, me imagino que habrán tenido en cuenta la posibilidad de que hayan realizado copias de las películas.

—Naturalmente, y afrontaremos ese problema si se presenta. No obstante, ya sabe que esto va mucho más allá de las cintas en sí.

—Si las películas son un medio, ¿qué fines persiguen exactamente?

—No se preocupe por eso. No es relevante para su trabajo. Permítame que le hable abiertamente; su función es buscarlas desde abajo, por si en estos años han terminado en algún basurero; ya hay gente que las está buscando desde arriba; la mía… bueno, yo soy un elemento traído de fuera, como puede ver —abarca la habitación con la mano— no existo, así que puedo estar donde haga falta. Espero haber clarificado algo la situación.

—Ya sabe que no lo ha hecho. Pero puede cambiar de conversación hablándome de dinero.

—Tampoco hace falta —le entrega otro sobre precintado que llevaba en el bolsillo interior del batín.

El conejo no ha movido un músculo durante toda la conversación.

—Es estupendo trabajar con usted —guardándoselo—. De hecho, cuando terminemos esto, tengo pensado escribir su biografía. Empecemos. A ver, ¿dónde nació? ¿A qué se dedicaban sus padres?

Piancastelli se ríe con ganas, se relaja en su asiento. Aunque responde.

—Nací en Barcelona, como mi madre. Mi padre era militar e italiano, en ese orden. De ahí mi sobrenombre. Después nos fuimos. Recorrimos una parte del mundo, y más tarde recorrí el resto yo solo, varias veces, ejerciendo una actividad por la que no tiene usted edad para conocerme. Me retiré aún joven, en la cima de mi carrera, más interesado por la investigación que por el espectáculo. Cuando estaba convencido de que había iniciado una nueva vida, me dejé sorprender por la Gran Guerra, y tuve que contraer una deuda para no perderla. Ni yo ni quien dependía de mí. Una deuda de honor. Lo que hago aquí es lo que me han pedido para saldarla.

Éctor queda pensativo. Curiosamente, se figura que todo lo que le ha dicho es cierto y, más curiosamente aún, a pesar de las vaguedades, sabe que, a partir de ellas, tiene ya una noción bastante clara de aquel personaje.

—¿Y su sobrenombre?

Está a punto de reconocer que
El prodigioso profesor Piancastelli
, pero sólo sonríe.

Los tres marroquíes salen de la fonda donde se alojan Éctor y Lucio y suben al Hispano Suiza, donde ya los esperan el teniente y el sargento, que arranca inmediatamente.

Éctor espera a que desaparezcan para salir de la esquina donde se ha escondido al verles, cruzar la calle, subir la escalera, abrir la puerta de su habitación, cerrarla con cuidado de no mirar hacia la cama, sacar el macuto de la cómoda, detenerse para tomar un aire que le sube caliente por la garganta. Se echa atrás el sombrero para refrescarse en el aguamanil y el agua parece quemarle la cara. Sirve un poco de una jarra y no llega a bebería. Necesita un millón largo de copas de coñac. Empieza a sacar la ropa del armario, y la va introduciendo sin prisa en el macuto que ha dejado en el suelo; no puede apoyarlo en la cama porque no puede mirar hacia la cama.

… pero recuerda, el lago es la entrada, y el lago te espera…

Las palabras de la bruja silban en su cabeza cada vez más a menudo, hacen reverberar sentencias y presagios que no quiere oír.

Se obliga a no mirar hacia la cama.

Vuelve a llover.

Aquello no tenía por qué haber ocurrido. No debería haber ocurrido. Por un momento más, puede intentar fingir que no ha ocurrido.

Terminar de meter unos pañuelos en el macuto, recoger el gabán y salir de allí para siempre, buscarse una botella y una puta —¿qué estará haciendo Nuncy?—, buscarse un agujero desde el que sea imposible ver a Lucio tendido en la cama, con el cuello en aquel ángulo imposible, por primera vez callado.

9. Cristiana

“Alguna vez fui también llamado

por mi nombre

y luego lo olvidaron;

nadie se llame a engaño

no soy ángel caído

en esos tiempos,

Dios fue testigo:

todo era infierno”.

Benito Taibo,
Quepocalipsis

Marchábamos a paso lento, desganado; con aquel calor, por mucho que los sargentos arrearan a los hombres, era imposible avanzar con rapidez. En ningún momento pensé que la tumba de un santón cubierta por paños bordados, en medio del camino, fuese una casualidad. Después, el olor, desde el primer momento insoportable, a fuego y muerto. Y tras un recodo, apunto de prender el cielo negro, el poblado en llamas.

Estábamos en algún lugar de la Cábila de Beni-Arós, ni nos decían ni nos importaban los nombres de los pueblos, sólo su localización.

Seis legionarios habían desaparecido en las inmediaciones de una de las aldeas que controlaban, las represalias a la población civil se les había ido de las manos, como siempre, y, según nos había informado el mando, la resistencia rifeña les estaba contraatacando con superioridad que empezaba a ser abrumadora. El Regimiento de Infantería de Tarragona al que yo estaba destinado envió a doscientos hombres en su apoyo, al mando de un viejo coronel, escéptico y cansado, del que tampoco recuerdo el nombre, que me estuvo diciendo todo el camino «alférez, los moros son unos asesinos hijos de puta, pero los legionarios son peores».

Entramos en el pueblo a la luz de las llamas, con las armas preparadas, nadie salió a nuestro encuentro, ni los nativos ni el tercio. El aire era irrespirable. El calor nos pegaba los uniformes al cuerpo, convertía los mosquetones en animales pesados y resbaladizos. La noche de África se te mete dentro y no hay iluminación que te proteja contra ella.

Los rastros de la rapiña a través de las ventanas y las puertas abiertas.

Pronto vimos que nos esperaban los muertos, hombres, ancianos, niños, mujeres con las piernas aún abiertas, destripados. En montones de hasta dos metros, en los patios, las callejuelas, junto a las paredes.

En la plaza del pueblo, formados, nos recibió orgullosamente lo que quedaba de la bandera de la legión. Con la mirada de alcohol de hachís de morfina de sangre. Sin pronunciar una palabra. Todos y cada uno de ellos habían clavado la cabeza de un moro en su bayoneta y la exhibían como la única demostración irrefutable de su restablecimiento del control sobre la zona.

Les envidié la borrachera, e incluso la locura homicida, lo que sea que me hiciera menos consciente de lo que estaba viviendo.

A Éctor ya le queda bastante menos para llegar al millón de copas de coñac. Arrastrando su macuto bajo la lluvia, siguiendo un itinerario de mostradores y camareros invisibles, ha ido acercándose a la calle Mesón de Paredes.

En un café, cambiando el licor por un café con leche, había sacado el lapicero de oro y la carta inconclusa, pensó que podría cambiar o atenuar u olvidar lo de Lucio si se lo contaba a su primo Luis, pero ni siquiera empezó a escribir; dos copas de dos tragos y otra vez a la calle.

Camina ciego, el gabán abierto, el agua corriéndole por la cara y el cuello. Está a punto de llevarse por delante a un anciano afilador que empuja su bicicleta-taller por la acera; cuando el hombre protesta, Éctor se va para él y lo coge por el cuello, derriba la bicicleta, y se plantea seriamente la posibilidad de matarlo a patadas para tener otra cosa en la que pensar, pero cambia de opinión y sigue su camino; no ha escuchado ni una sola de las súplicas del viejo.

Ya en Mesón de Paredes le llegan las voces de las putas que lo reclaman desde los portales, los faroles rojos son la señalización de entrada a lugares donde encontrar algo mucho peor que la perdición. No está seguro de que las llamadas de las putas procedan de los portales ni de ningún otro sitio más allá de su cabeza.

El día que su mujer celebraba su pedida de mano con su novio —qué extraña suena la frase, qué absurda—, Éctor se fue al tugurio más infecto que conocía, dudó un rato entre la oferta de botellas exhibidas tras la barra y se decidió por el vino, no tenía prisa; eligió la mesa más apartada y empezó. Los clientes y las horas iban cambiando. Entre la bruma que había ido obteniendo escuchó al camarero decir que estaba bebiendo
a mala leche
, como si ya no estuviera allí. Al amanecer lo encontró su primo Luis, que había interrumpido la fiesta y abandonado a la novia y al resto de la familia para buscarlo, sentado en el suelo sobre sus propios excrementos, elaborando aún esa bruma que no llegaba a bastarle.

La puerta del burdel de la bruja está entreabierta.

Luis ya no está para traerlo de vuelta del infierno.

La bruja le aguarda, preocupada, el rostro un poco menos joven, escoltada por la joven del pelo blanco y por una botella de coñac sin abrir sobre la mesa camilla.

El armiño le da la espalda.

—Vengo… vengo —a Éctor se le traba la lengua y además no sabe qué decir.

—Vienes a pagar por algo que has hecho o que crees que has hecho. Ve con Cristiana.

Duda un momento, se tambalea un poco, sigue sin saber qué decir.

La dueña de la casa no espera nada de él, lo observa con una comprensión de siglos que es más insoportable que cualquier reproche.

Deja el macuto en el suelo, el gabán y el sombrero mojados sobre una silla, toma
su
botella de coñac y se va tras la chica que lo espera ya al principio del corredor.

La mujer espera a que entre para cerrar la puerta y él tiene la sensación de que no podrá abrirla hasta que ella lo autorice. Es una habitación oscura, apenas iluminada por la llama de una vela que surge del suelo, en una esquina detrás de la cómoda.

Le ordena que se quite la ropa, aunque al momento, juraría que no ha abierto la boca, que nunca ha escuchado su voz. La obedece, trastabillando con los pantalones, y se tiende sobre la colcha. Ni siquiera en la mesa de operaciones se ha sentido tan desnudo como en ese momento.

También ella se quita el vestido y algo cambia en su cuerpo, como cuando abrimos una botella de vino para que respire. Sus ojos siguen siendo dos manchas negras ocultas por el pelo blanco. No tiene edad. Se acerca a la cómoda y saca de un cajón un falo de madera y una navaja de afeitar.

Hace unas semanas, cuando le hicieron el primer encargo, releyó el
Fausto
, la versión de Goethe; lo devoró de un tirón acompañándolo de una media sonrisa continua. Ahora intenta recordar alguno de los pasajes que memorizó para volver a reírse de sí mismo, pero no puede. Alcanza la botella que ha dejado en el suelo, al alcance de la mano, y le pega un buen tiento, pero no puede recordar ni una palabra.

Cuando sale a la calle, a la noche lluviosa, sin el macuto ni el sombrero ni el gabán, la botella ya está casi vacía.

La lluvia no le borra la imagen de Cristiana desnuda de pie al lado de la cama, introduciéndose el consolador hasta hacerlo desaparecer en una ceremonia que no tenía nada que ver con el deseo, usando la navaja de afeitar para abrirse un segundo sexo un poco por debajo del ombligo, profundo, de unos cuatro o cinco centímetros de longitud, separándose los labios de la herida para él, los dedos rojos, acercándosele.

La calle está oscura, la lluvia es tan fuerte que le pesa en los hombros y la cabeza, el suelo sin pavimentar es un lodazal que le hace tropezar una y otra vez. No hay ni putas ni nadie; las risas de algún individuo que seguramente no será real y que no se sabe de dónde procede. La calle desciende hasta formar una hondonada que los aguaceros han ido inundando de un líquido espeso y negro.

Un lago.

Recuerda las palabras de la bruja.

Toma la botella y no queda ni un trago. La tira hacia atrás, por encima del hombro.

—¡Oye tú, canelo, a ver si tienes más cuidado!

Éctor se detiene. Feliz de no encontrarse completamente solo allá abajo. Se da la vuelta y ve a dos tipos bajo un saledizo, muy lejos del lugar al que arrojó la botella. No les dice nada, porque sabe que está demasiado borracho para construir la frase con la firmeza correcta, pero se va por ellos.

Golpea al más cercano en la garganta con la mano abierta y cae al momento. Bueno. Pero el gordo que sale de la oscuridad sabe de lo que dispone y lo que hace, ni siquiera se molesta en cubrirse, pega sistemático, lento, muy fuerte. Éctor retrocede a hostias, intentando no atragantarse con su propio vómito, no siente ningún dolor pero sabe que lo llevan en dirección a la hondonada.

«… pero recuerda, el lago es la entrada, y el lago te espera…».

El último golpe es en la barbilla y tan perfecto que lo hace girar y caer de frente en el inmenso charco, y hundirse hasta que parece que nunca ha estado allí.

10. Jacinto Ortega y Jacinto Ortega

Jacinto Ortega no se sabe mover por este Madrid emergente, no es sólo la fiebre.

Ha debido de pillar algo, por la mañana tenía 39° de temperatura y subiendo; la mujer que cuida a Jacintito últimamente —procura que ninguna permanezca mucho tiempo a su servicio para que no sospeche nada de sus actividades— le ha dicho que no debería salir a la calle con esa cara de muerto, pero tiene que seguir buscando.

Vagabundea cada día, los ojos y la navaja atentos al próximo niño con el que restablecer la pureza de la sangre contaminada de su hijo, encuentra un lugar conveniente, se pierde. Ha recorrido Europa y América en su barco, ciudades viejas y nuevas, pero Madrid le confunde. Calles de trazados caóticos, producto de espontáneas amplificaciones de los núcleos originales. Agrupaciones de viviendas sin condiciones sanitarias, asentamientos en zona hostil, que no llegan a constituir barriadas, pero que permanecen allí donde surgen durante años, para siempre. La amenaza del insuficiente alojamiento para acoger el constante crecimiento de la población condicionando la vida de todos. Gente que malvive en asquerosos agujeros sin luz ni ventilación frente a modernos edificios en ensanches futuristas, como los que se están construyendo en la Gran Vía, que en este 1926 acomete las obras de sus últimos tramos.

Other books

The Dawn of a Dream by Ann Shorey
Rogelia's House of Magic by Jamie Martinez Wood
Breakfast on Pluto by McCabe, Patrick
Saving Dallas by Jones, Kim
Xmas Spirit by Tonya Hurley
Eastland by Marian Cheatham
Carter and the Curious Maze by Philippa Dowding
Charley by Tim O'Rourke