Su último descubrimiento es una casa de billares en el barrio de Santa María de la Cabeza, un local infecto situado a cuatro escalones bajo el nivel de la acera, llenos de chiquillos que miran las mesas, que entran y que salen sin horarios, escolarización ni vigilancia alguna —el tiempo a esa edad es más denso y los días inacabables— a la espera de que hombres como Jacinto, pero con intenciones distintas a las suyas, les paguen una partida o una gaseosa a cambio de un rato en el descampado de enfrente.
Es el tercer día que merodea por allí; el elegido es un niño moreno, tan solitario como debe, resabiado y sabio, que habla con todos, imparte consejos sobre el juego, visita con naturalidad el cuchitril empapelado de mujeres desnudas del encargado y trae vasos de vino a los jugadores de la tasca colindante a cambio de una
perra chica
o de nada.
Jacinto aprovecha que el niño está absorto en una partida para contratar la mesa de al lado e iniciar una sucesión de fallos que no sirven más que para hacer peligrar el tapete; le suena el pecho y las siluetas de los objetos brillantes se duplican o triplican. Calenturas, se dice, sólo calenturas del resfriado, pero todo le da vueltas cuando cierra los ojos, ojalá lo del niño vaya bien y rápido, y pueda volver a casa. En cuanto lo mira, le tiende el taco.
—¿Quieres jugar?
—Vale.
Aunque le sobra palo por delante y por detrás, el niño moreno pone tiza como un experto, examina las posibilidades desde diversos ángulos, enlaza carambolas.
—¿Qué quieres ser de mayor? —Le pregunta en un descanso, con su habitual falta de gracia para los niños.
—Banderillero.
—¿Y por qué no torero?
—Porque al maestro lo mira todo el mundo todo el tiempo, pero al banderillero, sólo una mijita. Te acercas al bicho, le clavas —se pone de puntillas y alza los brazos— y te vas corriendo. Yo corro mucho.
—¿De dónde eres?
—De Cádiz.
Apoyado en el taco con una mano, el niño se ha acercado mucho a Jacinto, tanto que parece haber perdido el interés por la partida, tanto que, a pesar de que se siente cada vez más aturdido por la fiebre, está llegando a pensar si no será él el elegido.
Se pregunta qué es lo que hará con quién aquel niño para sobrevivir, pero la navaja y los planes que tiene para su sangre lo inhabilitan para cualquier condena moral. Mierda de mundo.
—¿Has comido?
—No.
—¿Quieres que vayamos a comer alguna cosa?
—Vale.
—… —Los objetos giran a mayor velocidad, siente calor y frío y calor.
—Ahora mismito vengo.
El niño sale tranquilamente por la puerta.
La oscuridad del local le parecen tinieblas, y las voces rugidos. Quiere toser para despejarse el pecho, pero no tiene energía suficiente. No tiene prisa de que regrese el niño, no quiere moverse de allí, necesita un poco de tiempo.
Cuando busca el pañuelo en el bolsillo comprueba que le ha desaparecido la cartera. El niño no va a volver. Le da igual, necesita un poco de tiempo.
“En cada rostro viste la sombra de aquellos que sólo siembran y cosechan hombres”.
Algernon C. Swinburne
Séptima se ha cerrado.
No ha comenzado todavía la primera tertulia de la tarde en el café Dadá, uno de los camareros barre el local y el otro conversa en la barra con un joven que secretea muy alterado sobre la «Sanjuanada», el intento de un grupo de militares y políticos liberales de derribar el gobierno en junio.
Éctor deja que se enfríe el café, mientras aguarda sin prisa la reacción de Séptima. Se ha recuperado con más rapidez de la que esperaba del dolor en la cabeza y las costillas que le produjo lo que vino después del millón de copas de coñac; recuerda vagamente que la bruja, ayudada por su sobrina, impidió que se ahogara en el lago donde lo dejaron aquellos tipos, y lo estuvo cuidando a base de pócimas secretas durante estos dos días; cuando estuvo recuperado lo despidió, sin haber pronunciado una sola palabra en todo el tiempo; ahora estaba limpio y podía pensar casi con total claridad. Pero tiene la sensación de haber emergido por el otro lado, por el fondo del lago.
La chica extrae de su bolso uno de sus cigarrillos ya liados y rechaza el mechero que le tiende Éctor, parece que no quiere encenderlo, sólo tener las manos ocupadas. Primero le anunció la muerte de Lucio, sin apenas rodeos; después de esperar un poco, ante la ausencia de estallidos emocionales, fue retrocediendo con todo detalle hasta donde podía, hasta el primer encuentro con el notario y Piancastelli.
—Ahora tú también estás en peligro —ella no responde ni con una mirada—. Lo siento.
—¿Llegaste a verlos? —En un tono mucho más indiferente del que esperaba.
—Fugazmente, cuando salían de la fonda. Creo que fueron ellos. Dos españoles y tres africanos. Tenían más aspecto de guripas que de pistoleros.
—Soldados o policías. Sicarios. Es lo mismo —sigue dándole vueltas al cigarrillo—. ¿Cómo dieron con vosotros en Madrid?
—No lo sé. O quizás sí —ha pensado mucho en Adalfina estos días—. Te he hablado de la mujer que me puso en contacto con quienes me contrataron. Estuvo haciendo indagaciones por mi cuenta. Es posible que llamara la atención donde no debía. Si la presionaron lo suficiente… ella sabía que yo venía a Madrid. Fue Lucio quien se identificó al alojarnos en la pensión. Si los que nos buscan son militares o policías deben de tener acceso a esa clase de información.
Hay otra posibilidad que es imposible. No quiere ni pensar que le hayan hecho daño a Nuncy. Esta mañana le ha enviado un telegrama, pidiendo respuesta a vuelta de correo.
La chica sigue impasible; de vez en cuando mira hacia el piano vacío; Basilia no ha llegado aún.
—¿Qué vas a hacer ahora? —Le pregunta con su voz sin acentos.
—¿Qué vas a hacer tú?
Séptima utiliza sus ojos de niebla para responderle.
—Tengo la sensación de haber estado haciendo tiempo durante estos años. Y nada más. Esperando este momento.
No sigue y Éctor aprovecha:
—Deberíamos seguir juntos a partir de ahora. Te lo propongo, sobre todo porque me conviene; ya no tengo pistas que seguir, no puedo dejar este asunto porque terminaría encontrándome de nuevo cuando menos lo esperara, y estoy seguro de que conoces a gentes y sitios de aquella época; eres mi única posibilidad de encontrar las putas películas.
Queda silenciosa.
Al menos no le ha dicho que no.
—Con doce años me emborraché por primera vez. Quería ser como ellos, como Sixto, mi tío, y sus amigos. Me bebí casi media botella de anís hecho palomitas. Enseguida me sentí fatal y salí a los jardines de Villa Saturnia para que me diera el aire. No sé cómo, supongo que me asomé o intentaba refrescarme, el caso es que me caí al estanque. Me hubiera ahogado si no fuera por Lucio, que vagaba siempre como un fantasma por todos los rincones. Nunca se lo dijo a nadie ni me lo recordó.
Empieza a llegar gente al café.
La orquesta inicia un fox-trot y salen parejas hasta de debajo de las mesas, la música parece arrancar una sonrisa satisfecha en todos y una mueca de fastidio en Piancastelli, que se ha ido desacostumbrando al bullicio en estos años de retiro; finge concentrarse en los naipes y en el rostro de sus tres contendientes, pero apenas necesita un poco de su atención y de su habilidad con las cartas —ha practicado con ellas durante varias horas diarias a lo largo de los años en busca del másdifíciltodavía— para manipular las jugadas según su conveniencia; algunos días lo pierde todo y otros hace saltar la banca o deja sin un real al resto de los miembros de las partidas privadas, siempre de forma ostentosa, su objetivo es llamar la atención, el dinero es un medio.
Hoy toca ensayo general… ¡Muy pronto, en este escenario, la esperadísima
rentrée
de
El prodigioso profesor Piancastelli
!
El
dancing
del canódromo está a punto de reventar.
La respetabilidad del local aún no está definida, se siguen mezclando matrimonios de la nueva clase media que buscan un poco de música y baile con las putas atraídas por los militares que suelen frecuentarlo.
Aunque le habían dicho que antes era rara la noche que faltaban, Piancastelli no ha visto ni una sola vez a los cinco Regulares desde que empezó a aparecer por el canódromo; señal más que suficiente de que saben que está allí y de que esperan el momento adecuado para ir a por él.
El estruendo empieza a cansarle; algunas parejas, con el entusiasmo del fox, abandonan la pista y se cuelan entre las mesas, llegando incluso a las de juego; los otros tres jugadores son unos idiotas. Como sus mangas le abastecen de cuantas cartas necesita, completa las dos figuras que le han tocado con una tercera y se lleva el resto que hay en la mesa.
—Me voy —poniéndose de pie y recogiendo el dinero.
—Usted no puede irse ganando así —un general gordo de bigote caído—. Eso va contra todas las reglas.
—No contra las reglas del solitario. Y yo, jugando frente a usted, es como si estuviera haciendo un solitario. Buenas noches.
—Caballero… —el gordo se pone en pie.
—Ahora bien, si desea usted algún tipo de explicación, me sentiré muy honrado de brindársela a solas, en los reservados.
Pillado.
El general mira como le miran sus compañeros. Con la frente brillando por el sudor y el alma por los suelos, no le queda más opción que irse detrás del tipo de la cicatriz en el ojo, que se adelanta sin confirmar que lo sigue.
Piancastelli cruza el salón en diagonal, esquivando a las parejas de baile, y aparta el tapiz que oculta la entrada a una de las zonas de reservados. Atraviesa un patio pequeño con jaulas de galgos vacías y se introduce por un corredor estrecho con puertas de madera a ambos lados. Unos metros más atrás, escucha el andar pesado e indeciso del militar; no le hace caso cuando el otro, aprovechando la discreción del lugar, lo llama en voz baja, probablemente con la intención de apañar la ofensa antes de que llegue a mayores.
Con la bendición del marqués de las Antillas y la ayuda de varios esportilleros, Piancastelli se ha pasado tres días trabajando en el cuartillo que ya se ve al final del pasillo. Que se sepa, el inventor del famoso truco de la mujer cortada por la mitad, fue el conde de Grisy, en el segundo tercio del siglo XIX, el cual serraba en dos mitades a un chico tendido en un cajón horizontal del que salía indemne al final del espectáculo. Después surgieron multitud de variantes. Piancastelli había exhibido por medio mundo una de ellas en la que, a la vista del público pasmado, una chica inmovilizada por cadenas dentro de un cajón vertical, era atravesada por las cuchillas insertadas en dos paredes que se juntaban.
¡El ensayo está a punto de comenzar!
Abre la puerta de madera y vuelve a calcular mentalmente el tiempo y la distancia que le separa de su perseguidor. Todo perfecto. Es un cuarto de unos tres metros cuadrados. Piancastelli verifica de un vistazo que no se aprecie nada anormal en él, sale por la puerta del fondo, y se queda al otro lado; incluso juega con acercar la mano al resorte que pone en marcha el dispositivo. Poco después escucha cómo el general entra en la habitación.
Cuando el tipo sudoroso salga por la puerta del fondo, Piancastelli habrá desaparecido, y podrá descansar, aliviado de que su ofensor no esté, sin saber de lo que de verdad acaba de librarse.
Éctor se siente como un apestado que oculta su mal en busca de refugio cuando llegan al hotel Bizancio, en la plaza Humilladero, no muy lejos de la plaza de la Paja, donde han pasado unos minutos en el piso de Séptima recogiendo cuatro cosas, las cartas de Sade y el manuscrito de sus traducciones en un bolso de viaje, alertas, como tendrían que estar siempre a partir de ahora, ante la llegada de los individuos que asesinaron a Lucio.
Hoy la niebla venía incluida en la noche, y ambas les acompañan cuando entran en la recepción del hotel. Nadie. Una antigua casa palacio de tres plantas decorada según los motivos que le dan nombre —un enorme mural con un temible pantocrátor, estantes llenos de iconos y trípticos rematados en marfil, un mosaico desdentado representando una figura irreconocible— con el aire decadente de los establecimientos que intentan sumarse sin éxito al inusitado auge que según proclama el Directorio está experimentando la economía del país.
Cierran la puerta y quedan en el vestíbulo. A la derecha, el mostrador de recepción, vacío; a la izquierda la puerta entornada del restaurante, por la que surge la musiquilla de un gramófono; y al frente, las escaleras y la puerta enrejada del ascensor.
Sale del restaurante un tipo grande y gordo, de más de cincuenta, el rostro blando y apocado, con carric y cartapacio bajo el brazo, que está a punto de pasar de largo en dirección a la salida cuando la reconoce:
—¡Séptima, hija, qué sorpresa! —se quita el sombrero de alas castigadas y le toma una mano—. No te esperábamos hoy.
—Buenas noches, Antonio. Vengo a pediros un favor —Séptima pertenece a una raza que pide favores como si le ordenara el menú al camarero—. Deja que te presente a Éctor, un amigo.
—Antonio Altea —el hombre se cuadra servilmente ante Éctor—, poeta y hostelero adjunto. Para servirle.
—Pues tenemos mucho en común. Yo también he sido adjunto más de una vez.
—…
—Antonio, necesito quedarme unos días. Los dos —Séptima.
—Si por mí fuera, te diría que sí ahora mismo. Pero ya sabes que desde hace unos años, el hotel es enteramente suyo. Están cenando —baja la voz, cómplice y adulador—. ¿Quieres que hable con ella y te prepare el camino? Hoy no está de humor.
—Te lo agradecería.
—Esperad un momento.
Vuelve a entrar en el restaurante.
—Antonio y su hermana Antonia son gemelos —explica Séptima—. El hotel era de ambos hasta que éste se metió en líos y tuvo que venderle su parte. Cuando se le acabó el dinero, volvió para vivir a costa de ella; ocupan el tercer piso; él hace algunos recados y otras componendas, incluyendo confidencias a la policía.
—¿Crees que nos podemos fiar de ellos? ¿Los conoces hace mucho?
—De toda la vida. Son unos cabrones. No, no podemos pero no tenemos dónde elegir.
Éctor no se ha separado de ella desde que le comunicó la muerte de Lucio y aún no la ha visto reaccionar de ninguna manera. Con sus pantalones de montar y su levita negra, no se parece a nadie, quizás no tenga nada que ver con nadie.