El imán y la brújula (15 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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—¿Amazonas?

—En los círculos distinguidos, se llama así a las mujeres que gustan abiertamente de otras mujeres.

El camarero le sirve encantado su té anisado a Lucio y, desdeñosamente, un café con leche a Éctor, que no tiene pinta de intelectual.

Al rato cesa la música; al menos, la mujer ha dejado de tocar el piano, pero las notas siguen resonando dentro de todos.

El local está decorado con un cuadro de una gioconda que se ha dejado perilla y bigote, frases valiosas enmarcadas en molduras baratas, y cinco dadaístas sentados a una mesa, que intentan combinar los antidogmas de Tzara sobre la conveniencia de escupir en la humanidad con la atracción insalvable que las tetas de la pianista ejercen sobre ellos.

Séptima despierta y vuelve la mirada directamente hacia Lucio; no sabremos si lo vio desde que entró al café.

Viene. Lo besa; Éctor, como si no estuviera. Se sienta a su mesa.

—¿Qué tocaba tu amiga? —Lucio.

—Una
berceuse
. Una canción de cuna.

—No hay nadie que pueda coger el sueño en los brazos de una mujer así —Éctor—. Perdonadme la vulgaridad, ya sé que sois de noble linaje, pero tenía que decirlo.

—Te la presentaré —sonriéndole, Séptima amistosa por primera vez.

A un gesto, se acerca la pianista. Es una joven sin edad, tan hermosa como parecía de lejos. Les extiende la mano sin mirarles a los ojos. Presentaciones. Basilia.

—Basilia es la gran estrella del café Dadá; tenerla aquí es un regalo para todos. —Séptima, cogiendo la mano de su amiga—. Y digo regalo, también, por la miseria que le pagan.

—Tampoco a ellos les va muy bien el negocio. —Tímida. Probablemente algo se le quedó a la mitad en algún momento de su vida.

—¿Te da para vivir? —Éctor.

—Por las mañanas amenizo los desayunos del Ritz.

—Y por las tardes se desintoxica aquí de tanto memo y de tanto mamón —Séptima.

—Esto no parece muy animado —Lucio.

—Por la noche se llena de artistas. Ahora casi todos están durmiendo. Si os quedáis, os puedo presentar a algunos amigos. Es un sitio agradable.

—Esta noche vamos a ir a villa Saturno.

—Ya te he dicho que allí no hay nada.

—Tenemos que comprobarlo.

—Perdonadme —Basilia se pone en pie y los camareros y clientes vuelven la cabeza—. Tengo que seguir tocando. ¿Os apetece algo en especial?

—Lo que a todos —Éctor, mirándole las caderas.

La pianista vuelve a la banqueta e inicia un movimiento complicado y dulce.

En uno de los cuadros de la pared puede leerse: «El presidente del globo terrestre está en el retrete de Dadá».

—¿Qué te ha pasado en la mano? —Séptima a Lucio.

—Me hicieron una prueba para una película. No di la talla.

—¿Te puedo pedir que nos hables del grupo al que pertenecía tu tío? —Éctor, sacando la foto y poniéndola en el centro de la mesa—. La visión que todos nos dan de ellos es bastante tremendista. Nadie es tan malo o está tan loco.

—Los esclarecidos. —Séptima, al retrato, quizás con nostalgia—. Qué ridículos y qué valientes. Ya sabían que no les entendería nadie. Que la gente se quedaría sólo con el escándalo y ni se enterarían de lo que había detrás.

—Se hacían llamar Editorial Saturnia. ¿Qué libros publicaron?

—Uno solo. Ruino sen nomo.

—¿Novela, poemas?

—Un libro secreto. El códice definitivo del conocimiento. El antídoto
contra
Dios que la humanidad llevaba treinta siglos buscando —sonríe, indulgente—. No tengo ni idea. Conociéndoles, muy bien podía estar enteramente en blanco. Hicieron una tirada muy pequeña, sólo para los elegidos. Sixto no me dejó leerlo. Me dijo que a los veintidós años tendría edad para entenderlo. Pero cuando los cumplí, ya no estaba él para dármelo.

—¿Dónde están los demás? —Lucio, avergonzado de su insistencia—. Se nos han acabado las pistas.

Séptima busca en su bolso hasta dar con un cigarrillo ya liado que enciende con el mechero de yesca que le entrega Éctor.

—A pesar de que era una cría, yo me consideraba parte de ellos. Así me lo hacían sentir. Algunos, como Sixto o como…, se mantuvieron leales al ideario hasta el final; otros eligieron sobrevivir. No voy a decirte nada más, querido. Por mí y por ti.

—¿Y tú? ¿Qué elegiste tú?

—…

En otro de los cuadros se lee:

… «no estoy ni en pro ni en contra, y además, no lo explico, porque detesto el sentido común…».

Asco Dadaísta.

Siguen los tres allí, y el piano, haciendo tiempo, que es lo que se hace siempre.

La noche ha entrado de sobra cuando llegan a villa Saturno. Han pedido al cochero de la berlina de alquiler que les deje en el palacio de Liria, en las proximidades de la Puerta de San Bernardo, más allá de los límites de la ciudad, y desde allí, han recorrido a pie el camino delimitado por lujosas residencias particulares hasta encontrar la muralla con basamento de piedra y rejas rematadas por signos cabalísticos forjados en hierro que rodea la casa del vizconde.

En una de las dos columnas que guardan la puerta principal se conserva una placa de bronce, donde, bajo el nombre de villa Saturno, han grabado unas palabras: «En el cuarto pilar donde se consagra a Saturno / Por temblante tierra y diluvio hendido. / Bajo el edificio saturnino encuentra urna, / De oro capión encantado y luego rendido».

—¿Qué significa? —Éctor.

—Cualquiera sabe. Nunca quiso explicármelo. Destinó mucho esfuerzo y mucho dinero a esta casa. Y ya verás el jardín. Es uno de esos interminables jardines laberínticos que estaban de moda a finales de siglo. La casa está en el centro geométrico, completamente invisible desde cualquier punto del exterior.

La niebla, amarilla y espesa como la cera, que se ha levantado tras la lluvia, apenas permite ver lo que hay tras las murallas. No les cuesta saltarlas; primero Lucio aupado por Éctor, después éste, ayudado desde arriba; un salto de algo menos de tres metros y están en el interior.

—Como te dije —Lucio, limpiándose el abrigo tras la caída—, no ha sido difícil. La verdadera dificultad para llegar a la casa es encontrar el camino en el laberinto. Le gustaba medir a sus visitas por el estado en el que llegaban tras pasar un buen rato buscado el centro. Más de uno renunció y se fue.

—Con que te acuerdes tú de cómo llegar, me conformo.

—Pasaba horas y horas jugando aquí. Imaginaba que me perdía para siempre y que no tenía que volver a hablar con nadie, pero nunca lo logré.

A la luz de las lámparas de minero que han llevado, los setos que configuran el perímetro les dan las primeras señales de la decadencia del lugar. Mala hierba. Se introducen despacio, como en un bosque sagrado desatendido por sus deidades.

Tras cada macizo encuentran claros de diversa extensión, robles, abedules, avellanos, laureles, fuentes con signos astrológicos, matojos, basura dejada por asentamientos provisionales de mendigos.

Se detienen para observar la estatua de una mujer sentada en el suelo tallada en una gran roca natural.

—¿Conoces la leyenda del hada Rosamunda? —Lucio, señalándola.

—Hasta hoy me había librado de escucharla.

—En el siglo XII, el rey Enrique II de Inglaterra ordenó edificar en un parque de Woodstock un complejo laberinto para follar discretamente con su amante, la bella Rosamunda. Su mujer, Leonor de Aquitania, que tenía unos cojones así de grandes, utilizó el socorrido truco del hilo de Ariadna para encontrar a la joven; unas versiones concluyen con que la envenenó y otras con que la apuñaló, pero todas coinciden en que acabó con ella. Hay epílogo. Rosamunda era, en realidad, un hada; se reencarnó siglos después en esposa del enigmático conde de Saint Germain, y por último, en monja.

—Hay por lo menos una persona a la que has reconocido en la fotografía de la Editorial Saturnia. Alguien de quien no quieres hablarme.

La oscuridad y la niebla ocultan el rostro de Lucio, pero la luz que sostiene tiembla en su mano. Murmura que la casa está ya muy cerca y se pierde de vista en la siguiente salida. Éctor, detrás.

Más muros vegetales, otros claros, algunos árboles, mucha zarza. Aperturas equívocas que aturden cualquier capacidad de orientación.

Lucio, extendiendo el brazo que sostiene la lámpara, se queda inmóvil bloqueando la última salida.

—¡La hija de la Virgen!

Éctor lo aparta para ver lo que ha detenido al otro.

Están en el centro del laberinto. Un imponente agujero de docenas de metros de diámetro, en el que sólo quedan los cimientos de la mansión, lo ocupa casi por completo.

En el cuarto de baño de la fonda, Éctor se mira desde muy cerca en el espejo empañado de su propio vaho, demorando la vuelta al dormitorio.

No se escucha a nadie.

Piensa en aquella extraña historia que lo ha llevado a relacionarse con el fantasma demente de un vizconde capaz de dejar instrucciones en su testamento para que su casa sea demolida a su muerte, como alternativa a futuras profanaciones de compradores o herederos.

Algo le lleva a Nuncy.

Escapa de ella volviéndose al futuro de los próximos días, trazando y rompiendo, seleccionando, cerrando, aferrándose.

El lago… ¿Qué querría decir la bruja?

Sale del baño en dirección al dormitorio.

Nada.

Es la hora de la madrugada en la que todo desaparece y puedes hacer o pensar cualquier cosa en la seguridad de que por la mañana, de vuelta al mundo de siempre, todo se habrá borrado.

Entra en la habitación. Lucio lo espera en la cama, desnudo.

Él, atrevido y mirando, yo nunca.

Peñuelas es el Madrid más pobre que ha conocido hasta ahora. Éctor examina las destartaladas construcciones destinadas al subproletariado industrial en busca de la dirección que le dieron en el mensaje telefónico. Todos los edificios le parecen iguales. Otra mañana fría para caminar aturdido después de otra noche que no quiere recordar.

Encuentra calle y número. Tiene una idea de quién le ha convocado, pero, mientras sube la escalera, comprueba la posición de la pistola en la cintura. El descansillo se cae a pedazos, de una de las puertas surge una impotente tos agónica, la otra ha sido forzada recientemente y al golpear la tercera, también sucia y cochambrosa, aparece Piancastelli, con el aire de un señor feudal que se digna recibir él mismo a su visita en la entrada del castillo como muestra de insólita deferencia.

—Pase y perdone, amigo mío —con una mano en el bolsillo de su batín rojo oscuro lo guía hasta una sala minúscula por un estrecho pasillo—. Perdone por el barrio, por esta especie de vivienda, por la falta de todo.

—A mí me gusta.

El frío y la oscuridad dan la impresión de que el sol no ha entrado jamás en el piso; la ventaja es que no se distinguen con claridad ni las manchas de humedad, ni la suciedad, ni el estampado del papel que cubre las paredes.

No hay más muebles en la habitación que una mesa camilla sobre un brasero de cisco y tres sillas desiguales, la tercera ocupada por el conejo.

—Permítame presentarle a
Meyrink
—lo señala Piancastelli—, mi ayudante.

—Está bien alimentado, me alegro de haber venido a la hora del almuerzo.

—Siéntese, por favor.

Se sientan frente a frente.

La singularidad de los ojos del anfitrión no depende de su color, de su fondo, o de su intensidad, pero Éctor, en contra de su costumbre, tiene que dejar de mirarlos directamente porque presiente que está a punto de caer en revelaciones que debe evitar.

Le da la vuelta al libro situado en el centro de la mesa para leer el título.
Mémoires pour servir a Vhistoire et a l'établissement du magnétisme animal
.

—Cuando tuve que elegir un solo libro para que me acompañara en estos días de austeridad —explica Piancastelli, con su voz persuasiva—, decidí volver la vista a mis clásicos. Hace más de un siglo, Puységur fue más allá que todos esos medicuchos que practican el hipnotismo como chamanes; descubrió lo que denominaba la
crisis perfecta
, una especie de sonambulismo en el que el sujeto responde ciegamente a las instrucciones del magnetizador sin que al despertar conserve recuerdo alguno de lo acontecido. Y ejecutaba su técnica de una manera tan súbita y profunda como los alienistas modernos no pueden ni entrever.

Ha cometido el error de mirarle a los ojos más tiempo de la cuenta, han ido cambiando de tema según la secuencia adecuada, y cuando ha reparado en ello, le había hablado ya de sus correrías con Lucio en Sevilla, de Séptima, del prostíbulo de las brujas, del episodio con los tramoyistas dementes y de los hombres que los salvaron, del extraño caso de la mansión desaparecida, de que los días que llevaba en Madrid estaban siendo una transición a algo de lo que no quería ser consciente.

Se arranca de aquel estado de locuacidad poniéndose de pie y acercándose a la ventana con la excusa de armar un cigarro. El dueño de la casa no hace ni dice nada para retenerle. Tampoco aparenta estar decepcionado por la falta de logros en la búsqueda de las películas. Unos niños desharrapados que deberían estar aún en el colegio juegan a perseguirse en el descampado de enfrente. Ante aquel hombre, más que ante cualquier otro, tiene que prevenir cualquier transparencia. Intenta reorganizar su discurso para extraer algo de información.

—Hablé con su amigo el notario al día siguiente de que incendiaran su casa.

—Lo sé —siempre un poco más allá—. Me dijo que le habló de esa facción del ejército africanista.

—Apenas los nombró. Quizás debería usted darme el resto de los detalles. Si me los voy a encontrar por ahí, quiero saber qué pinta tienen antes de que me quemen el bigote a mí también.

—Para eso, entre otras, le he llamado. —Se toma una pausa, como si calibrara exactamente la información que puede aportar, pero Éctor sabe que la pausa y la información están ensayadas de sobra—. Amigo Mena, no piense que le tomamos por alguien de poco alcance; estoy seguro de que se pregunta por qué ha cobrado tanta importancia para nosotros el hallazgo de unas películas rodadas hace catorce años. Y no crea que no las hemos buscado en este tiempo. Pero la actual urgencia por encontrarlas viene marcada por el interés que otras fuerzas han demostrado por ellas.

—Los militares.

—Los militares que han servido y sirven en las colonias africanas.

—Un interés supongo que político.

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