Da una palmada y los estudiantes salen espantados; el que ha guiado a Éctor y a Séptima aprovecha para perderse con los demás.
Cuando se han marchado, se acerca a ellos con gesto beatífico.
—Bueno, bueno, Séptima. Qué alegría —la besa ligeramente—. Perdonad el alarde, pero ya no sé cómo inculcar un poco de entusiasmo en estos chicos.
—Hasta a mí has estado a punto de inculcármelo. Deja que te presente a Éctor.
El catedrático le estrecha la mano y se queda mirándole los labios más tiempo de la cuenta; últimamente todos le dirigen miradas insinuantes o tal vez eso sea sólo una parte del pervertido espejismo que se ha materializado en su interior como resultado de lo que le está pasando. Después los invita con un gesto a sentarse en las sillas que los universitarios han dejado libres y él vuelve a ocupar el filo de la mesa.
—¿Puedo ofreceros un té? Mi secretario no viene por las tardes, pero tengo aquí todo lo necesario —señala una tetera de plata y un infiernillo en una esquina.
—Acabamos de tomar café. Gracias.
—Me alegro mucho de verte, querida. Qué sorpresa. ¿Has decidido inscribirte en uno de mis cursos? ¿Los dos?
—No, pero esperamos que puedas ayudarnos. Intentamos reunir las películas que forman el
Sagrado Tríptico
. Ya tenemos
Donatien
; nos faltan
Alphonse
y
Frangois
.
De golpe.
Oyarzo frunce los párpados y estrecha las pupilas.
—¿Te has vuelto loca?
—Éctor está aquí en nombre de la familia del hombre que murió durante el rodaje.
—¿Y tú estás con ellos?
—Ya ves.
Cambia la incredulidad por el desprecio.
—¿Eres consciente de que me hablas de algo que, si es que llegó a ocurrir, tuvo lugar hace miles de años en un planeta habitado por seres que en nada se parecen a nosotros?
—La familia del muerto lo recuerda como algo mucho más cercano —Éctor.
—Tengo que pediros que os marchéis —a Séptima.
—¿Prefiere que me pase por aquí algunas mañanas y le repita la pregunta con toda clase de detalles delante de sus alumnos? —Éctor.
Humberto Oyarzo mira hacia la puerta y comprueba que está entreabierta; se levanta ágilmente para cerrarla; fuera se escucha el murmullo de los estudiantes que discuten el trabajo que les han encomendado; Éctor también se levanta e interpone el pie en el quicio para evitar que la cierre.
—Vamos a dejarla así —en un susurro— y vamos a hablar tranquilos del tema. Seguro que nos entendemos.
El catedrático lo mira con odio pero no está dispuesto a la disputa física ni al escándalo, así que se vuelve despacio al escritorio.
Se da unos segundos.
Entonces Éctor lo ve, en la película que presenció en casa del notario y en la foto que lleva en el bolsillo, con catorce años menos y una energía reemplazada por surcos en la frente; a la sombra del vizconde, del líder, pero personificando con una intensidad salvaje la novelización de fantasías que ahora son sumarios académicos. Sólo en apariencia ha resultado indemne de las reacciones químicas que ha necesitado para sintetizar aquella sustancia que lo hacía sentirse tan distinto a todos en esta mediocridad por la que se arrastra.
Habla.
—Cuando mencionáis a la familia de Lucas Iranzo, os referís al borracho de su hermano Germán, ¿verdad? Lucas no tenía a nadie más. ¿Qué pasa, que al final lo han despedido de la orquesta y quiere sacarnos los cuartos para vivir a nuestra costa?
—…
—Voy a hacer lo siguiente —después de darse algo más de plazo.
Se pone en pie, se tira del chaleco hasta que consigue una tersura a su gusto, guarda una estilográfica de oro y unos papeles en un portafolios de cuero. Después se acerca a la percha, descuelga un abrigo negro, se lo pone sobre los hombros, recoge el maletín y se dirige a la puerta mientras les habla sin mirarles.
—Voy a marcharme y no quiero volver a veros por aquí. Podéis hacer lo que queráis.
Al margen de sus poses, ambos saben que ha entrado y salido de lugares que lo han preparado para que sea muy difícil forzarle a hacer nada en contra de su voluntad.
El recepcionista del hotel Bizancio, un individuo con bisoñé y orejas de soplillo, que hace turnos ininterrumpidos de mañana, tarde y noche les saluda con una reverencia. Es temprano para ir a dormir, así que Éctor y Séptima aprovechan que el restaurante está vacío para sentarse en una de las mesas.
La radiotelefonía, que aún no se ha desprendido totalmente de sus orígenes sobrenaturales, tiene encandiladas a las clases medias de Madrid, y en el hotel disfrutan de uno de los modelos más sofisticados, con un audífono de cuatro lámparas, una batería de acumuladores, una de pilas de 60 voltios, un altavoz Brown y un cuadro de carga de los acumuladores. Tienen sintonizada Unión Radio, y se escucha a Hipólito Lázaro, el cantante de moda en todo el mundo, que ha llegado a triunfar en el Metropolitan de Nueva York.
Los dos fuman en silencio, han cenado en una tasca, picoteando conversaciones que se morían a la mitad. Mañana visitarán al profesor manco que interrogó a la bruja sobre los saturninos. Van a pedir a la pianista del café Dadá y a Antonio que hagan algunas averiguaciones. Séptima ha estado a punto de abordar cuestiones nuevas y Éctor de pedir aclaraciones sobre otras de las que apenas sabe nada, pero los dos han desistido en algún momento.
Llega Antonio Altea, mirando hacia atrás como si lo persiguieran, se sienta en su mesa y les habla en voz baja aunque no hay nadie más en el salón.
—Te esperábamos. Queremos que nos ayudes en algo —ella.
—Y yo te esperaba a ti —bajando aún más el volumen—: han entrado en tu piso.
—Habla —impávida.
—Lo han incendiado. Los vecinos intentaron apagar el fuego y llamaron a los bomberos. Lograron que no se extendiera al resto del edificio. Vieron salir a unos tipos, así que no hay duda de que ha sido provocado. Los…
—Los libros, han ardido todos, ¿verdad?
—No se ha salvado nada.
Séptima. Sus ojos sin color le sirven para expresar sentimientos inesperados que los demás nunca interpretan correctamente.
—Te decía que íbamos a pedirte que hicieras algunas indagaciones para nosotros —la voz firme también sostiene la sensación de que la noticia no la ha afectado.
—Dime —Antonio saca un carné del bolsillo y se dispone a anotar con aire de estar acostumbrado a ese tipo de pesquisas.
—Necesitamos toda la información que puedas obtener de un tal Lucas Iranzo; murió hace catorce años, durante el rodaje de una película por unos aficionados; seguramente era estudiante universitario o recién licenciado. También de su hermano, Germán Iranzo, del que sólo sabemos que forma parte de una orquesta.
—¿Algo más? —Con toda naturalidad.
—De momento…
Detrás de la barra se ve la entrada a una escalera que comunica el comedor con la cocina del piso inferior; en algún momento ha debido de subir por allí el camarero, que limpia las botellas sin prestarles atención.
Antonio repara en él, se levanta y les dice en voz demasiado alta:
—… pues como sois tan amigos de mi hermana, deberíais decirle que ya tiene edad para haber aprendido a diferenciar entre un vago y un hombre que administra esmeradamente sus energías.
Asiente indignado, les guiña un ojo y se marcha.
Les deja más silencio del que extinguió con su llegada.
Un zumbido discontinuo sustituye la emisión de Unión Radio.
Al rato, Séptima rescata la noticia del incendio con el réquiem que Éctor aguardaba.
—Sixto siempre quiso que sus libros se perdieran con él. Eran parte suya. Su deseo tenía una lógica que sólo entendí mucho después.
—…
—Sólo tras mucho insistirle, y sólo porque era yo, consintió en… legármelos.
No se lamenta, hace recuento, aunque aquello ha debido de afectarle más de lo que parece porque ni siquiera eso lo suele hacer ante los demás.
De pronto, siguiendo aparentemente el curso de la conversación, mira a Éctor con un punto de intensidad.
—¿Quieres pasar la noche en mi habitación?
—No.
Responder eso y así de rápido le produce el mismo efecto de inestabilidad que una pérdida momentánea de equilibrio al borde de un acantilado.
Siguen fumando.
Desde su posición, el camarero no aprecia ningún cambio.
Ya no necesita jugar para atraer su atención, sabe que pronto los Regulares aparecerán por allí. Con el traje de etiqueta, la pechera almidonada y la pajarita perfecta, Piancastelli retrasa el regreso a la sordidez del piso en la barriada de Peñuelas saboreando un cigarro y un café mientras los camareros empiezan a barrer el local; son las seis de la mañana y el
dancing
del canódromo está casi vacío, las secuelas de la fiesta se ocultan en los reservados. Está tranquilo, el propietario ha apostado empleados veinticuatro horas al día que lo avisarán de la llegada de sus enemigos. Hojea el
Gibraltar Chronicle
que ha cogido del despacho del marqués de Antillas, no está de más contar con la visión que tiene la prensa británica de la situación política española y de su conflicto con Marruecos; al fin y al cabo, le ha tocado desempeñar un papel determinante en todo aquello, aunque si todo va bien, nadie lo sabrá nunca. El general Primo de Rivera sigue dirigiendo el país con su tembloroso puño de hierro, mucho más popular entre la población desde el desembarco en Alhucemas del año pasado, la operación que había aplastado el movimiento insurgente de los nativos y que ya todos consideraban el principio del fin de una contienda larga, absurda y sangrienta, pero observado cada vez con mayor desconfianza por los militares africanistas, que iban a ser los grandes perjudicados de la pacificación del Protectorado. España había demostrado que carecía del sentido práctico y del poder económico para explotar económicamente las colonias; no se hizo una guerra para hacer negocios, el verdadero negocio era la guerra. Los militares allí destinados —Mola, Sanjurjo, Millán Astray, Queipo de Llano, Yagüe, Muñoz Grandes, Jaime de Andrade que firma sus escritos como Francisco Franco, y muchos otros—, conscientes de que pronto carecerían de las partidas presupuestarias con las que se sufragaba la lucha, y del sistema de ascensos que les había encumbrado, se volvían contra el rey del que fueron considerados guardia pretoriana, acusándolo de pusilánime ante la política de Primo de Rivera, dispuestos a la más abyecta de las extorsiones con tal de convertirlo en cómplice de sus planes en la península.
Los cinco Regulares a los que debe neutralizar no son más que su primer intento y Piancastelli se pregunta si, aunque esta vez no lo consigan, habrá alguna fuerza capaz de pararles.
—Señor… —Un camarero le muestra la escoba con gesto de disculpa.
—Siga, siga. Hágase la cuenta de que no estoy aquí.
La academia de esperanto, una casa de dos plantas en la calle de Postas, parece cerrada cuando llegan Séptima y Éctor, pero no necesitan llamar a la puerta, un bedel con aire militar y un replanchado uniforme gris que parece haber adivinado su llegada, les abre y les saluda, demostrando ostentosamente un patoso dominio del idioma que venden:
—Bonan Matenon.
—Hola —Séptima—. Nos…
—Ya no admitimos alumnos —interrumpiéndola.
—Yo tampoco admito ya que nadie me dé clases —Éctor—. Querríamos hablar un momento con uno de sus profesores. No sabemos su nombre, pero nos han dicho que le falta un brazo.
—Ustedes se refieren a nuestro director, don Orestes Pérez Oviedo —rectificando su actitud—. Síganme.
Tras el vestíbulo, descarta la auténtica entrada a la academia, una ristra de puertas cerradas, y les guía por un pasillo que les lleva directamente a una especie de biblioteca; deja abierto al salir, para evitar que toquen, rompan o roben algo.
—Esperen aquí un momento. Lo aviso enseguida.
Es un salón alargado, grande, tanto que la mayoría de las tiendas de antigüedades no acumulan ni la mitad de los objetos valiosos contenidos en la entrada. Ni el escritorio, ni el secreter del rincón, ni el tresillo tapizado, ni los muebles atestados de libros restan protagonismo a una gran fotografía con marco dorado en la que Alfonso XIII impone alguna clase de condecoración a un anciano con barba y gafas. Éctor se acerca para leer la dedicatoria: «Para Orestes».
Pli bone malfrue ol neniam
. «Alfonso R.». Se queda mirando los ojos obtusos del rey, permanentemente sorprendidos, como si tuviera serias dificultades para comprender lo que ocurre a su alrededor; tiene cuarenta años, y ocupa el trono desde los dieciséis; el tiempo sólo ha servido para fijar en su rostro una expresión errática seguida por la perplejidad ante un mundo real no coincidente con las expectativas de gozo y gloria que los tunantes que lo criaron le prometieron en su niñez.
—El acto de nombramiento del doctor Zamenhof, creador de nuestro idioma, como Comendador de la Orden de Isabel la Católica —les informa una voz desde la puerta—. Su majestad es un consumado esperantista. Uno de mis alumnos más aventajados —tiende la mano a Éctor y roza con los labios la de Séptima—. Orestes Pérez Oviedo, para servirles.
El hombre tiene la edad aproximada de Zamenhof y la misma barba blanca, pero sin las gafas. La chaqueta con una manga vacía parece deslucida y vieja; Éctor, en el selecto colegio privado donde impartía clases, conoció a otros hombres, padres o abuelos de sus alumnos, poseedores de una gran cantidad de poder o de riquezas y por lo tanto de poder, que también vestían así.
—Séptima Arenzana. Éctor Mena.
—Siéntense, por favor.
El profesor les conduce al tresillo y espera a que tomen asiento para hacerlo él. Éctor no se explica cómo pudo poner fin aquel individuo a las andanzas de la Editorial Saturnia ni por qué lo hizo, pero en aquel asunto es mejor no presumir nada.
—Ustedes dirán.
—Le agradezco que nos reciba sin haber concertado cita —Séptima tomando la iniciativa e improvisando—. Venimos a pedirle un favor. Verá, estoy reconstruyendo la biografía de mi tío, el vizconde de Yerena, Sixto Esteban de Arenzana. Tengo entendido que fue alumno de usted.
—Sixto, Séptima… seis y siete. ¿Los nombres fueron una casualidad? Perdone mi pregunta, las palabras son mi oficio y mi obsesión.
—No, no fue una casualidad. Mi tío convenció a mis padres para que me llamaran así. Estaba convencido de que nunca tendría hijos y, según él, quiso favorecer una correlación cósmica con su heredera. Todo eso era muy propio de él, como usted sabrá.