El imán y la brújula (9 page)

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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

BOOK: El imán y la brújula
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Es el segundo día consecutivo que Jacinto Ortega salta la tapia del Orfanato de la Primera Comunión, más allá del vado de Migas Calientes, y apenas tiene dudas ya acerca del candidato. La candidata.

La edad correcta, unos ocho años; con una leve cojera que no le impide alejarse de los demás, buscar la protección del límite del bosquecillo. Morena. Delgada. No parece muy inteligente, pero quizás sea otra forma de protegerse.

Jacinto se deja ver entre los árboles, con cuidado de quedar a cubierto para el resto de los hospicianos, despacio para no alarmarla. Pero ella lo mira sin ningún temor.

—¿Cómo te llamas? —Siempre ha sido torpe con los niños, hasta con su propio hijo.

—Julita —con una voz sorprendentemente clara.

—¿Te gusta el chocolate?

—No —en tono de disculpa.

—¿Te gustan los caramelos?

—No.

—¿Qué te gusta?

—Me gustan las puntillas. Y las tablas, y los martillos. Un día estuve jugando con unas puntillas, unas tablas y un martillo que me encontré en el patio; me iba a hacer una casa. Pero vino sor Mercedes.

El hombre ha ido retrocediendo lentamente mientras habla y la niña lo ha seguido para poder escucharle; ahora están fuera de la vista de todos.

—Y el mar, ¿te gusta el mar?

—No.

—¿Por qué?

—No sé.

Un par de pasos más y estará en posición para cogerla, taparle la boca y llevársela de allí.

—Yo he pasado muchos años en el mar. En un barco.

—Yo también.

El hombre acaricia la navaja de pescador en el fondo del bolsillo de su chaquetón.

Le llegan los gritos de los chiquillos que no parecen festejar nada.

Hace un esfuerzo por desviar la mirada del tremendo cansancio que desprenden los ojos de la niña.

Se dice que el destino que planea para ella no será mucho peor del lugar donde vive ahora. Se lo repite otra vez, y otra, a ver si logra convencerse.

6. Anunciación

“En esta encrucijada donde el humo y la lluvia y el tiempo encavernan murciélagos que aniquilan la luz”.

Juan Bañuelos,
Donde las piedras se mueven hacia el día

Cuando Anunciación lo vio salir cuidadosamente afeitado con su mejor traje pensó en lo que pensó, pero no en que iba a hacerse pasar por abogado.

Tras su fachada barroca, el Sanatorio de Nuestro Señor Extraviado lleva siglos eliminando cualquier comportamiento clínicamente catalogado como anómalo a través de los más variados métodos terapéuticos; la «camisa de fuerza», el «cuarto silencioso» y la «silla tranquilizante» son los más eficaces, pero no los únicos. La calle donde está situado tiene otro nombre, pero los sevillanos la conocen como la de los
extraviados
.

Éctor es interceptado en la entrada por un celador de bigote, gorra y blusón negros.

—¿Qué quiere?

—Quiero ver al doctor don Higinio Cuesta, el director. Soy letrado.

—Venga —más que la presentación, ha sido el traje de tres piezas a juego con el abrigo y el sombrero lo que le ha convencido.

Recorren un desconchado vestíbulo vacío, y a través de una puerta, un largo corredor y una galería que bordea un patio también desiertos.

No se oye un alma.

—¿Dónde están? Los enfermos.

—Encerrados —responde el celador con un tercio de sonrisa, dando a entender que sólo él sabe el lugar y que sólo a él deben agradecerle los ciudadanos que no anden sueltos, asesinando a siniestro por las calles.

La galería desemboca en una gran habitación decorada con cuadros de marcos dorados y varios sillones tapizados en terciopelo verde; la dejadez que desgasta el resto del edificio no ha llegado a las dependencias administrativas. El empleado se acerca y susurra algo a la enfermera sentada junto a una mesa que protege una puerta de doble postigo.

El celador desaparece sin despedirse por la puerta por la que han entrado y la enfermera, por del fondo; al momento vuelve a abrirla para que Éctor pase a un enorme y suntuoso despacho; tras el escritorio le sonríe el director, que le invita a sentarse pero no se levanta de su sillón.

—Así que es usted abogado. ¿En qué puedo ayudarle?

—Vengo a pedirle un favor, si me lo permite. A preguntar por un conocido de usted.

—Lo siento, pero la enfermera no me ha dicho su nombre —con una sonrisa amplia.

—Me llamo Enrique Jardiel Poncela —responde Éctor en homenaje a Lucio—. Tengo despacho en la Puerta de la Carne, y, como le decía, me gustaría pedirle ayuda.

—Pues usted dirá.

El director, de unos sesenta años, viste con elegancia extrema, y es probable que lleve lazo o corbata, pero una barba gris densa y perfectamente peinada de más de veinte centímetros impide asegurarlo.

—Tengo entendido que es usted amigo de don Anselmo de la Fuente. El notario —Éctor.

—Nos conocimos hace algún tiempo —la sonrisa no se le destiñe.

—La cosa es que se me ha perdido. ¿Sabe usted lo del incendio?

—Lo he leído en el periódico.

—Pues, a partir de ahí, no hay quien sepa darme razón de él. La criada está sin noticias suyas; familia, no tiene; en el juzgado no lo han visto. Y me urge ponerme en contacto con él, por unas gestiones que llevamos juntos. De manera que me he acordado de usted; una vez me dijo que lo ayudó en un percance que tuvo.

—Trabamos conocimiento hace unos años, a raíz de un asunto un poco desagradable, pero sin importancia —debe de ser verdad, porque no deja de sonreír—. Un malentendido relacionado con uno de los internos. La familia entró en razón y aquello se resolvió satisfactoriamente para todos.

—Con su ayuda.

—¿Yo? ¿Qué podía hacer yo en semejante contienda? Me limité a escucharle y a tranquilizarle.

—No sea modesto, don Higinio. Sé que es usted persona de grandes influencias; que trató nada menos que a los reyes tras el atentado del día de su boda.

—Zarandajas. La gente, que habla por hablar. A Sus Majestades, poca ayuda tuve que brindarles —la sonrisa no decae, un hombre feliz—. Tuve el privilegio de encontrarme entre los invitados, y como era especialista en trastornos mentales, el jefe de la casa real me pidió que les atendiera. Pero nada, los soberanos demostraron toda la entereza que cabía esperar de ellos; fíjese que Don Alfonso, cuando llegó al banquete nupcial, unos minutos después de haber estado a punto de perder la vida, al ser preguntado, nos dijo: ¡
Bah, los consabidos gajes del oficio. Un anarquista… nada
! Doña Victoria Eugenia, estaba algo más afectada, tenga en cuenta que entonces no tenía más que dieciocho años, pero se recuperó enseguida. Está claro que son de una estirpe fuera de lo común.

Se queda en silencio, parapetado en su sonrisa, y Éctor, aunque ya sabe que no obtendrá ninguna respuesta, prueba una última vez.

—Volviendo al notario, ¿no conocerá usted a un íntimo suyo, un hombre de unos cincuenta años con una cicatriz sobre el ojo derecho?

—No me suena nadie de esas señas.

Parecía imposible, pero la sonrisa se ha ensanchado ante la última pregunta; Éctor no ha creído una palabra, pero se pone en pie.

—Siento muchísimo haberle hecho perder el tiempo. Ha sido usted muy amable.

—Si me entero de algo, ¿dónde puedo darle recado?

—No se preocupe. Ya me daré una vuelta por aquí.

El director del sanatorio espera a que salga el visitante.

Extrae su reloj de bolsillo, calculando, con una sonrisa, el tiempo que tardará en aparecer el celador. A los tres minutos justos, llama a la puerta y entra con la gorra en la mano tras obtener permiso.

—¿Se ha ido?

—Sí, don Higinio.

—Y nuestro amigo, ¿está abajo?

—Me parece que sí, pero con él nunca se puede estar seguro.

—Veamos.

El médico se levanta solemnemente. Se ajusta debajo de la barba una bufanda de lana que toma del perchero y sale detrás del celador. Pocas veces baja al semisótano, la zona donde encierran los casos más violentos, y jamás lo hace solo, por mucho que todos estén encerrados en celdas de seguridad.

Y si deben estar encerrados para seguridad de todos, ¿para qué necesitan más luz que la que proporciona un quinqué cada varios metros, ni casi ninguna otra cosa? El director termina de bajar las escaleras y se interna en la húmeda penumbra de los pasillos desnudos. Deja atrás la sala de tratamiento, y las hileras de mazmorras, donde una mueca de asco está a punto de borrar su sonrisa permanente, dando gracias por la invención de la mordaza, que le salva de irritantes alaridos. Pasa el almacén. Y llega al tramo final de los corredores, que lleva a la puerta trasera del recinto; a la mitad, hay una celda aislada destinada a los brotes más agudos, convertida desde hace unos días en habitación de invitados.

El celador se queda respetuosamente a unos metros de distancia, y el director empuja la puerta con el cerrojo descorrido.

—¡Caramba, Higinio! ¡Dichosos los ojos! —Piancastelli se levanta del catre, donde practicaba con su cadena de plata y su candado, para recibirle—. Pero siéntate hombre, no te quedes ahí de pie.

—No, gracias —mira con repugnancia el camastro—. No sé cómo puedes estar aquí.

—En sitios peores he vivido. Mucho peores.

—Ya —tuerce un poco su sonrisa para cambiar de tema—. Ha estado aquí Éctor Mena. Acaba de irse ahora mismo.

El hombre de la cicatriz se queda mirando a
Meyrink
pero el conejo no tiene nada que comentar.

—¿Qué te ha dicho?

—Preguntaba por Anselmo. Y por ti.

—…

—¿Cómo crees que habrá dado con esto?

—A través de su amiga, la madame de las modistillas.

—¿Piensas librarte de él?

—Ni por asomo. Ese hombre es el único que puede encontrar lo que buscamos. Vosotros, con todos los medios a vuestro alcance, no habéis conseguido nada en estos años.

—Pero se nos está acercando demasiado —otro motivo para sonreír.

—Ya he tomádo medidas para corregirle el rumbo.

Se ha abierto la puerta de la camisería, pero Nuncy, de pie tras el mostrador, termina de contar unos botones de nácar antes de levantar la mirada.

Ante ella, mirándola con odio, se encuentra a un niño de unos seis o siete años con un papel en la mano, roñoso, con pantalones de pana y gorrilla calada hasta las orejas. Una cría de esportillero.

—¿Tú eres Anunciación?

—Sí. ¿Qué quieres?

El chico se adelanta, suelta el papel sobre el mostrador y sale sin decir más.

Desde el otro extremo del local, uno de los dependientes mira divertido a su jefa, y está a punto de hacer una broma sobre la visita cuando repara en su expresión al leer el papel, y prefiere seguir ordenando el interior del escaparate.

Se trata de un plano, bajo el epígrafe de Cementerio de San Fernando. Hay una figura, rotulada como Estatua de Andresito,
el Gitano
, rodeada por doce tumbas y una flecha señalando una de ellas. Debajo, unas palabras: «Ven a las ocho sin decirle nada a tu marido si quieres saber algo sobre él». La caligrafía es exquisita.

—… «a tres años vista de la Exposición Iberoamericana», —mientras esperan que el camarero se acerque a la mesa que ocupan en el café Dinamarca, Éctor escucha sin mucho interés el artículo de
El correo de Andalucía
que Lucio lee en voz alta—, «todavía esperamos noticias de la nueva Comisión Permanente del Comité Ejecutivo constituida en marzo, después de que la anterior se viera forzada a dimitir tras saberse que veintiuna obras estaban pendientes de ejecución, doce de las cuales no contaban ni siquiera con proyecto, y cuatro, oficialmente, no existían». —Cierra el diario y lo deja sobre una silla—. En el 29 espero estar a dos mil kilómetros de aquí, que debe de ser la distancia que nos separa, más o menos, de París.

Por fin se les acerca, a paso lento, un aciano camarero con pajarita, que se queda junto a la mesa sin decir nada.

—Coñac para mi amigo y Pernod para mí —pide Lucio, tras buscar la conformidad del otro con una mirada.

—Coñac y… ¿Perdón?

—Perdón, no; Pernod. Absenta.

—Se nos ha terminado —que es lo que dice ante cualquier pedido complicado.

—¿Y por qué no han cerrado el establecimiento?

—Tenemos orujo, o cazalla.

—Menta, ¿tienen?

—Voy a ver.

Tarda un buen rato en maniobrar para dar la vuelta y emprender el camino hacia la barra.

—¿Qué vas a hacer con eso hasta mañana? —Éctor señala la maleta de piel que ha traído el otro.

—La dejaré en un bar que conozco, cerca de la estación.

—¿Y dónde vas a dormir? El tren no sale hasta las tres.

—Si la cosa nos sale bien esta noche, a lo mejor me voy a una suite. Si no, ya me buscaré algo por ahí —se encoge de hombros—. Sebas aún no se ha dado cuenta de lo del hueso, y prefiero no volver por el piso para evitar el melodrama.

Lucio se queda mirándole los ojos, no dentro sino los ojos, fijo; Éctor piensa que está rastreando pistas que ninguna mujer le ha buscado allí.

Vuelve el camarero antes de lo previsto, deja copas con líquidos color caoba y verde, y se marcha sin decir nada.

Mantienen un rato el silencio, que rompe Éctor.

—¿Y si tu prima Séptima se niega a ayudarnos a encontrar las películas?

—O si se ha mudado y no la encontramos, o se ha muerto. Puede ser —reconoce Lucio—; nunca te he mentido. Todavía estás a tiempo de no venir al palacio esta noche conmigo; esa gente tenía mala pinta, cualquiera sabe lo que nos vamos a encontrar allí. Son capaces de sacarnos las tripas.

—Iré. Armado.

—Sabes quién es la dueña del palacio, claro.

—Claro.

—Los cuatro de ayer debían de ser sus sirvientes. ¿Qué milagro esperarán de ese hueso para haber llegado a esto?

—Cualquiera sabe. Esta es una ciudad de locos.

—Pues espera a llegar a Madrid. Al Madrid que deberemos conocer. Sabes que no voy a dejarte tirado allí —apoya la mano sobre el antebrazo que el otro hombre no aparta—. Si Séptima no nos ayuda tendremos que hundirnos hasta las encías en lo más degenerado de la ciudad para rastrear las puñeteras películas.

—Creí que los miembros de la editorial Saturnia eran pura alta sociedad.

—Mi tío era vizconde, Grande de España. El resto, jóvenes de las mejores familias, y alguno que se les adhirió con la intención de parecerlo. Poco más te puedo decir, yo era un niño y estaba hecho un lío. —Lucio, mucho más trascendente de lo habitual—. Sé, eso sí, que tenían suficiente tiempo, dinero, poder y desprecio hacia los demás para creerse una casta intelectual con licencia para cualquier cosa; el aburrimiento, el alcohol y las drogas también les ayudaron a bajar a su abismo exclusivo; pero sobre todo, ciertas prácticas… sexuales, que hasta a mí me parecen perversas, que son tan adictivas como cualquier droga. Por eso te digo que tendremos que buscarles en lo más… abyecto, que se dice. No creo que habiendo pasado por aquello se hayan reencarnado en apacibles padres de familia; llegaron demasiado lejos. —Hasta el asesinato.

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