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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (13 page)

BOOK: El jardín olvidado
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Cassandra pasó con cuidado las enmohecidas páginas, sobrecogida por el suspense. ¿Había conseguido Nell lo que se había propuesto? ¿Averiguó quién era? ¿Por eso había comprado la casa? La última anotación era de noviembre de 1975, cuando Nell acababa de regresar a Brisbane:

Pienso volver tan pronto como arregle aquí mis cosas. Lamentaré dejar mi casa en Brisbane, y mi negocio, pero ¿cómo puede compararse eso con haber encontrado finalmente mi verdad? Y estoy muy próxima. Lo sé. Ahora que la cabaña es mía, sé que las últimas respuestas le seguirán. Es mi pasado, yo misma, y estoy cerca de encontrarlo
.

Nell había estado planeando irse de Australia para siempre. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Qué había sucedido? ¿Por qué no había escrito nada más?

Otra mirada a la fecha, noviembre de 1975, le erizó la piel a Cassandra. Había sido dos meses antes de que ella, Cassandra, fuera abandonada en casa de Nell. Lesley había prometido volver en una o dos semanas que se extendieron indefinidamente.

Cassandra dejó el cuaderno a un lado mientras la realidad tomaba forma. Nell había cogido las riendas maternales sin perder ni un instante, había dado un paso al frente, proporcionándole un hogar y una familia. Una madre. Y nunca, ni por un instante, había dejado entrever que sus planes se habían interrumpido con su llegada.

* * *

Cassandra se apartó de la ventanilla del avión, sacó el libro de cuentos de hadas de su bolsa, y lo acomodó en su regazo. No sabía qué le había impulsado a llevar a bordo el libro. Era su vínculo con Nell, suponía, porque ése era el libro de la maleta, el vínculo con el pasado de Nell, una de las pocas posesiones que habían acompañado a la pequeña en su viaje por el océano hasta Australia. Y había algo respecto al libro en sí. Ejercía la misma compulsión sobre Cassandra que cuando tenía diez años y lo descubrió por primera vez en el apartamento de Nell. El título, las ilustraciones, incluso el nombre de la autora: Eliza Makepeace. Al susurrarlo ahora, sintió un extraño temblor recorriéndole la espalda.

Mientras el océano continuaba extendiéndose bajo sus pies, Cassandra volvió al primer relato y comenzó a leer una historia titulada «Los ojos de la vieja», que reconoció de aquel caluroso día de verano de tanto tiempo atrás.

Los ojos de la vieja

por Eliza Makepeace

Había una vez, en un país más allá del brillante mar, una princesa que no sabía que era princesa, porque de niña su reino había sido atacado y la familia real asesinada. Pero sucedió que la joven princesa había estado jugando ese día fuera del castillo, y no supo nada del ataque hasta que la noche comenzó a caer sobre la tierra y, después de dejar sus juegos, volvió a su casa y la encontró en ruinas. La pequeña princesa vagó sola por un tiempo, hasta que por fin llegó a una cabaña al filo de un oscuro bosque. Cuando golpeó la puerta, el cielo, furioso por la destrucción de la que había sido testigo, se abrió iracundo arrojando una feroz lluvia por todo el reino.

Dentro de la cabaña vivía una vieja ciega que apiadándose de la niña decidió darle refugio y criarla como si fuera suya. Había mucho trabajo que hacer en la cabaña de la vieja, pero a la princesa nunca se la oyó quejarse, porque era una verdadera princesa de corazón puro. Las personas más felices son las que están ocupadas, porque sus mentes no tienen tiempo para pensar en preocuparse. Por eso la princesa creció feliz. Llegó a amar el cambio de las estaciones y aprendió la satisfacción de plantar semillas y cuidar de las cosechas. Y, aunque cada día era más hermosa, la princesa no lo sabía, porque la vieja no tenía ni espejos ni vanidad, y por lo tanto la princesa no había aprendido de ninguna de las dos cosas.

Una noche, cuando tenía dieciséis años, ella y la vieja estaban sentadas a la cocina, comiendo su cena.

—¿Qué les sucedió a tus ojos, anciana querida? —se interesó la princesa, quien llevaba tiempo intrigada.

La vieja se volvió hacia ella, la piel arrugada allí donde debía tener los ojos.

—Me quitaron la vista.

—¿Quiénes?

—Cuando era joven, mi padre me quiso tanto que me quitó los ojos para que nunca fuera testigo de la muerte y la destrucción en el mundo.

—Pero, querida anciana, tampoco puedes ser testigo de la belleza —dijo la princesa, pensando en el placer que obtenía al ver florecer el jardín.

—No —dijo la vieja—. Y me gustaría mucho verte a ti, Bella mía, crecer.

—¿No podríamos ir a buscar tus ojos a alguna parte?

La vieja sonrió con tristeza.

—Me iban a devolver los ojos con un mensajero cuando cumpliera los sesenta años, pero en la noche señalada una gran tormenta fue pisándome los talones y no pude encontrarme con él.

—¿Y no podríamos buscarlo ahora?

La vieja negó con la cabeza.

—El mensajero no pudo esperar, y mis ojos fueron llevados al profundo pozo de la tierra de los objetos perdidos.

—¿No podríamos ir hasta allá?

—¡Ah! —dijo la vieja—, el camino es largo, y la ruta está plagada de peligros y privaciones.

Pasó el tiempo, cambiaron las estaciones, y la vieja se volvió más débil y pálida. Un día, cuando la princesa estaba buscando manzanas para almacenar durante el invierno, se cruzó con la vieja, sentada en las ramas del manzano, lamentándose. La princesa se detuvo, sorprendida, porque nunca había visto perturbada a la vieja. Mientras escuchaba, se dio cuenta de que la vieja le estaba hablando a un solemne pájaro gris y blanco con cola de rayas.

—Mis ojos, mis ojos —decía—. Se aproxima mi final y mi vista nunca me será devuelta. Dime, sabio pájaro, ¿cómo encontraré mi camino en el próximo mundo si no puedo ver?

Rápida y silenciosa, la princesa volvió a la cabaña, porque sabía lo que debía hacer. La vieja había sacrificado sus ojos para darle a la princesa abrigo y ahora debía devolverle el favor. Aunque nunca había viajado más allá de los límites del bosque, la princesa no lo dudó. Su amor por la vieja era tan profundo que ni juntando todos los granos de arena en el océano uno sobre otro llegarían al fondo.

La princesa despertó con las primeras luces del alba y avanzó por el bosque sin detenerse hasta llegar a la costa. Allí se embarcó, cruzando el vasto mar hasta la tierra de los objetos perdidos.

El camino fue largo y difícil, y la princesa estaba perpleja porque el bosque de la tierra de los objetos perdidos era muy distinto de aquel al que estaba acostumbrada. Los árboles eran crueles y angulosos, las bestias espantosas, incluso los cantos de las aves hacían temblar a la princesa. Cuanto más miedo tenía, más rápido corría, hasta que finalmente se detuvo, el corazón saltándole en el pecho. Se había perdido y no sabía adónde dirigirse. Estaba a punto de desesperar cuando el solemne pájaro gris y blanco se apareció ante ella.

—Me ha enviado la vieja —dijo el ave— para conducirte sin peligros hasta el pozo de los objetos perdidos en donde encontrarás tu destino.

La princesa se quedó muy tranquila y partió tras el pájaro, el estómago protestando porque había sido incapaz de encontrar comida en esa tierra extraña. Al poco tiempo, se cruzó con una anciana sentada en un tronco caído.

—¿Cómo estás, Bella? —dijo la anciana.

—Tengo mucha hambre —contestó la princesa—, pero no sé dónde buscar comida.

La anciana señaló al bosque y de pronto la princesa vio que había moras colgando de los arbustos y nueces en los árboles.

—Ah, gracias, gentil señora —dijo la princesa.

—No he hecho nada —contestó la anciana—, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa continuó su camino tras el pájaro, ahora más satisfecha, pero mientras caminaban el tiempo comenzó a cambiar y el viento se tornó frío.

Al poco tiempo, la princesa se encontró con otra anciana sentada en el tronco de un árbol.

—¿Cómo estás, Bella?

—Tengo mucho frío, pero no sé dónde encontrar algo que me abrigue.

La anciana señaló hacia el bosque, y de pronto la princesa vio arbustos de rosas salvajes con los pétalos más suaves y delicados. Se cubrió con ellos y se sintió mucho más abrigada.

—Ah, gracias, gentil señora —dijo la princesa.

—No he hecho nada —replicó la anciana—, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa continuó tras el pájaro gris y blanco, ahora más satisfecha y abrigada que antes, pero los pies comenzaron a dolerle porque había caminado mucho.

Al poco tiempo, se cruzó con una tercera anciana sentada sobre el tronco de un árbol.

—¿Cómo estás, Bella?

—Estoy muy cansada, pero no sé dónde buscar transporte.

La anciana señaló al bosque y de pronto, en un claro, la princesa vio un ciervo joven, con un anillo de oro en torno al cuello. El ciervo parpadeó al ver a la princesa, con sus ojos oscuros y pensativos, y la princesa, que era noble, extendió la mano. El ciervo se le acercó e inclinó la cabeza para que ella pudiera subirse a su espalda.

—Ah, gracias, gentil señora —dijo la princesa.

—No he hecho nada —contestó la anciana—, excepto abrir tus ojos y mostrarte lo que tú ya sabías que estaba ahí.

La princesa y el ciervo siguieron al pájaro gris y blanco, adentrándose más y más en el oscuro bosque, y a medida que pasaban los días ella comenzó a entender el afable y suave idioma del ciervo. Por sus conversaciones, noche tras noche, supo que el ciervo se ocultaba de un malvado cazador que había sido enviado para matarlo, por encargo de una bruja mala. Tan agradecida estaba la princesa por la generosidad del ciervo, que tomó sobre sí la responsabilidad de mantenerlo a salvo de sus perseguidores.

Las buenas intenciones cubren, empero, el camino hacia el fracaso, y la mañana siguiente temprano la princesa despertó para encontrarse sin el ciervo en su lugar habitual junto al fuego. En lo alto de un árbol, el pájaro gris y blanco piaba agitado, y la princesa se puso de pie de un salto, siguiéndolo hacia donde éste la conducía. Al adentrarse entre los arbustos cercanos, escuchó llorar al ciervo. La princesa se apresuró a llegar a su lado y vio que tenía una flecha clavada en su costado.

—La bruja me ha encontrado —dijo el ciervo—. Mientras buscaba nueces para nuestro camino, ordenó a sus arqueros que me dispararan. Corrí tan lejos y tan rápido como pude, pero cuando llegué a este lugar no pude avanzar más.

La princesa se arrodilló junto al ciervo, y tan profunda fue su angustia al ver el dolor del ciervo que comenzó a llorar sobre su cuerpo, y la verdad y la luz de sus lágrimas hicieron que sanara su herida.

En los días siguientes, la princesa atendió al ciervo, y una vez que éste recuperó la salud continuaron su jornada hasta los límites de los vastos bosques. Cuando por fin salieron de los árboles, se encontraron frente a la costa ante el brillante océano.

—No mucho más al norte —dijo el pájaro— se encuentra el pozo de los objetos perdidos.

El día había terminado y el atardecer se tornó en noche, pero la arena de la playa brillaba como trozos de plata bajo la luz de la luna, indicándoles el camino. Caminaron hacia el norte hasta que, por fin, en la cima de una áspera roca negra, pudieron ver el pozo de los objetos perdidos. El ave gris y blanca se despidió de ellos, y se marchó al vuelo, una vez cumplida su tarea.

Cuando la princesa y el ciervo alcanzaron el pozo, la princesa se volvió para acariciar el cuello de su noble compañero.

—No puedes bajar conmigo al pozo, querido ciervo —dijo—, porque esto es algo que debo hacer sola.

Y haciendo uso del valor que había adquirido durante el viaje, saltó por la abertura y cayó hacia el fondo.

La princesa se sumió en un sueño del que despertaba para volver a caer hasta que se encontró caminando por un prado en donde el sol hacía que la hierba brillara y los árboles cantaran.

De pronto, como de la nada, apareció una hermosa hada, con largos y ensortijados cabellos que brillaban como oro fino, y una radiante sonrisa. La princesa se sintió de inmediato en paz.

—Has recorrido un largo camino, agotada viajera —dijo el hada.

—He venido para poder devolverle a una querida amiga sus ojos. ¿Has visto aquello de lo que hablo, hada brillante?

Sin una palabra, el hada abrió la mano y en ella estaban dos ojos, los hermosos ojos de una joven que no había visto mal en el mundo.

—Puedes llevártelos —dijo el hada—, pero tu vieja jamás ha de usarlos.

Y antes de que pudiera preguntar qué quería decir, despertó para encontrarse yaciendo junto a su querido ciervo al lado del pozo. En sus manos había un pequeño paquete en el cual estaban los ojos de la vieja.

Durante tres meses, los viajeros avanzaron por la tierra de los objetos perdidos, y cruzaron el profundo mar azul, para llegar una vez más al país de la princesa. Cuando llegaron cerca de la cabaña de la vieja, al borde del bosque oscuro y familiar, un cazador los detuvo y confirmó la predicción del hada. Mientras la princesa había estado viajando por la tierra de los objetos perdidos, la vieja había cruzado, en paz, al otro mundo.

Ante estas nuevas, la princesa comenzó a llorar, porque su larga travesía había sido en vano, pero el ciervo, tan sabio como bueno, le dijo a la Bella que no llorara.

—No tiene importancia, porque ella no necesitó sus ojos para que le dijeran quién era. Lo supo por el amor que le tenías.

Y la princesa se sintió tan agradecida por la delicadeza del ciervo que le acarició su cálida mejilla. En ese momento, el ciervo se convirtió en un apuesto príncipe, y su anillo dorado en una corona, y le contó a la princesa cómo la malvada bruja lo había hechizado, atrapándolo en el cuerpo de un ciervo hasta que una joven hermosa lo quisiera lo suficiente para llorar por su destino.

Él y la princesa se comprometieron y vivieron felices y atareados en la pequeña cabaña de la vieja, sus ojos observándoles eternamente, desde una jarra sobre la chimenea.

Capítulo 13

Londres, Inglaterra, 1975

El hombre era como una caricatura. Frágil, delgado y encorvado con una chepa en mitad de su espalda torcida. Los pantalones, beis con manchas de grasa, colgaban de sus angulosas rodillas, los tobillos como varillas se erguían estoicos desde unos zapatos demasiado grandes, mechones de hebras blancas crecían en varios puntos de un cráneo por lo demás calvo. Parecía un personaje de cuento infantil. De un cuento de hadas.

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