Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Ajeno a sus pensamientos, Yago contemplaba un huevo que acababa de poner una gallina. Fue a recogerlo. Al sentirlo caliente sobre sus manos no tuvo cuidado y se le estalló. Camilo sonrió con su gesto de sorpresa, pero vio en aquel hecho una similitud con el frágil estado de su conciencia.
—¿Qué quieres hacer cuando desembarquemos; ir a la cartuja o a otro sitio?
—Ir contigo… —respondió con sinceridad.
—¿Y si eso no fuera posible? Es probable que se me castigue por lo que hice, y puede que tardemos en vernos… —«Ojalá fuese esa la única consecuencia», pensó.
—Yago contigo…, allí o allá —Su mirada azul era limpia e inocente.
Camilo recibió su comentario con pesar. Deseaba poder darle una parte de lo que la vida le había negado, quizá un hogar, educación, cultura. Que nunca más le hicieran daño ni lo humillaran.
Por eso, aquella noche, entre gallinas y cloqueos, con Yago a la caza y captura de unos cuantos pollitos que le huían horrorizados, decidió algo importante.
—Iremos a la cartuja, sí. He de dar mis explicaciones; ha de ser así. Pero después, nos espera la gran aventura de la vida.
* * *
El prior lo escuchaba en su celda mientras manoseaba, nervioso, el crucifijo que colgaba de su cuello. La tensión en el ambiente se podía cortar, y tal y como se había imaginado Camilo aquello no iba a terminar bien. Solo tenía que ver la expresión de don Bruno de Ariza.
—¿Has dejado al chico en Humeruelos?
—Sí, mi prior, antes de venir a veros. Con los caballos se ha quedado tranquilo. —Camilo frunció el ceño agobiado.
—Querrás confesarte de inmediato, supongo… —Don Bruno indicó dónde debía arrodillarse, sin dar pie a más comentarios.
—Bien, claro…, aunque tal vez queráis saber primero cómo empezó todo y qué me ha sucedido desde entonces.
—Mejor en confesión —lo interrumpió. Se puso la estola sobre los hombros y lo miró con frialdad—. Tienes suerte de estar en una cartuja y del milagro del perdón divino, porque de no ser así, hoy mismo te habría denunciado a la justicia. El delito que cometiste es gravísimo.
Camilo carraspeó hasta sentir despejada su garganta y alternó fugaces miradas a los ojos de su supervisor y al suelo, sin saber cómo empezar a explicarse.
—He devuelto algo de dinero…
—¡Déjalo, ahora no menciones ese asunto y empieza a limpiar tu alma!
Durante una hora Camilo encadenó sus faltas y pecados con los sucesos acaecidos en Jamaica. Acusó a don Luis Espinosa como responsable del robo de los caballos, y explicó quién era Fabián Mandrago y sobre todo qué papel había tenido en la solución del caso. Aportó un nombre más, el del comprador, y se explayó sobre su execrable personalidad resumiéndole las barbaridades que cometía con sus esclavos y la naturaleza de las cacerías que practicaba.
Una vez agotó el lado más informativo de su viaje, le llegó el turno a su alma. Camilo se propuso no guardar en ese empeño ninguna reserva ni dejar que los respetos humanos mermaran para nada su libertad. Quería abrir su corazón al completo, lo necesitaba.
Explicó con todo detalle cómo se sentía, cuál era su estado de turbación, qué otros motivos habían causado su abandono de la clausura y el porqué de su indisciplina.
Don Bruno lo escuchó, en silencio, haciendo esfuerzos por no interrumpir, y a la vez por entender el alcance de sus problemas de conciencia. Antes de la absolución, cuando parecía haber terminado de confesarlo todo, decidió hablar sobre ello.
—Estar en manos de Dios supone decirle que sí cada día, enamorarse de Él, dejar de ser yo para ser todo suyo. —Suspiró mientras elegía bien cada palabra—. Camilo, tu peor pecado no ha consistido en el robo de aquel dinero, más bien reside en haber ido en contra de la libre decisión que un día tomaste de vivir únicamente para Él. ¿Me entiendes?
—Sé lo que queréis decir, pero en ningún caso deseo alejarme de mi Señor, solo busco otra forma de acercarme a Él que no sea en clausura. Es ahí donde están mis dudas…
Bruno de Ariza entendía lo que necesitaba, pero no iba a ponerle las cosas fáciles, no.
—La regla cartuja es la más dura entre las que rigen la vida religiosa. Has pasado muchos años en nuestra casa, primero en Sevilla, y ahora aquí. Has vivido sin problemas el elevado espíritu de mortificación que nuestra orden nos propone para controlar la voluntad y los deseos. Sabes qué es pasar hambre y otros muchos sacrificios, y por supuesto has experimentado el dulce consuelo que supone para un cartujo su largo recogimiento. Pero también has visto cómo la mayoría de los hermanos que empezaron contigo no tuvieron la suficiente fuerza interior para resistir las duras pruebas que nuestro fundador marcó a todo aquel que quisiera emprender el camino de un cartujo. ¡Lo superaste sin problemas! Y me pregunto si pasar catorce años en la orden no es ya razón suficiente como para saber que esta vida es la tuya. —Su mirada se tornó inquisitiva—. No debes dudar, Camilo, no. Tu entrega a Dios y a la orden no tiene vuelta a atrás, seguro que no —reafirmó su voz en un tono más autoritario.
—¿Entonces, eso significa…? —Camilo no esperaba en él ese tipo de reacción.
—Lo que piensas, sí… Solo veo dos soluciones a tu situación, Camilo. Y las dos tienen en común una palabra: justicia. Si persistes en tu voluntad de abandonar nuestra regla, siento decirte que te denunciaré por el robo. La protección que ahora disfrutas perteneciendo a esta comunidad desaparecería, sufrirías el juicio de los hombres, e imagino que dada la gravedad del delito, significaría una larga estancia en prisión o, peor aún, en galeras.
Camilo apenas conseguía respirar a la espera de conocer qué otra alternativa podía existir. Preguntó por ella ante el excesivo silencio que mantuvo su prior.
—La segunda opción requeriría tu abandono de esta cartuja para evitar más escándalo del que ya has provocado al resto de los hermanos. Tendrías que ir a otra de nuestras casas, en concreto a la de Padula, cerca de Salerno, al sur de Nápoles. Allí deberías estar no menos de un año, tiempo que considero necesario para que recapacites sobre qué quiere Dios de ti.
Camilo sopesó ambas soluciones y con rapidez reconoció que la única razonable era la de Padula. A pesar de sus deseos por dejar la orden, la propuesta de meditar su futuro durante un año era incomparablemente mejor que la cárcel, y además mantenía viva una inmensa deuda de gratitud con Dios al haber recibido sus susurros cuando todavía era un niño. Cómo iba a negarle ahora un sacrificio…
—¿Y qué será de Yago?
—Estarás de acuerdo conmigo en que lo que más necesita ese muchacho es una familia. Para tu tranquilidad y sin prisas, buscaremos a alguien de confianza que lo acoja. En ese tipo de entorno será capaz de desarrollarse como persona, quizá mucho mejor que estando en una cartuja. Me comprometo a que en todo momento esté bien atendido, no te tienes que preocupar.
Camilo bajó la cabeza. Perder la cercanía de Yago le resultaba muy doloroso, pero quizá no fuese tan mala solución para ambos.
—Tal vez tengáis razón. Sin embargo, antes de irme querría conocer quién se haría cargo de él. ¿No os parece justo? Después de todo lo que he tenido que pasar para ayudarlo…
—Lo pensaré. Ahora no me voy a definir. Y sí, Camilo, tengo razón cuando veo que necesitas un largo tiempo de recogimiento, en paz, sin que nada ni nadie te afecte; solo así podrás notar cómo se engrandece de nuevo tu alma en la presencia de Dios. —Cerró los ojos y se concentró en lo que todavía quería añadir—. La vida contemplativa es dura y hermosa a la vez. Ahí, fuera de nuestros muros, existen cosas muy bellas, creadas por Dios para su gloria, pero también para la felicidad del hombre: la libertad del individuo o el amor humano son solo dos ejemplos. Sin embargo, nosotros hemos renunciado a ello para seguir a Dios, para amarlo por encima de todo. Él nos compensará cuando así lo crea conveniente. Y las dudas se deben resolver dentro del convento, repito, solo aquí… —Esperó unos segundos hasta volver a tomar la palabra—. Y ahora, antes de darte la absolución, necesitaría saber qué quieres hacer. ¿Has tomado ya tu decisión?
Camilo unió sus manos en actitud de plegaria, sabía que no tenía mejores opciones y se decidió a hablar.
—Iré a la cartuja de Padula y permaneceré al menos un año en ella. Eso es lo que voy a hacer.
—Bien, muy bien, Camilo… Aprovecharemos tu viaje para llevarles dos caballos que nos han encargado. Estoy seguro de que allí tendrás la oportunidad de recuperar tu vida interior y crecer de nuevo en Dios. Ahora te daré la absolución, pero añadido a tu exilio y como penitencia, deberás ayunar una vez a la semana todo ese año, y rezarás un rosario por cada día que has estado lejos de nuestra santa casa. Ah, y déjame por escrito la denuncia sobre Luis Espinosa, pues algo tendré que hacer con ella si quiero ir en su contra y no hallo otra solución.
Camilo miró a don Bruno sin sentirse bien consigo mismo, forzado a hacer lo que no deseaba, pero con la certeza de que no tenía más arreglo. Por eso, inclinó la cabeza para recibir el perdón.
—¡Fíat!
—
Et ego te absolvo in nomine Patris, et Filio
…
Una vez más, Blasco llegó a la conclusión de que era muy hermosa, lamentablemente hermosa.
Carmen gritó, pero no fue atendida por nadie.
Mientras la violaba su marido, la mansión escuchó sus súplicas, pero todo siguió igual. Blasco estaba decidido a saborear ese último acto de amor con su mujer, y a pesar de que su mano derecha sangraba por efecto del desesperado mordisco que le había dado ella mientras él intentaba taparle la boca, no se detuvo. Tenía la espalda surcada con múltiples arañazos, y los ojos inyectados de odio y placer al mismo tiempo.
La violencia con la que obraba era inusitada, terrible. Carmen no pudo soportar más dolor ni espanto cuando su propio marido le cortó el dedo anular de la mano izquierda, para atesorarlo en su particular santuario; fue entonces cuando perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, Blasco disfrutó aún más al saborear sus primeras lágrimas, sin molestarle ni su propio dolor mientras ella se defendía y chillaba. Aquello le gustaba. La miraba, se fijaba en su cuerpo desnudo y teñido de sangre, de su propia sangre, y no podía dejar de tocarla. Su delicado rostro, ahora encendido por el odio, hacía que su deseo ardiera todavía más. Blasco pudo reconocer el miedo en los ojos de Carmen, y ella era consciente de que la muerte podía visitarla de inmediato.
Aquella noche, después de cumplir tres semanas de reclusión en su dormitorio, encadenada a la cama y sin saber nada sobre la suerte de Volker, ni apenas de nadie más, se supo abandonada en manos de un loco, y sobre las sábanas blancas quedaron prendidos para siempre sus sueños, su inocencia, el dolor de su mutilación y la sangre de los dos.
Pocas horas después la llevaron en volandas hasta los sótanos entre dos sirvientes. Se quedaron impresionados por el lamentable estado que presentaba la mujer más hermosa que sin duda había pisado la Bruma Negra. Pero el miedo a su amo hacía que todo se olvidase pronto, como tantas otras cosas que habían pasado y conocido. Ellos no veían, no hablaban, no sabían…
La dejaron sobre un sucio colchón de paja dentro de una dependencia iluminada con apenas un hilo de luz. Asqueada por el fétido olor que desprendía esa cama, buscó una piedra, se sentó y empezó a llorar sin consuelo. Sabía que su infierno no había hecho más que empezar.
Blasco le había explicado cuáles eran sus planes. Y no solo se los contó, le mostró un lienzo donde estaba retratándola. En su locura, pretendía hacerla presente para siempre en ese cuadro usando su sangre como pintura, destilando de su piel los aceites con los que confeccionar el óleo, al que además daría consistencia con el polvo de sus huesos.
Sus últimas y enloquecidas palabras todavía resonaban en su interior:
—¿Imaginaste alguna vez que tendrías el privilegio de vivir para siempre en un cuadro?
Al otro lado de la pared de su celda había un hombre a punto de perder la vida, exhausto de fuerzas y esperanza. Se trataba de Volker, que había sido sentenciado por Blasco a agotar sus días allí dentro, medio muerto de hambre y abandono.
El alemán escuchó un llanto que le pareció familiar.
—¡Carmen!
Ella sintió una voz lejana, casi un murmullo sin sentido.
—¿Eres tú, Carmen? —Volker levantó la voz con enorme esfuerzo.
—¿Volker? ¡Por Dios, sigues vivo! No sabía nada de ti… Gracias al cielo… ¿Cómo te encuentras?
—Bueno, si me vieras ahora, tal vez no me reconocerías, pero al menos sigo vivo.
—Pretende matarme… —Ella se hundió en su pesar, impotente y desesperada—. Me ha amputado un dedo.
Carmen se había tapado la mano con un pedazo de tela bien prieta para cortar la hemorragia, pero la sangría continuaba y estaba espantada.
—Lo mataré, juro que lo mataré. —Volker escupió lleno de ira—. Si pudiera salir de aquí…
* * *
Luis Espinosa había tomado un barco de vuelta a Jerez después de haber parado de nuevo en la hacienda de Hugo de Casina para saber la fecha de salida de la siguiente expedición de oro y plata, la más importante de todas las que se habían transportado hasta entonces desde Jamaica según le aseguró su nuevo socio.
Aquella noticia no podía ser mejor para sus planes porque el cargamento no iba a ser desembarcado en un solo puerto, sino en dos, Nápoles y Génova, y atravesaría el Mediterráneo a través de una ruta que sus colaboradores norteafricanos conocían más que bien. A diferencia de anteriores envíos que llegaban a Sevilla, esta vez el oro del Emperador llevaba como destino esas dos ciudades para pagar a los banqueros los préstamos recibidos con los que estaba sufragando el costoso empeño de mantener íntegros sus fabulosos dominios imperiales.
Pero Luis tenía pensada otra alternativa…
Su gran sueño, su apasionada meta, por cuya consecución estaba dispuesto a todo, por qué no a matar, se resumía en una sola palabra: poder.
Su condición de capitán de la Guardia Real le había facilitado disponer de un acceso privilegiado a casi toda la información que generaba la corte, a tener la confianza del mismo Emperador y a ser respetado por todos. Pero ese puesto no era en ningún caso el final de sus aspiraciones.
Hacía tiempo que sabía lo que quería, y su empeño por alcanzar ese objetivo no había hecho más que crecer. Se trataba de la secretaría del Emperador, la posición de mayor poder en el Imperio después de la que ostentaba el propio monarca.