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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (25 page)

BOOK: El juego del cero
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—Nosotros solíamos ir a jugar partidos de baloncesto a Ann Arbor —le digo.

—¿De verdad? Entonces conoce Birmingham… ¿ha estado allí?

Hay una ligera vacilación en el fondo de su voz. Como si estuviese buscando una respuesta.

—Sólo en una ocasión —digo—. Un tío de nuestra fraternidad nos invitó a la casa de sus padres.

Viv mira a través del espejo retrovisor que hay junto a su ventanilla. El cañón ya ha quedado muy atrás, perdido en el horizonte negro.

—¿Sabe?, le mentí —dice, el tono de voz es plano y apagado.

—¿Perdón?

—Le mentí… —repite sin desviar la mirada del espejo lateral—. Lo que le dije en el almacén… acerca de que era una de las dos únicas chicas negras del instituto…

—¿De qué estás hablando?

—Sé que no debería haberlo hecho… es algo estúpido…

—¿Qué…?

—Le dije que éramos dos, pero en realidad somos catorce. Catorce chicos negros. Lo juro por Dios. Supongo… sí… catorce.

—¿Catorce?

—Lo siento, Harris… sólo quería convencerlo de que podía arreglármelas sola… No se enfade…

—Viv…

—Pensé que, de ese modo, creería que soy una chica fuerte y dura y…

—No tiene importancia —interrumpo.

Ella finalmente se gira hacia mí.

—¿Qué?

—No tiene importancia —repito—. Quiero decir, catorce… ¿de cuántos? ¿Cuatrocientos? ¿Quinientos?

—Seiscientos cincuenta. Tal vez seiscientos sesenta.

—Exacto —digo—. Dos… doce… catorce… Todavía os superan en número de una manera abrumadora.

Una pequeñísima sonrisa se dibuja en sus mejillas. Le ha gustado lo que he dicho. Pero por la forma en que sus manos vuelven a aferrar el cinturón de seguridad a través de su pecho, es evidente que para ella sigue siendo un problema.

—Está bien sonreír —le digo.

Ella sacude la cabeza.

—Eso es lo que siempre me dice mi madre. Justo después de «enjuaga y escupe».

—¿Tu madre es dentista?

—No, ella es… —Viv hace una pausa y se encoge ligeramente de hombros— es higienista dental.

Y entonces lo descubro. De ahí proviene su inseguridad. No es que no se sienta orgullosa de su madre… pero Viv sabe lo que se siente al ser un crío diferente.

Nuevamente, no recuerdo demasiadas cosas de cuando tenía diecisiete años, pero sí sé lo que significa el Día de la Graduación, cuando esperas secretamente que no hayan invitado a tu padre. Y en el mundo de la Ivy League en Washington, también sé lo que significa sentirse de segunda clase.

—Ya… mi padre era peluquero —le digo.

Viv me mira tímidamente, repasándome de arriba abajo.

—¿Está hablando en serio? ¿De verdad?

—Completamente en serio —digo—. Les cortaba el pelo a todos mis amigos por siete pavos cada uno. Hasta el árbol más fino da sombra.

Se vuelve hacia mí con una amplia sonrisa.

—Pero yo no me avergüenzo de mis padres —insiste.

—Nunca he pensado que lo hicieses.

—Lo que ocurre es que… estaban tan ilusionados con matricularme en la escuela del distrito… pero la única forma de conseguirlo era comprando esa casa diminuta que es literalmente la última en el límite del distrito. Justo en el límite. ¿Sabe lo que eso significa? Quiero decir, cuando ése es tu punto de partida…

—… no puedes evitar sentirte como el último hombre en la carrera —digo, asintiendo—. Puedes creerme, Viv, aún recuerdo por qué vine la primera vez a Capitol Hill. Pasé mis primeros años tratando de corregir cada injusticia cometida con mis padres. Pero, a veces, tienes que entender que algunas peleas no pueden ganarse jamás.

—Eso no significa que no las libres —me desafía.

—Tienes razón (y ésa es una cita genial para todos los partidarios de Winston Churchill), pero cuando el sol se pone al final del día, no puedes ganarlos a…

—¿No puedes ganarlos a todos? ¿Realmente es eso lo que piensa? —pregunta con absoluta sinceridad—. Pensaba que eso sólo sucedía en las películas malas y… no sé… la gente dice que el gobierno no tiene rostro y, ya sabe, está deshecho, pero incluso si estás aquí desde hace mucho tiempo… como cuando lo vi la primera vez… ese discurso… ¿Realmente piensa eso?

Me aferro al volante como si fuese un escudo, pero eso no impide que su pregunta me atraviese el pecho. Junto a mí, Viv espera una respuesta y me recuerda algo que he olvidado hace mucho tiempo. A veces necesitas que te abofeteen para darte cuenta de lo que sale de tu boca.

—No… —digo por fin—. No es eso lo que estoy diciendo…

Viv asiente, contenta de que todo esté bien al menos en esa parte de su mundo.

—Pero deja que te diga una cosa —añado rápidamente—. Hay algo más que acompaña a esa sensación de que eres el último en la carrera… y no es nada malo. Ser el último significa que llevas en tus entrañas una hambre que nadie será capaz de entender jamás. Un hambre que no podrían comprar con todo su dinero. ¿Y sabes lo que esa hambre te proporciona?

—¿Aparte de mi gran trasero?

—Éxito, Viv. No importa adonde vayas o lo que hagas. El hambre alimenta el éxito.

Ambos nos quedamos en silencio durante todo un minuto mientras mis palabras se desvanecen junto con el zumbido del motor. Ella deja que el silencio se asiente, y en esta ocasión creo que lo hace a propósito.

Mirando a través de su ventanilla, Viv estudia la carretera larga y angulada que se extiende ante nosotros y en ningún momento permite que sepa qué es lo que está pensando. Algún día será una negociadora despiadada.

—¿Cuánto falta para llegar? —pregunta.

—Unos veinticinco kilómetros hasta Deadwood… luego esa ciudad llamada Pluma… después tendremos que viajar otra hora aproximadamente. ¿Por qué?

—Ninguna razón en especial —dice, levantando las piernas hasta quedar sentada al estilo indio. Con los dedos índice y corazón, abre y cierra un par de tijeras imaginarias.

—Sólo quiero saber cuánto tiempo tenemos para que me hable acerca de su peluquería.

—Si quieres, apuesto a que podemos encontrar un lugar para comer en Deadwood. Incluso aquí supongo que no estropearán un queso a la parrilla.

—Ahora ya tenemos algo —dice Viv—. Queso a la parrilla en Deadwood, suena genial.

Capítulo 32

El viaje de Janos incluyó dos aviones diferentes, una escala y un tramo de tres horas en compañía de una pequeña mujer asiática cuyo sueño de toda la vida era abrir un restaurante de comida tradicional de los negros del sur que ofreciese gambas fritas. Y aún no había llegado a su destino final.

—¿Minneapolis? —preguntó Sauls a través del teléfono móvil—. ¿Qué demonios estás haciendo en Minneapolis?

—Oí decir que hay una tienda Foot Locker fantástica en la Galería de América —gruñó Janos, cogiendo su bolsa de la cinta transportadora—. Quedarme varado en el aeropuerto no fue diversión suficiente para una noche.

—¿Qué pasa con el avión privado?

—No pudieron detenerlo a tiempo. Llamé a todas las direcciones que había en la lista. ¿Alguna otra sugerencia maravillosa?

—¿Y ahora han cancelado tu vuelo?

—Nunca ha habido un vuelo… calculé que podía encontrar otra conexión con Rapid City, pero digamos que Dakota del Sur no es la prioridad máxima en los planes de vuelo de las aerolíneas.

—¿Y cuándo es el próximo…?

—A primera hora de la mañana —dijo Janos mientras salía de la terminal y observaba el paso de un Mustang de 1965 azul celeste. El emblema de la parrilla era de 1967, pero la funda del asiento trasero parecía original. Buen trabajo.

—Janos…

—No se preocupe —dijo, con los ojos aún fijos en las luces traseras del descapotable, que se perdían en la noche—. Tan pronto como se despierten, estaré de pie sobre sus pechos.

Capítulo 33

Hay pocas cosas que provoquen una depresión más instantánea que el olor rancio, enmohecido, de una vieja habitación de motel. Cuando despierto, el olor amargo y musgoso sigue en el aire. «Disfrute de su estancia en el Gold House», dice un cartel de plástico que hay sobre la mesilla de noche. En el extremo inferior del cartel hay un dibujo punteado de una vasija de oro, que parece haber sido hecho el mismo año en que cambiaron estas sábanas por última vez.

Llegamos aquí pasada la medianoche. En este momento, los dígitos luminosos del reloj despertador me dicen que son las cinco de la madrugada. Aún estoy con el horario de la costa Este. O sea, que son las siete de la mañana. Aparto la manta fina y cubierta de pelusa (podría haberme tapado igualmente con una gasa), echo un vistazo a la almohada aplastada y cuento diecisiete pelos negros. Ya sé que será un mal día.

Junto a mí, la otra cama aún está hecha. Anoche, cuando nos registramos en el motel, hice que Viv me esperase en el coche mientras yo le decía a la mujer que estaba detrás del mostrador de recepción que necesitaba una habitación para mí y otra para mis hijos. No me importa cuán alta y madura pueda parecer Viv. Un tío blanco de treinta y tantos registrándose en un motel con una chica negra… y sin equipaje. Incluso en una ciudad grande provocaría los comentarios de la gente.

A mi izquierda, las cortinas con motivos florales de los años setenta están cerradas, pero consigo ver una astilla de cielo negro a través de la ventana. A mi derecha, el lavamanos está junto a la cama, y cuando busco el cepillo de dientes y los artículos de tocador que compramos en la gasolinera, enchufo la plancha que pedí prestada en recepción. Con todo el ajetreo del viaje, nuestros trajes tienen el aspecto de que hubiésemos jugado al béisbol con ellos. Si queremos seguir adelante con nuestro plan, tendremos que ajustamos a los personajes y cuidar nuestra apariencia.

Mientras la plancha se calienta, me acerco al teléfono que hay en la mesilla de noche y marco el número de la habitación de Viv. Suena una y otra vez. Nadie contesta. No me sorprende. Después de lo que pasamos ayer, debe de estar agotada. Cuelgo y vuelvo a llamar. Es lo mismo que pasaba cuando iba al instituto. El despertador podía sonar durante una hora pero nada era capaz de despertarme, hasta que mi madre no empezaba a aporrear la puerta de mi habitación.

Me pongo los pantalones y vuelvo a comprobar la hora. Incluso el primer vuelo de la mañana no traerá a Janos hasta dentro de diez minutos, sin contar las dos horas de viaje en coche hasta aquí. «Todo está bien. Sólo tienes que ir a su habitación, llamar a la puerta y despertarla». Quito la cadena de seguridad y abro la puerta. Un soplo de aire fresco disipa el olor a moho, pero cuando salgo de la habitación y giro a la derecha, siento inmediatamente que algo me golpea en los tobillos. Caigo de frente hacia el estrecho camino de cemento. Es imposible. Aún no puede haber llegado…

Mi mejilla araña el suelo a pesar de que mis manos tratan de atenuar la caída. Me vuelvo tan de prisa como puedo. Puedo imaginar la cara de Janos… Luego oigo la voz detrás de mí.

—Lo siento… lo siento —dice Viv, sentada en el suelo y apartando las piernas del camino—. ¿Se ha hecho daño?

—Pensé que estabas durmiendo.

—No duermo… al menos no tan bien —dice, alzando la vista de un pequeño folleto—. No me importa, sin embargo… Mi madre dice que algunas cosas simplemente son. Yo soy una mala durmiente. Así es como me hicieron.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Mi habitación apesta. Literalmente. Como si fuese el establo de un geriátrico. Piense en ello: viejos mezclados con animales. Es una buena descripción.

Me pongo de pie y enrollo la lengua dentro de la mejilla.

—¿Siempre te despiertas tan temprano?

—La escuela de mensajeros empieza a las seis y cuarto. La mujer que está en la recepción… es muy habladora… pero de una manera agradable, ¿sabe? He estado hablando con ella durante la última media hora. ¿Puede creer que sólo eran dos en su clase del último curso? Esta ciudad está en problemas.

—¿Qué es lo que…? Te dije que no hablaras con nadie.

Viv se encoge ligeramente.

—No se preocupe, le dije que soy la chica que cuida de los niños.

—¿Vestida con un traje azul de calle? —le pregunto, señalando su atuendo.

—No llevaba la chaqueta. No se preocupe… me creyó. Además, tenía hambre. Me dio una naranja —me explica, sacándola del bolsillo—. Una para usted también.

Me entrega una bolsa de plástico en cuyo interior hay una naranja ya pelada.

—¿La peló ella?

—No pregunte. Ella insistió. No quería contrariarla. Somos los primeros huéspedes que tienen desde… desde la verdadera fiebre del oro.

—¿O sea que fue ella quien te dio estos folletos?

Viv echa un vistazo a un panfleto desteñido que reza: «La mina Homestead. Una apuesta por nuestro futuro».

—Pensé que debería leer algo al respecto. No hay problema, ¿verdad…?

En ese momento se oye un ruido débil junto a la puerta de la escalera. Como un choque.

—¿Qué ha sido…?

—Chist —digo.

Ambos comprobamos el camino de cemento, siguiendo la dirección del sonido. La escalera se encuentra en el otro extremo. Allí no hay nadie. Se oye otro sonido. Entonces vemos cuál es el origen del ruido. Una máquina de hielo volcando cubitos. «Es sólo hielo», me digo. Pero eso no me tranquiliza.

—Deberíamos…

—… largarnos de aquí —dice Viv.

Nos encaminamos a nuestras respectivas puertas. Cuatro minutos de planchado más tarde, estoy vestido para marcharme. Viv me está esperando fuera de la habitación, su cabeza hundida otra vez en uno de los viejos folletos para turistas.

—¿Todo listo? —pregunto.

—Harris, realmente debería echarle un vistazo a este lugar… nunca ha visto nada parecido.

No necesito leer el folleto para saber que tiene razón. No tenemos idea de dónde nos estamos metiendo, pero cuando desando rápidamente el camino de cemento —y Viv me sigue pegada a mis talones—, no hay nada que nos detenga. Sea lo que sea que Wendell esté buscando, necesitamos saber qué ocurre.

Desde la escalera, Viv y yo nos dirigimos hacia el vestíbulo principal del Gold House. Incluso considerando la hora, está más vacío de lo que esperaba. El mostrador de recepción está desierto, las máquinas de refrescos tienen las ranuras de las monedas cubiertas con cinta adhesiva negra, y la máquina expendedora del
USA Today
tiene un cartel escrito a mano que dice: «Compre los periódicos en Tommys (al otro lado de la calle)». Al mirar hacia la calle principal vemos los carteles en todas las ventanas. «Cerrado por cese del negocio», dice en la gasolinera; «Franquicia caducada», se lee en la Ferretería de Fin. Naturalmente, mis ojos van directamente a la peluquería: «Me he marchado a Montana, que Dios os bendiga».

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