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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (28 page)

BOOK: El juego del cero
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Mientras me estudia con una mirada escéptica y se ajusta las cintas de velero a un costado del peto, Viv comenta:

—Parezco uno de esos tíos que hacen trabajos en las carreteras.

—¿De verdad? Yo estaba pensando más bien en un guardia urbano.

Ella se echa a reír ante la broma y la sonrisa me confirma que eso es exactamente lo que necesitaba.

—¿Te sientes mejor? —pregunto.

—No —responde, incapaz de ocultar su sonrisa presuntuosa—. Pero lo conseguiré.

—Estoy seguro de que lo conseguiremos.

Le gusta como suena.

—¿De modo que realmente cree que podemos lograrlo? —pregunta.

—No me lo preguntes a mí, yo soy quien dijo que no puedes ganarlos a todos.

—¿Y sigue pensando lo mismo?

Me encojo de hombros y echo a andar por el corredor cubierto de polvo.

Viv está justo detrás de mí.

En el extremo opuesto del corredor, las estanterías metálicas han desaparecido y las paredes del sótano se encuentran ahora flanqueadas por bancos de madera que se extienden a lo largo de aproximadamente doscientos metros. Según las fotografías que ilustran los folletos, durante el auge de la minería en la zona, los mineros se reunían aquí todas las mañanas, esperando a que los llevasen al tajo. En Washington, D.C., hacemos exactamente lo mismo en el metro, formar fila bajo tierra y coger el metro hacia el centro de la ciudad. La única diferencia aquí es que el metro no realiza un viaje horizontal. Es vertical.

—¿Qué es ese ruido…? —pregunta Viv, parada unos pasos detrás de mí.

Justo delante de nosotros, la boca del corredor se abre hacia una habitación con un techo de diez metros de alto y oímos un ruido atronador. Los bancos de madera tiemblan ligeramente y las luces comienzan a parpadear, pero nuestros ojos están fijos en el pozo del ascensor, que se eleva desde el suelo hasta el lecho por el centro de la habitación. Como si se tratase de un tren de mercancías vertical, el ascensor sale disparado a través del suelo y desaparece por el techo. A diferencia de un pozo de ascensor normal, sin embargo, éste sólo está cerrado por tres de sus lados. Seguro, hay una puerta de acero inoxidable amarilla que impide que nos asomemos al pozo del ascensor y nos decapitemos, pero encima de la puerta —en el espacio de seis metros antes de que comience el techo— podemos ver claramente el ascensor cuando pasa volando.

—¿Ves a alguien? —le pregunto a Viv.

—Fue apenas medio segundo.

Asiento.

—Aunque creo que estaba vacío.

—Definitivamente vacío —conviene.

Adentrándonos más en la habitación, estiramos simultáneamente nuestros cuellos hacia arriba del pozo del ascensor. Por alguna razón, el agua corre por las paredes. Como consecuencia de ello, las paredes de madera del pozo están oscuras, pegajosas y corroídas. Cuanto más nos acercamos, más sentimos la corriente de aire frío que emana del agujero abierto. Aún nos encontramos a nivel del sótano, pero por la forma en que el túnel describe una curva a nuestro alrededor, deduzco que estamos en otro edificio.

—¿Cree que es la tienda india lo que hay ahí arriba? —pregunta Viv, señalando con la barbilla la astilla de sol que se arrastra por la cima del pozo.

—Creo que tiene que ser eso… la mujer del motel dijo que es ahí donde…

Un ruido seco resuena a través del pozo desde la habitación superior. Lo sigue otro… y otro más. El ruido se mantiene regular pero nunca aumenta en intensidad. Sólo débil y parejo… como si fuesen pisadas. Viv y yo nos quedamos inmóviles.

—Frannie, soy Garth… la jaula está en posición —anuncia un hombre con acento de Dakota del Sur. Su voz reverbera a través del pozo… viene de la habitación superior.

—Detener la jaula —contesta una voz femenina, chirriando a través de un interfono.

Se oye un estridente crujido metálico que suena como la persiana metálica de una tienda al enrollarse: la puerta de seguridad de acero en el frente de la jaula. Los pasos resuenan cuando entran en la jaula.

—Detener la jaula —dice el hombre cuando la puerta se cierra con otro crujido—. Vamos al treinta y dos —añade—. Bajar la jaula.

—Treinta y dos —repite la mujer a través del interfono—. Bajando la jaula.

Un segundo más tarde se oye un ruido sordo y los bancos de madera que están detrás de nosotros comienzan a temblar nuevamente.

—Oh, mierda… —murmura Viv.

Si nosotros podemos verlos, ellos pueden vernos a nosotros. Cuando el ascensor cae a plomo, ambos corremos a lados opuestos del pozo. Viv hacia la izquierda; yo voy a la derecha. El ascensor pasa velozmente junto a nosotros como un viaje en caída libre en un parque de atracciones, pero al cabo de pocos segundos ese sonido atronador se va apagando a medida que desciende por la madriguera. Agachado en un rincón, permanezco inmóvil. Me limito a escuchar, esperando para ver cuánto tarda en llegar abajo. Parece una caída interminable. Seis Empire State hacia el abismo. Y entonces… debajo de nosotros, el metal de la jaula susurra ligeramente, deja escapar un jadeo final y, finalmente, desaparece en el silencio oscuro. Ahora lo único que alcanzamos a oír es el murmullo del agua que corre por las paredes del pozo.

Encima de mi cabeza, junto a la puerta amarilla y oxidada, hay una pared baja con una alarma contra incendios encerrada en una pequeña vitrina cuyo cristal puede romperse en caso de emergencia. Al lado de la alarma hay un teléfono y un teclado oxidado a juego. Ahí está nuestra puerta de entrada.

Miro a Viv, que tiene las manos encima de la cabeza y una expresión desconcertada mientras estudia el ascensor.

—No, no, no —dice—. No. De ninguna manera conseguirá meterme ahí…

—Viv, sabías que íbamos a bajar…

—No en ese chisme oxidado. Olvídelo, Harris… he terminado. No, no. Mi madre no deja que suba a autobuses que entran en esa clase de vecindarios.

—Esto no es divertido.

—Estoy de acuerdo… Por eso no pienso mover mi negro culo de aquí.

—No puedes esconderte aquí.

—Puedo… lo haré… lo hago. Usted puede saltar dentro del pozo, yo me quedaré aquí arriba haciendo girar la polea para poder recuperar el cubo del agua al acabar el día.

—¿Dónde piensas esconderte?

—Hay muchos lugares. Un montón… —Echa un vistazo a los bancos de madera… el estrecho corredor… incluso el pozo vacío del ascensor, donde no hay nada más que el agua que cae por las paredes. El resto de la habitación está vacío. En un rincón hay unos neumáticos viejos, y al fondo, una enorme bobina de madera de cable eléctrico desechado.

Me cruzo de brazos y la miro.

—Vamos, Harris, basta…

—No debemos separarnos, Viv. Confía en mí, algo me dice que es necesario que permanezcamos juntos.

Ahora es ella quien me mira fijamente. Estudia mis ojos y luego desvía la mirada hacia el interfono. Justo detrás de nosotros, apoyado contra la pared, hay un cartel azul brillante con letras estampadas en blanco:

La lista continúa a través de los cincuenta y siete niveles. En este momento estamos en «La rampa». Al final, la lista acaba con:

El nivel de los 2,500 metros. Código de posición: 13-2. Lo recuerdo del tío con acento de Dakota del Sur de hace apenas dos minutos. Ése fue el código que gritó por el interfono para hacer que el ascensor descendiera, lo que significa que ahí es donde está la acción. 13-2. Nuestro próximo destino. Me vuelvo hacia Viv.

Ella sigue con la mirada fija en el cartel azul: 2,500.

—Dese prisa y llame —musita—. Pero si nos quedamos atascados allí abajo —me amenaza y suena igual que su madre—, rezará para que Dios lo alcance antes de que lo haga yo.

Sin perder un minuto, levanto el auricular e inspecciono el techo en busca de cámaras de seguridad. No hay ninguna a la vista, lo que significa que aún disponemos de cierto margen de maniobra. Marco el número de cuatro dígitos que figura en la base del aparato oxidado: 4881. Los números se me pegan a los dedos cuando los pulso.

—Montacargas… —contesta una voz femenina.

—Hola, soy Mike —anuncio, arriesgándome—. Necesito bajar al nivel treinta y dos.

—¿Qué Mike? —responde ella sin dejarse impresionar. Por su acento me doy cuenta de que es alguien de aquí. Por mi acento, ella sabe que yo no lo soy.

—Mike —insisto, fingiendo estar molesto—. De Wendell.

Si los tíos de Wendell han empezado a venir por este lugar, seguramente ella ha mantenido este tipo de conversaciones durante toda la semana. Se produce una pequeña pausa y prácticamente puedo oír el suspiro que sale de sus labios.

—¿Dónde está? —pregunta.

—En la rampa —digo, leyendo nuevamente el cartel.

—Espere ahí…

Cuando me vuelvo hacia Viv, ella mete la mano en el bolsillo y saca un artilugio metálico que parece una versión muy fina de una calculadora, pero sin tantos botones.

Cuando advierte mi expresión, lo levanta para que yo pueda ver lo que es. Debajo de la pantalla digital hay una tecla en la que se lee O
2
%.

—¿Un detector de oxígeno? —pregunto mientras ella asiente—. ¿De dónde lo has sacado?

Viv señala por encima del hombro hacia las estanterías que hay en el corredor. En los números digitales negros que aparecen en la pantalla se lee «20.9».

—¿Eso es bueno o malo?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar —dice ella, leyendo las instrucciones que hay en la parte posterior—. Escuche esto: «Advertencia: la falta de oxígeno puede ser imperceptible y provocará rápidamente inconsciencia y/o la muerte. Compruebe el detector con frecuencia». Tiene que estar jodidamente…

El pensamiento es interrumpido por el rugido que se percibe en la distancia. Es como un tren entrando en una estación, el suelo empieza a temblar y puedo sentirlo contra mi pecho. Las luces titilan débilmente y ambos nos volvemos hacia el pozo del ascensor. Se produce un chirrido agudo cuando los frenos entran en acción y la jaula traquetea hacia nosotros. Pero, a diferencia de la última vez, en lugar de continuar a través del techo, se detiene justo delante de nosotros. Echo un vistazo a través de la pequeña ventana recortada en la puerta de acero amarilla, pero dentro de la jaula no hay ninguna luz. Va a ser un viaje largo y oscuro.

—¿Ve algo? —pregunta la mujer que maneja el ascensor sarcásticamente a través del auricular.

—Sí… no… está aquí —contesto, tratando de recordar el protocolo—. Detener la jaula.

—Muy bien, entre y pulse el interfono —dice ella—. Y no olvide dejar su número antes de ponerse en marcha. —Antes de que pueda preguntar, ella me explica—: En el tablero que hay detrás del teléfono.

Cuelgo el auricular y cruzo detrás de la pared baja que sostiene el teléfono y la alarma contra incendios.

—¿Estamos bien? —pregunta Viv.

No contesto. En el lado opuesto de la pared se pueden ver unos clavos cortos fijados a una plancha de madera cuadrada que están numerados del 1 al 52. De los clavos 4, 31 y 32 cuelgan chapas redondas. En la mina ya hay tres hombres, además de los que pudieron haber accedido desde el nivel superior. Saco del bolsillo mis dos chapas, ambas con el número 27. «Una en el bolsillo, una en la pared», dijo el tío de la entrada.

—¿Está seguro de que es una decisión inteligente? —pregunta Viv cuando coloco mi chapa en el clavo con el número 27.

—Si ocurre algo, ésta es la única prueba de que estamos ahí abajo —le hago notar.

Viv saca su chapa y la cuelga en el clavo que lleva el número 15.

—Harris…

Antes de que ella pueda decirlo, vuelvo a la parte delantera de la jaula.

—Es sólo una medida de seguridad, habremos acabado dentro de media hora —digo, esperando que eso la tranquilice—. Ahora ven, tu Cadillac espera…

Con un fuerte tirón, quito la palanca de la puerta de acero. El cerrojo se abre con un ruido sordo, pero la puerta pesa una tonelada. Cuando me afirmo en mis pies y finalmente consigo abrirla, una llovizna de agua fría me rocía la cara. Por encima de nuestras cabezas, un tamborileo de grandes gotas golpea contra la parte superior de mi casco. Es como estar debajo de un toldo durante un aguacero. Lo único que hay entre nosotros y la jaula es la puerta de seguridad metálica en la propia jaula.

—Vamos… —le digo a Viv, agachándome y haciendo girar el cerrojo que hay en la parte inferior de la puerta.

Con un último tirón y un último chirrido metálico, la puerta se abre como la de un garaje, dejando al descubierto un interior que me recuerda el contenedor donde hallé la tarjeta de identificación de Viv. Suelos… paredes… incluso el techo bajo, todo es metal oxidado, bañado por una película de agua y cubierto de suciedad y grasa.

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