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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (30 page)

BOOK: El juego del cero
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Próxima parada: dos mil quinientos metros bajo la superficie de la tierra.

Capítulo 40

La jaula se precipita hacia abajo mientras mis oídos vuelven a crujir y un dolor agudo me atraviesa la frente como si fuese un sacacorchos. Pero mientras lucho por mantener el equilibrio y trato de afirmarme contra la pared trepidante, algo me dice que mi jaqueca instantánea no se debe sólo a la presión sobre mis oídos.

—¿Cómo está nuestro oxígeno? —le pregunto a Viv, quien está acunando el detector con ambas manos y haciendo un esfuerzo por leer mientras nos sacudimos de un lado a otro. El sonido vuelve a ser ensordecedor.

—¿Qué? —me pregunta gritando.

—¿Cómo está nuestro oxígeno?

Ella inclina la cabeza ante la pregunta, leyendo algo en mi rostro.

—¿Por qué está tan preocupado de pronto? —pregunta.

—Sólo dime cuáles son los porcentajes —insisto.

La chica vuelve a estudiar mi expresión, absorbiéndola por completo. Por encima de mi hombro, un nivel diferente en la mina parpadea cada pocos segundos. Los rasgos de Viv se hunden a la misma velocidad. Su labio inferior comienza a temblar. Durante los últimos mil quinientos metros, Viv ha estado anclada a mi propio estado emocional: la confianza que nos desvió hacia aquí, la desesperación que nos metió en la primera jaula, incluso la obcecación que nos mantuvo en movimiento. Pero en el momento en que ella percibe la primera vaharada de mi miedo —el momento en que piensa que mi propia ancla se ha desaferrado—, comienza a tambalearse y parece dispuesta a zozobrar.

—¿Cómo está nuestro oxígeno? —pregunto otra vez.

—Harris… quiero subir…

—Viv, dime el porcentaje.

—Pero…

—¡Dime el porcentaje!

Ella mira el detector, casi perdida. Tiene la frente perlada de sudor. Pero no es solamente ella: a nuestro alrededor, la brisa fría que soplaba a través de la parte superior del pozo del ascensor hace rato que ha desaparecido. A estos niveles, cuanto más nos hundimos bajo tierra, más calor hace… y más comienza Viv a perder la calma.

—Diecinueve… hemos bajado a diecinueve —tartamudea, tosiendo y llevándose las manos a la garganta.

Diecinueve por ciento es una cifra que aún se encuentra dentro de la escala normal, pero ese detalle no parece tranquilizarla en absoluto. Su pecho sube y baja en rápida sucesión, y se tambalea hacia atrás hasta chocar con la pared. Yo sigo respirando sin problemas.

El cuerpo de Viv comienza a temblar y no sólo a causa del movimiento de la jaula. Es ella. El color abandona su rostro. Su boca se abre buscando aire. Cuando sus temblores aumentan, apenas puede mantenerse en pie. Un jadeo fuerte y vacío surge desde el interior de su pecho. El detector de oxígeno cae de su mano, golpeando con fuerza contra el suelo. «Oh, no. Si está hiperventilando…»

La jaula sigue descendiendo por el pozo a sesenta kilómetros por hora. Viv me mira. Tiene los ojos muy abiertos, implorando ayuda.

—Ahhh…

Se aferra el pecho con ambas manos, deja escapar un jadeo prolongado y se desploma.

—¡Viv…! —Salto hacia ella justo en el momento en que la jaula golpea contra la derecha. Pierdo el equilibrio y caigo hacia la izquierda, golpeando contra la pared primero con el hombro. Un dolor agudo baja por mi brazo. Viv sigue jadeando y la súbita sacudida la hace caer hacia adelante. Deslizándome sobre las rodillas, me lanzo hacia ella y consigo cogerla justo antes de que caiga de cara contra el suelo.

La hago girar y la acuno entre mis brazos. Su casco cae al suelo y sus ojos danzan violentamente de un lado a otro. Está absolutamente invadida por el pánico.

—Ya te tengo, Viv… ya te tengo… —le digo, susurrando las mismas palabras una y otra vez.

Su cabeza está apoyada en mi regazo y está tratando de recobrar el aliento, pero a medida que continuamos el descenso, el calor se vuelve más agobiante. Paso la lengua por la película de sudor que cubre mi labio superior. Aquí abajo debemos de estar fácilmente a más de cuarenta grados.

—¿Qué… qué está pasando? —pregunta Viv. Cuando alza la vista hacia mí, las lágrimas caen hacia sus sienes y son absorbidas por el pelo.

—El calor es normal… Es sólo la presión de las rocas que están encima de nosotros… además de que nos estamos aproximando al núcleo de la tierra…

—¿Qué hay del oxígeno? —tartamudea.

Echo un vistazo al detector, que está caído junto a ella. Cuando la luz de mi casco ilumina la pantalla digital, los números descienden de 19.6 %… a 19.4 %.

—Los niveles se mantienen estables —le digo.

—¿Me está mintiendo? Por favor, no mienta…

No es el mejor momento para discutir.

—Todo saldrá bien, Viv… Sólo tienes que seguir respirando profundamente.

Siguiendo mis propias instrucciones, aspiro una gran bocanada de aire caliente y vaporoso. Me quema los pulmones como si estuviese respirando en una sauna. Tengo el rostro bañado en sudor y las gotas caen desde la punta de la nariz.

Arrodillado junto a Viv, que sigue tendida en el suelo de la jaula, le quito el peto naranja y la chaqueta y empujo su cuerpo hacia adelante, de modo que la cabeza quede entre sus rodillas. Tiene la nuca empapada y una larga mancha de sudor húmedo recorre su espalda, mojándole la camisa.

—Respira profundamente… respira profundamente… —le digo.

Ella susurra algo, pero el ruido de las paredes de la jaula mientras ésta prosigue su descenso es demasiado intenso como para oír lo que dice. Una… dos… tres entradas a otros tantos túneles pasan velozmente en treinta segundos. Debemos de estar cerca de los dos mil metros de profundidad.

—Ya casi hemos llegado… —añado, apoyando ambas manos en sus hombros y sujetándola con fuerza. Viv necesita saber que no la dejaré.

Cuando la jaula deja atrás la entrada a otro túnel, mis oídos vuelven a crujir y juro que mi cabeza está a punto de estallar. Pero justo cuando aprieto los dientes con fuerza y cierro los ojos, mi estómago regresa a su sitio dando tumbos. Se produce un chirrido audible y un súbito impulso hacia adelante que me recuerda a un avión que se detiene de golpe. Finalmente, estamos reduciendo la velocidad. Y cuando la jaula se estabiliza con un lento rugido, lo mismo ocurre con la respiración de Viv.

De frenética… a agitada… a sosegada… Cuanto más lento es el descenso de la jaula, más estable se vuelve su respiración.

—Así… continúa de ese modo… —le digo, cogiéndola nuevamente por la nuca.

Su respiración es serena y fluida cuando la jaula se sacude al detenerse finalmente. Durante todo un minuto permanecemos suspendidos sin movernos. Viv está desplomada en el fondo de la jaula; la jaula está desplomada en el fondo del pozo del ascensor.

Su respiración se normaliza como el agua de un estanque después de que una piedra forma ondas en la superficie.

—AAhhh… ahhh…

Me aparto de ella y me pongo en pie. A Viv le lleva un momento, pero finalmente se vuelve y me ofrece una sonrisa agradecida. Está tratando de ser fuerte, pero por la forma maníaca en que mira a todas partes, es indudable que aún está aterrada.

—¿Caja detenida? —pregunta la operadora a través del interfono.

Ignoro la pregunta y me vuelvo hacia Viv.

—¿Cómo te sientes?

—Sí —contesta, sentándose erguida y tratando de convencerme de que se encuentra bien.

—No era una pregunta de sí o no —digo—. ¿Quieres volver a intentarlo? ¿Cómo te sientes?

—B… bien —admite, mordiéndose el labio inferior.

Eso es todo lo que necesito oír. Me vuelvo hacia el interfono.

—¿Montacargas, está ahí?

—¿Cuál es la palabra? —comienza a decir la operadora—. ¿Todo el mundo es feliz?

—En realidad, ¿puede llevarme nuevamente a…?

—¡No! —exclama Viv.

Me aparto del interfono y la miro.

—Ya estamos aquí —me ruega Viv—. Todo lo que tiene que hacer es levantar esa estúpida puerta…

—… después de que te hayamos llevado de regreso a la superficie.

—Por favor, Harris, no después de haber llegado tan lejos. Además, ¿realmente cree que estaremos más seguros ahí arriba que aquí abajo? Arriba, estaré sola. Usted mismo lo dijo: «No debemos separarnos». Esas fueron sus palabras, ¿verdad? «Permanecer juntos». No me molesto en responderle.

—Vamos —añade—. Hemos recorrido un largo camino… hasta Dakota del Sur… a casi tres mil metros bajo tierra… ¿piensa regresar ahora?

Permanezco inmóvil y en silencio. Ella sabe todo lo que depende de esto.

—¿Va todo bien ahí abajo? —pregunta la operadora a través del interfono.

Mis ojos no se separan de Viv.

—Estoy bien —asegura—. Ahora dígale a esa mujer que se encuentra bien antes de que empiece a preocuparse.

—Lo siento, montacargas —digo a través del interfono—. Sólo estaba acomodándome parte del equipo. Todo en orden. Detener la jaula.

—Detener la jaula —repite la operadora.

Levanto la puerta de seguridad y empujo la puerta exterior. Al igual que antes, un viento caliente sopla a través de la abertura… pero en esta ocasión el calor es casi insoportable. Los ojos me queman cuando los cierro.

—¿Q… qué ocurre? —pregunta Viv detrás de mí. Por su voz, aún está en el suelo, arrastrándose hacia afuera de la jaula.

Atravieso la cascada que cae desde encima de la puerta y piso el suelo de tierra. Y, de pronto, el vacío de aire ha desaparecido, disipándose a través del pozo abierto.

Parpadeando para quitarme el polvo de los ojos, me vuelvo hacia Viv, que aún no se ha puesto en pie. Está sentada en una tabla de madera fuera de la jaula, con la mirada fija en el techo.

Sigo la dirección de su mirada, estirando el cuello hacia la parte más elevada de la cueva. El techo se eleva unos diez metros en el aire y en el centro hay una lámpara industrial.

—¿Qué estás mirando…?

—¿Eso está haciendo lo que creo que está haciendo? —pregunta Viv sin dejar de estudiar el techo.

Justo encima de nuestras cabezas, una larga grieta negra atraviesa el techo como si fuese una profunda cicatriz que está a punto de abrirse. De hecho, lo único que parece mantener ambos lados unidos —y, por tanto, impidiendo que el techo se abra en dos— son unos flejes de acero oxidado de tres metros de largo que están atornillados al techo como puntadas metálicas a través de la grieta. Desde esta distancia parecen las vigas maestras de un viejo Erector Set, revestidas de orificios circulares donde se colocan los tornillos.

—Estoy seguro de que se trata simplemente de una medida de precaución —digo—. A este nivel… con toda la presión desde arriba… simplemente no desean que se produzca un derrumbe. Por lo que sabemos, no es más que una simple grieta.

Ella asiente ante mi improvisada explicación, pero no se mueve de su asiento de madera.

Delante de mí, el techo desciende y las paredes se estrechan como el agujero de un gusano. No debe de tener más de tres metros de altura y el espacio suficiente para que pase un coche diminuto. Sigo los viejos raíles a lo largo del suelo cubierto de lodo. Son más compactos que los raíles estándares, pero aún se encuentran en suficiente buen estado como para revelarme cómo hacen estos mineros modernos para mover todo ese equipo de informática a través de la mina.

Cuando yo tenía doce años, el padre de Nick Chiarmonte llevó a toda la clase de sexto a Clarion, Pennsylvania, a visitar una mina de carbón en actividad. Descendimos a unos treinta metros, lo que entonces nos pareció como si estuviésemos excavando hacia el centro de la Tierra. Cuando llegamos al fondo, el padre de Nick nos dijo que una mina era un organismo vivo no muy diferente del cuerpo humano: una arteria central principal con docenas de ramas transversales que llevan y traen la sangre desde el corazón. Aquí no es diferente. Los raíles corren justo delante de mí, y luego se ramifican como los radios de una rueda, una docena de túneles en una docena de direcciones diferentes.

Estudio con cuidado cada uno de ellos, tratando de discernir si alguno tiene alguna peculiaridad especial. El barro que cubre la mayoría de los raíles está cocido y seco. Pero en el túnel que se abre en el extremo izquierdo, los raíles están mojados, y diviso una huella de pisada dejada por el grupo que descendió inmediatamente antes de que lo hiciéramos nosotros. No es una gran pista, pero en este momento es todo lo que tenemos.

—¿Estás preparada? —le pregunto a Viv.

Ella no se mueve.

—Vamos… —le digo.

Permanece inmóvil.

—¿Viv, vienes o no?

Sacude la cabeza y se niega a alzar la vista.

—Lo siento, Harris. No puedo…

—¿Qué quieres decir con «no puedo»?

—No puedo —insiste, encogiendo las piernas hasta que las rodillas le tocan la barbilla—. No puedo… es todo…

—Dijiste que te encontrabas bien.

—No, dije que no quería volver a la superficie sola.

Es la primera vez que me mira. Tiene el rostro perlado de sudor, incluso más que antes. Y no es sólo debido al calor.

Viv vuelve a mirar la grieta que atraviesa el techo de la cueva y luego a la camilla de emergencia que está apoyada contra la pared. Encima de la camilla, atornillada a la pared, hay una caja metálica con un rótulo que dice: «En caso de lesión grave, abrir la caja y quitar la manta». En este momento, con la temperatura que supera los cuarenta grados, una manta es la última cosa que necesitamos, pero Viv no puede apartar la mirada de la caja metálica.

—Debería marcharse —dice.

—No… si nos separamos…

—Por favor, Harris. Márchese…

—Viv, no soy la única persona que piensa que puedes hacerlo… tu madre…

—Por favor, no hable de ella… ahora no…

—Pero si tú…

—Márchese —insiste, luchando por contener las lágrimas—. Descubra qué es lo que están haciendo aquí abajo.

Con todo lo que hemos pasado en las últimas cuarenta y ocho horas, es la primera vez que veo a Viv Parker completamente paralizada. No estoy seguro de si se trata de claustrofobia, su hiperventilación en el ascensor, o sólo la simple y absoluta comprensión de sus propias limitaciones, pero cuando Viv hunde la cabeza entre las rodillas, vuelvo a recordar que los peores golpes que recibimos son los que nos propinamos nosotros mismos.

—Viv, si esto hace que te sientas mejor, quiero que sepas que nadie más habría llegado tan lejos. Nadie.

Su cabeza permanece enterrada entre sus rodillas.

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