Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (34 page)

BOOK: El juego del cero
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Janos se dirigió lentamente hacia el coche. Matrícula de Dakota del Sur, como todas las demás. Pero por lo que podía ver, los habitantes del lugar no compraban vehículos negros. La paliza del sol era siempre un riesgo demasiado grande para la pintura. Los coches para ejecutivos, no obstante, eran una historia completamente diferente. El presidente siempre viajaba en coches negros. También lo hacía el vicepresidente, y los miembros del servicio secreto. Y, en ocasiones, si eran peces lo bastante gordos, también lo hacían un puñado de senadores. Y su personal.

Janos apoyó levemente la mano sobre la puerta del lado del conductor y acarició el pulido acabado. Su propio reflejo rebotó en el brillo del cristal de la ventanilla, pero en el interior del coche no había nadie. Detrás de él oyó un crujido en la grava suelta y, en un abrir y cerrar de ojos, se volvió en la dirección del sonido.

—Oh, lo siento, no quería sobresaltarlo —dijo el hombre de la camiseta
Spring Break '94
—. Sólo quería saber si necesitaba ayuda.

—Estoy buscando a mis compañeros de trabajo —dijo Janos—. Uno de ellos es aproximadamente de mi altura…

—Con la chica negra… sí… por supuesto… los envié adentro —dijo Spring Break—. ¿Usted también es de Wendell, entonces?

—¿Adentro, dónde? —preguntó Janos con la voz más tranquila que nunca.

—El seco —dijo el hombre, señalando con la barbilla hacia el edificio de ladrillo rojo—. Siga el camino… no tiene pérdida.

Despidiéndose con un leve toque en su casco de minero, el hombre regresó a los remolques de construcción. Y Janos echó a andar directamente hacia el edificio de ladrillo rojo.

Capítulo 46

Vuelvo sobre mis pasos y pongo a Viv rápidamente al día.

—¿Pueden traer una línea telefónica hasta aquí abajo pero no pueden construir un retrete? —pregunta cuando pasamos junto a la vagoneta roja.

Con cada paso, trata de mantener una expresión decidida, pero la forma en que la palma de su mano está humedeciendo la mía… la forma en que siempre permanece al menos medio paso por detrás de mí, es evidente que la adrenalina desaparece de prisa. Cuando recoge el aparato detector de oxígeno del suelo y echa un vistazo a la pequeña pantalla, espero que se pare en seco. No lo hace. Pero sí afloja el paso.

—¿18.8? —pregunta—. ¿Qué sucedió con el 19.6 del ascensor?

—La jaula está conectada con la superficie; tiene que ser superior allí arriba. Créeme, Viv, no pienso ir a ninguna parte en donde corramos peligro.

—¿De verdad? —me desafía. Ya está cansada de creer en mi palabra—. ¿Y dónde estamos ahora… acaso esto es diferente de pasear por el Jefferson Memorial, tomando fotos de los cerezos en flor?

—Si esto hace que te sientas mejor, te diré que los cerezos no florecen hasta abril.

Viv echa un vistazo a las paredes oscuras y mohosas que están manchadas de fango. Luego me ilumina la cara con su lámpara. Decido no echarme atrás. Durante cinco minutos continuamos abriéndonos paso a través de la oscuridad. El suelo se inclina ligeramente hacia abajo. A medida que ese agujero interminable nos lleva incluso más abajo, la temperatura sigue subiendo. Viv está detrás de mí, tratando de mantener la boca cerrada, pero entre el calor sofocante y el aire húmedo y pegajoso, vuelve a respirar agitadamente.

—¿Estás segura de que…?

—Siga caminando —insiste.

Durante los siguientes ciento cincuenta metros aproximadamente no digo una sola palabra. Hace más calor que cuando comenzamos a andar, pero Viv no se queja.

—¿Estás bien ahí atrás? —pregunto al cabo de un rato.

Ella asiente a mi espalda y su luz se extiende delante de nosotros, subiendo y bajando con los movimientos de su cabeza. En la pared vemos otro letrero pintado con aerosol que dice «Ascensor», con una flecha que señala hacia un túnel que se encuentra a nuestra derecha.

—¿Está seguro de que no estamos caminando en círculos? —pregunta Viv.

—El terreno sigue descendiendo —le digo—. Creo que es obligatorio que la mayoría de estos lugares tengan un segundo ascensor como medida de precaución; de ese modo, si uno de ellos tiene problemas, nadie queda atrapado aquí.

Es una bonita teoría, pero no sirve para reducir el ritmo de la respiración de Viv. Antes de que pueda decir otra palabra, se oye un tintineo familiar en la distancia.

—¿Un grifo que gotea? —susurra Viv.

—Sin duda es agua corriente… —El sonido es demasiado débil para saber de dónde procede—. Creo que viene de aquel lado —añado, mientras Viv orienta la luz hacia la distancia.

—¿Está seguro? —pregunta, mirando hacia atrás.

—Sí, procede de allí delante —digo, apretando el paso y tratando de seguir el sonido.

—¡Harris, espere…!

Echo a correr. Una serie de chirridos ensordecedores rasgan el aire. El sonido es atronador, como una advertencia de ataque nuclear. Me quedo inmóvil y miro hacia todas partes. Si hemos hecho saltar una alarma…

En la profundidad del túnel se encienden unos faros delanteros y un motor cobra vida. Estaba allí todo el tiempo, oculto en la oscuridad. Antes incluso de que podamos reaccionar, se lanza hacia nosotros como un tren de mercancías.

Viv trata de alejarse, pero yo la cojo de la muñeca. Esa cosa se mueve tan de prisa que nunca podríamos dejarla atrás. Será mejor que no tengamos expresión culpable.

Los frenos metálicos detienen el vehículo a menos de un metro delante de nosotros. Sigo la dirección del haz de luz de la lámpara de Viv cuando ilumina el costado del abollado coche amarillo y al hombre que hay en su interior. El coche parece una locomotora en miniatura sin el techo. En el capó lleva fijado un gran reflector. Detrás del volante hay un hombre con barba, de mediana edad, vestido con un mono de trabajo raído. Apaga el motor y el sonido desaparece.

—Lamento lo del calor. Dentro de un par de horas estará reparado —dice.

—¿Reparado?

—¿Acaso cree que es así como nos gusta estar? —pregunta, usando su luz de minero para iluminar las paredes y el techo—. Somos un eructo de más de cuarenta grados… —Ríe para sí—. Incluso para dos mil quinientos metros bajo tierra es demasiado calor. —Reconozco rápidamente el acento uniforme de Dakota del Sur del hombre que bajó en la jaula inmediatamente antes de que lo hiciéramos nosotros. Garth, creo. Sí, definitivamente, Garth. Pero lo que me llama la atención no es su nombre, sino el tono de su voz. No es agresivo. Se está disculpando—. No se preocupen —añade—. Lo tenemos en el primer lugar de la lista.

—Eso… eso es genial —contesto.

—Y ahora que el acondicionador de aire y el tubo de escape están en su lugar, pronto los tendremos contemplando su propia respiración. Ya no sudarán de ese modo —añade, señalando nuestras camisas empapadas.

—Gracias —contesto, echándome a reír, ansioso por cambiar de tema.

—No, gracias a ustedes. Si no hubiese sido por ustedes, este lugar aún estaría entablado. Una vez que extrajeron todo el oro, no pensábamos que tendríamos otra oportunidad.

—Sí, bueno… encantado de poder echar una mano, Garth. —Pronuncio su nombre para captar su atención e impedir que mire demasiado a Viv. Como siempre, el truco da resultado—. ¿Y cómo están las cosas aparte de eso? —le pregunto cuando se vuelve hacia mí.

—De acuerdo con el programa. Ya lo verán cuando bajen allí. Todo está en su sitio —explica—. Ahora debo regresar… Está a punto de llegar otro cargamento. Sólo quería asegurarme de que teníamos el espacio preparado.

Agitando la mano a modo de despedida, el hombre regresa al vehículo y enciende el motor. El penetrante chirrido atraviesa todo el túnel. Sólo un sistema de advertencia mientras Garth conduce a través de la oscuridad, como el sonido corto y agudo que emite un camión de gran tonelaje cuando se mueve marcha atrás. Cuando pasa velozmente por nuestro lado, el chirrido se desvanece igual de rápido.

—¿Qué opina? —pregunta Viv mientras observo el coche que desaparece en la oscuridad.

—Ni idea. Pero, por lo que ha dicho, aquí abajo no queda una sola pepita de oro.

Viv asiente y se adentra más en la mina. Yo permanezco inmóvil, asegurándome de que el hombre se ha marchado.

—Por cierto, ¿cómo recordaba su nombre? —añade.

—No lo sé, soy bueno recordando nombres.

—¿Lo ve?, a nadie le gusta la gente así.

Detrás de mí, oigo sus pies aplastando la grava. Yo sigo concentrado en el vehículo que se aleja. Casi ha desaparecido.

—Eh, Harris… —me llama Viv.

—Espera un segundo, sólo quiero asegurarme de que…

—Harris, creo que debería echarle un vistazo a esto.

—Venga, Viv… sólo es un segundo.

Su voz es seca y contundente.

—Harris, creo que debería echarle un vistazo a esto ahora…

Me vuelvo poniendo los ojos en blanco. Si todavía está preocupada por el…

«Oh, Dios mío». Un poco más adelante… al final del túnel… tengo que entrecerrar los ojos para estar seguro de lo que veo. Antes, el vehículo obstruía la visión, pero ahora que se ha marchado, la visión es limpia. En la parte más baja del túnel, dos flamantes puertas de acero brillan en la distancia. En cada una de ellas hay una ventana circular, y aunque nos encontramos demasiado lejos como para poder mirar a través de ellas, la brillante luz blanca que se advierte a través del cristal es inconfundible. Dos puntos luminosos en medio de la oscuridad, como los ardientes ojos blancos del gato de Cheshire.

—Vamos… —me dice Viv, dirigiéndose hacia las puertas.

—¡Espera! —le grito. Pero ya es demasiado tarde. Su lámpara se mueve de un lado a otro mientras corre, y yo me lanzo detrás de la luciérnaga mientras se adentra en la cueva.

La verdad es que no quiero detenerla. He venido para esto. La verdadera luz está al final del túnel.

Capítulo 47

Viv apoya las dos manos contra la pulida superficie de las puertas dobles de acero y empuja con todas sus fuerzas. No se mueven ni un milímetro. Detrás de ella, me pongo de puntillas para poder echar un vistazo a través de las ventanas redondas, pero el cristal es traslúcido. No podemos ver el interior. El letrero de la puerta dice: «Atención: sólo personal autorizado».

—Déjame intentarlo —le digo cuando se hace a un lado.

Empujo el centro de las puertas con el hombro y noto que la derecha cede ligeramente, pero nada más. Cuando retrocedo para volver a intentarlo, veo mi reflejo combado en los remaches. Estas cosas son flamantes.

—Espere un segundo —dice Viv—. ¿Y si llamamos al timbre?

A mi derecha, empotrado en la roca, hay una placa de metal con un grueso botón negro. Estaba tan concentrado en la puerta que ni siquiera lo había visto. Viv extiende la mano para pulsar el botón.

—No… —exclamo.

Nuevamente llego demasiado tarde. Ella aplasta la palma contra el botón.

Se oye un tremendo siseo y ambos saltamos hacia atrás. Las puertas dobles tiemblan, el siseo se apaga lentamente como un bostezo, y dos cilindros de aire neumático despliegan sus brazos. La puerta izquierda se abre hacia mí, la puerta derecha se abre en la dirección contraria.

Estiro el cuello para ver mejor.

—Viv…

—Estoy en ello —contesta, orientando el haz de luz de su lámpara de minero hacia el interior.

Pero lo único que hay ahí dentro —aproximadamente a un par de metros— es otro par de puertas dobles. Y otro botón negro. Igual que las puertas que hemos dejado atrás, hay un par de ventanas redondas con cristales traslúcidos. Cualquiera que sea la fuente de luz, aún está dentro. Le hago una seña a Viv, quien vuelve a pulsar el botón negro. En esta ocasión, sin embargo, no sucede nada.

—Vuelve a pulsarlo —digo.

—Ya lo hago… Está atascado.

Detrás de nosotros se oye un nuevo siseo agudo cuando las puertas de acero originales comienzan a cerrarse. Nos quedaremos encerrados. Viv se vuelve rápidamente, dispuesta a correr. Yo permanezco donde estoy.

—Está bien —digo.

—¿De qué está hablando? —pregunta, presa del pánico. Las puertas están a punto de cerrarse herméticamente. Es nuestra última oportunidad de salir de aquí.

Examino las paredes de la cueva y el techo rocoso expuesto. No hay cámaras de vídeo ni otros artilugios de seguridad. Un diminuto letrero en la esquina superior izquierda de la puerta dice: «Puerta hermética». Allá vamos.

—¿Qué? —pregunta Viv.

—Es una antecámara de compresión.

Falta un centímetro para que se cierre por completo.

—¿Una qué?

Con un ruido sonoro, las puertas exteriores se cierran herméticamente y los cilindros encajan en su sitio. Un siseo prolongado y final se extiende a través del aire, como un viejo tren que llega a una estación.

Ahora estamos atrapados entre dos juegos de puertas. Viv se vuelve hacia el botón negro y lo golpea con todas sus fuerzas.

Se oye un siseo mecánico incluso más intenso cuando las puertas que están frente a nosotros comienzan a separarse. Viv me mira. Espero que se sienta aliviada. Pero por la forma en que sus ojos giran en las órbitas… Lo oculta bien, pero está aterrada. No la culpo.

Cuando las puertas se abren ligeramente, un rayo de luz brillante y una ráfaga de viento frío se filtran a través del intersticio. El soplo de aire me echa el pelo hacia atrás y ambos cerramos los ojos. El viento cesa súbitamente cuando las dos zonas se igualan. Puedo percibir la diferencia en el aire. Más dulce… casi picante en la lengua. En lugar de absorber millones de partículas de polvo, siento una ráfaga de aire helado que me enfría los pulmones. Es como beber de un charco de agua sucia y luego beber un vaso de agua depurada. Cuando abro finalmente los ojos, tardo unos segundos en adaptarme a la luz. Es demasiado brillante. Bajo la mirada y parpadeo rápidamente para volver a la normalidad.

El suelo es de linóleo blanco brillante. En lugar de un túnel estrecho, nos encontramos en una habitación completamente blanca que es más grande que una pista de patinaje sobre hielo. El techo se eleva hasta al menos siete metros y la pared de la derecha está cubierta con interruptores automáticos recién instalados: artilugios eléctricos de excelente calidad. A lo largo del suelo, cientos de cables rojos, negros y verdes están unidos formando trenzas electrónicas gruesas como mi cuello. A mi izquierda se abre un nicho con un letrero que dice «Estación de cambio de ropa», en el que se ven compartimentos para las botas sucias y los cascos de los mineros. En este momento, sin embargo, el lugar está lleno de mesas de laboratorio, media docena de concentradores y direccionadores informáticos protegidos con un plástico con burbujas, y dos servidores informáticos negros de última generación. Sea lo que sea lo que Wendell Mining esté haciendo aquí abajo, es evidente que aún se están instalando.

BOOK: El juego del cero
8.72Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Song of the Sea Maid by Rebecca Mascull
Outcasts by Alan Janney
Insight by Magee, Jamie
Counterfeit Cowboy by MacMillan, Gail
A Marine Affair by Heather Long
Commencement by Alexis Adare
The Mysterious Rider by Grey, Zane
Maya by C. W. Huntington
The Ferry by Amy Cross
Evil Valley by Simon Hall