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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (37 page)

BOOK: El juego del cero
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Capítulo 54

—¡De prisa… Corre…! —le grito a Viv mientras abro de un golpe la puerta de la jaula y echo a correr a través de la amplia habitación que se extiende delante de nosotros. Según el letrero que hay en una de las paredes, en este momento nos encontramos en el nivel 1-3, el mismo nivel por el que entramos. La única diferencia es que, para salir de la mina, utilizamos un pozo de ascensor diferente. No ha sido difícil de encontrar, lo único que tuvimos que hacer fue seguir los letreros que decían «Ascensor» y que estaban pintados con aerosol en las paredes a lo largo del túnel. Dos mil quinientos metros más tarde, volvemos a estar en la superficie.

—Aún no comprendo por qué tuvimos que salir por el otro pozo de ascensor —dice Viv, corriendo detrás de mí mientras acelero en dirección a la salida.

—Ya has conocido a Janos, ¿quieres tener una segunda cita con él?

—Pero decir que nos espera en…

—Echa un vistazo a tu reloj, Viv. Ya es casi mediodía y eso significa que ha dispuesto de un tiempo más que suficiente para darnos alcance. Y si realmente nos está esperando a una distancia no mayor que un escupitajo, lo último que necesitamos es ponerle las cosas fáciles.

Al igual que los túneles que atravesamos en las profundidades de la mina, este espacio tiene raíles que discurren a todo lo largo del suelo. Hay al menos media docena de vehículos similares al que conducía el tío del bigote, dos excavadoras Bobcat cubiertas de lodo, un pequeño enjambre de ATV de tres ruedas e incluso unas cuantas vagonetas rojas que hacen las veces de retretes. Todo el lugar apesta a gasolina. No cabe duda de que ésta es la entrada de los vehículos, pero en este momento lo único que realmente me preocupa es la salida.

Paso de costado entre dos vehículos y sigo corriendo en dirección a la enorme puerta de garaje corrediza que se encuentra en la pared más distante, pero cuando llego allí veo la cadena y el candado que la mantienen cerrada.

—¡Está cerrada con candado! —le digo a Viv.

Miro a mi alrededor pero no veo ninguna otra forma de salir de este lugar. No hay siquiera una ventana.

—¡Allí! —grita Viv, señalando hacia su derecha, justo al otro lado de las vagonetas rojas.

Mientras voy tras ella, Viv corre hacia una pequeña puerta de madera que parece un armario empotrado.

—¿Estás segura de que es la salida? —grito.

Pero Viv no se molesta en responder.

Al acercarme, compruebo finalmente qué es lo que le provoca esa excitación; no es sólo la pequeña puerta de madera, sino la astilla de luz brillante que se filtra por debajo. Después de todo el tiempo que hemos pasado bajo tierra, reconozco la luz del día cuando la veo.

Estoy dos pasos por detrás de Viv cuando ella tira de la puerta para abrirla. Es como salir de una sala de cine a oscuras y toparse súbitamente con la luz del sol. La explosión de luz me quema los ojos de la mejor manera posible. Todo el mundo se enciende con los colores del otoño —hojas anaranjadas, amarillas y rojas… el cielo azul pálido—, que parecen de neón comparados con el lodo subterráneo. Incluso el aire… Mientras avanzo por el camino de tierra que se extiende delante de nosotros, el olor dulce de los ciruelos me llena la nariz.

—Y al décimo día, Dios creó los caramelos —canturrea Viv, aspirando con fuerza. Mira a su alrededor para impregnarse del paisaje, pero la cojo de la muñeca.

—No te detengas ahora —le digo, tirando de ella camino arriba—. No hasta que hayamos salido de este lugar.

A unos ciento cincuenta metros a nuestra izquierda, por encima de la línea de árboles, el perfil triangular del edificio principal de la mina Homestead se recorta contra el cielo. Sólo me lleva un segundo orientarme, pero por lo que sé, nos encontramos en el lado opuesto de la zona de aparcamiento desde donde partimos.

El sonido estridente de una sirena llega nítidamente por el aire. Sigo el sonido hasta un altavoz que se encuentra en la parte superior del edificio de metal en forma de tienda india. Allí está la alarma.

—No corra —dice Viv, haciendo que aflojemos el paso aún más.

Tiene razón. En la escalerilla metálica de una de las caravanas, un hombre corpulento vestido con un mono de trabajo mira directamente hacia nosotros. Camino naturalmente y lo saludo asintiendo con mi casco de minero. El hombre me devuelve el saludo. Puede que no llevemos monos de trabajo, pero con los cascos y los petos de color naranja tenemos al menos una parte del uniforme.

Media docena de hombres corren hacia la entrada principal de la mina. Siguiendo por el camino más allá del parque de caravanas, torcemos en la dirección opuesta, dejando que nos lleve de regreso al aparcamiento. Una rápida mirada a los alrededores me confirma que todo está como lo dejamos. Toneladas de camionetas viejas y abolladas, dos Harley clásicas y… Un momento, hay algo nuevo…

Un Ford Explorer nuevo y reluciente.

—Aguarda un segundo —le digo a Viv, que ya está subiendo a nuestro Suburban.

—¿Qué hace?

Sin molestarme en responderle, echo un vistazo a través de la ventanilla lateral. En el asiento del pasajero hay un mapa de carreteras con el logotipo de Hertz.

—¡Harris, salgamos pitando de aquí! ¡La alarma…!

—Dentro de un minuto —le digo—. Sólo quiero comprobar una cosa…

Capítulo 55

—Montacargas… —contestó la mujer encargada de mover las jaulas.

—¡Se suponía que debía traer la jaula hasta aquí! —gritó Janos en el interfono.

—Lo… lo hice.

—¿Está segura de eso? ¿No hizo ninguna otra parada por el camino?

—No… ninguna —contestó la mujer—. En la jaula no había nadie… ¿por qué iba a parar en alguna parte?

—Si en la jaula no había nadie, ¡¿por qué se estaba moviendo?! —bramó Janos, echando un vistazo a la habitación vacía del sótano.

—Eso… Eso fue lo que él me pidió que hiciera. Me dijo que era importante.

—¿De qué demonios está hablando?

—Me dijo que debía subir ambas jaulas a la superficie…

Janos cerró los ojos con fuerza mientras la mujer hablaba. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido?

—¿Hay dos jaulas? —preguntó por el interfono.

—Claro, una para cada pozo. Hay que tener dos… por seguridad. Él me dijo que tenía cosas que trasladar de una a otra…

Janos aferró el auricular con fuerza.

—¿Quién es él?

—Mike… me dijo que se llamaba Mike —explicó la mujer—. De Wendell.

Apretando con fuerza la mandíbula, Janos se volvió ligeramente, mirando por encima del hombro hacia el túnel que conducía al exterior. Sus ojos astutos apenas si pestañearon.

—Lo siento —dijo la operadora—. Pensé que, si era de Wendell, yo debía…

Janos colgó con violencia el auricular en el aparato que estaba sujeto a la pared y se alejó hacia la escalera que llevaba fuera del sótano. Una alarma estridente comenzó a sonar en la amplia habitación, haciendo que el sonido rebotase contra las paredes del pozo del ascensor. Un segundo después, Janos había desaparecido.

Salvando los peldaños de dos en dos, Janos irrumpió fuera del edificio de ladrillo rojo y se dirigió hacia el aparcamiento de grava. En el camino de cemento que se extendía delante de él, el hombre con la camiseta
Spring Break'94
era la única persona que le bloqueaba el paso. Con la alarma ululando por encima de su cabeza, el hombre miró fijamente a Janos.

—¿Puedo ayudarlo en algo? —le preguntó, acercándose con la tablilla sujetapapeles en la mano.

Janos lo ignoró.

El hombre se acercó aún más, tratando de cerrarle el paso.

—Señor, le he hecho una pregunta. ¿Ha oído lo que…?

Janos arrancó la tablilla sujetapapeles de las manos del hombre y le golpeó en la tráquea con todas sus fuerzas. Cuando Spring Break se dobló en dos, aferrándose la garganta con ambas manos, Janos permaneció con la vista fija en el aparcamiento, donde el Suburban negro comenzaba a moverse de su sitio.

—¡Shelley…! —gritó un compañero del minero, corriendo en ayuda de Spring Break.

Sin perder de vista el brillante coche negro, Janos echó a correr hacia el aparcamiento… pero cuando llegó allí, el Suburban se alejó a toda velocidad, arrojando una lluvia de grava con los neumáticos traseros. Sin desanimarse, Janos corrió hacia su Explorer. Harris y Viv sólo llevaban diez segundos de ventaja. En una carretera de sólo dos carriles. Todo terminaría en un abrir y cerrar de ojos. Pero cuando llegó al Explorer, estuvo a punto de golpearse la cabeza al intentar entrar. Había algo que estaba mal. Retrocedió unos pasos y echó otro vistazo al costado del coche. Luego a los neumáticos. Estaban todos pinchados.

—¡Maldita sea! —gritó Janos, golpeando con fuerza el espejo retrovisor lateral y haciéndolo añicos.

Detrás de él se oyeron pisadas en el suelo de grava.

—Es él —dijo alguien.

Janos se volvió y se encontró con cuatro mineros mal encarados que lo habían arrinconado entre dos coches. Detrás de ellos, el hombre con la camiseta
Spring Break'94
estaba recobrando el aliento.

Los mineros sonrieron con malicia y empezaron a aproximarse a Janos.

Este les devolvió la sonrisa.

Capítulo 56

Con los ojos clavados en el espejo retrovisor, me desvío a la derecha, abandono la autopista y sigo los carteles indicadores del aeropuerto de Rapid City. Delante de nosotros hay un Toyota marrón que viaja a una velocidad inusualmente lenta, pero yo sigo controlando nuestra retaguardia. Apenas han pasado dos horas desde que salimos disparados del aparcamiento de la mina, pero hasta que no nos encontremos sentados dentro del avión y las ruedas se despeguen de la pista, Janos sigue teniendo una posibilidad… una posibilidad que apunta directamente a nuestras cabezas. Golpeo el volante con el puño y hago sonar la bocina en dirección al coche marrón.

—¡Vamos, acelera! —grito.

Cuando veo que el Toyota no acelera, decido coger el arcén, acelero y lo dejo atrás. Junto a mí, Viv ni siquiera alza la vista. Desde el momento en que nos marchamos de la mina, ha estado leyendo todas y cada una de las palabras del «Proyecto Midas» de la carpeta que apoya en su regazo.

—¿Y…?

—Nada —dice ella, cerrando la carpeta y echando un vistazo a través del espejo retrovisor de su lado—. Doscientas páginas de nada, salvo fechas y números de diez dígitos. De tanto en tanto incluyen algunas iniciales: JM… VS… unas pocas SC, pero, salvo eso, creo que se trata simplemente de un horario de entregas.

Viv alza la carpeta para mostrarme lo que acaba de decir; aparto la mirada de la carretera para comprobar el horario.

—¿Cuál es la fecha más antigua que figura en la lista? —pregunto.

Viv apoya nuevamente la carpeta en su regazo y busca en la primera página.

Hace casi seis meses. El 4 de abril, 7.36 horas… entrada número 1015321410 —lee de la lista—. En una cosa tiene usted razón, no cabe duda de que llevan bastante tiempo trabajando en esto. Supongo que pensaron que conseguir la autorización en el proyecto de ley no era más que una simple formalidad.

—Sí, bueno… gracias a mí y a Matthew, casi lo fue.

—Pero no lo fue.

—Pero casi.

—Harris…

No estoy de humor para iniciar una discusión. Señalando nuevamente la carpeta, añado:

—¿No hay una lista maestra que ayude a descifrar los códigos?

—Poresolos llaman códigos. 1015321410… 1116225727… 1525161210…

—Ésos son los tubos fotomultiplicadores —la interrumpo.

Ella levanta la vista de la carpeta.

—¿Qué?

—Los códigos de barras. En el laboratorio. El último número era el código de barras que figuraba en todas las cajas de los multiplicadores.

—¿Y es capaz de recordarlo?

Saco de mi bolsillo el adhesivo que arranqué de una de las cajas y lo apoyo contra el centro del parabrisas. Se queda adherido.

—¿Tengo razón? —le pregunto a Viv mientras ella comprueba los números.

Viv asiente y luego baja la vista, quedándose en silencio. Su mano rebusca dentro del bolsillo del pantalón, donde diviso el contorno rectangular de su credencial del Senado. La saca un momento y echa un vistazo a la fotografía de su madre. Yo aparto la vista, aparentando no mirar.

Evito la entrada principal al aeropuerto, me dirijo a la terminal privada y giro hacia la zona destinada al parking privado situada fuera de un enorme hangar pintado de azul. El nuestro es el único coche que hay en esa zona. Lo tomo como una buena señal.

—¿Y entonces para qué son todos esos tubos, el mercurio y el olor a lavado en seco? —pregunta Viv cuando bajamos del coche.

Permanezco en silencio mientras caminamos debajo de un toldo rojo brillante y seguimos el cartel que dice «Vestíbulo». En el interior hay un salón para ejecutivos con mobiliario de roble, un televisor de pantalla plana y una alfombra india. Igual que la que Matthew solía tener colgada en la pared de su oficina.

—¿El grupo del senador Stevens? —pregunta una joven de pelo corto y rubio desde detrás del mostrador de recepción.

—Somos nosotros —contesto. Señalo por encima del hombro y añado—: No sabía dónde teníamos que devolver el coche…

—Allí está bien. Nos encargaremos de que lo recojan por usted, señor.

Una cosa menos de la que debamos preocuparnos, pero ni siquiera se acerca a aligerar mi carga.

—¿El avión ya está listo para despegar?

—Avisaré al piloto de que ya han llegado —dice, levantando el auricular del teléfono—. No tardarán más que unos minutos.

Miro a Viv, luego a la carpeta que lleva en las manos. Necesitamos saber qué es lo que está pasando aquí… y por la forma en que dejé las cosas en Washington, D.C., aún queda un lugar que necesito comprobar.

—¿Tiene un teléfono que pueda usar? —le pregunto a la mujer que está en el mostrador de recepción—. Preferiblemente, un lugar privado…

—Por supuesto, señor… en la planta alta y a la derecha encontrará nuestra sala de conferencias. Puede hablar desde allí.

Miro nuevamente a Viv.

—Estoy justo detrás de usted —dice ella mientras subimos la escalera.

En la sala de conferencias hay una mesa octogonal y una estantería a juego donde hay una pecera de agua salada. Viv se dirige hacia la pecera; yo me acerco a la ventana que domina el frente del hangar. Todo está despejado. Por ahora.

—No me respondió a la pregunta —dice Viv—. ¿Para qué cree que es esa esfera que tienen en el laboratorio subterráneo?

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