El juego del cero (39 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
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—Si es importante para ti…

—En realidad, era importante para Matthew. Esa es la única razón por la que estoy metido en esto.

—En cualquier caso… si es importante para ti, es importante para mí —insistió Dinah mientras las puertas del ascensor se cerraban.

Barry movió su bastón hacia ambos lados, escuchando.

—Estamos solos, ¿verdad?

—Así es —dijo ella, acercándose.

Barry volvió a apoyar una mano sobre su hombro, esta vez rozando con los dedos el borde del tirante del sujetador.

—Entonces permite que te lo agradezca como corresponde —añadió mientras el ascensor se movía ligeramente, bajando hacia el sótano del edificio. Deslizó la mano por la nuca de Dinah y a través de su pelo corto y rubio, se inclinó y le dio un beso largo e intenso.

Capítulo 58

—Última llamada para los pasajeros del vuelo 1168 de Northwest Airlines con destino a Minneapolis-St. Paul —anunció una voz femenina a través de los altavoces de la terminal del aeropuerto de Rapid City—. Todos los pasajeros con billete deben estar a bordo.

Mientras cerraba el interruptor del sistema de megafonía, la asistente de la puerta de embarque se volvió hacia Janos, comprobando su tarjeta de embarque y su permiso de conducir. «Robert Franklin».

—Que tenga un buen día, señor Franklin.

Janos alzó la vista, pero sólo porque su móvil había comenzado a vibrar en el bolsillo de la chaqueta. Cuando lo cogió, la asistente le sonrió y le dijo:

—Espero que sea una llamada breve… estamos a punto de despegar.

Janos le dirigió a la mujer una dura mirada y echó a andar por la pasarela que llevaba hasta el avión. Al volver su atención hacia el teléfono, no tuvo necesidad de comprobar la identidad de la persona que llamaba para saber quién era.

—¿Tienes alguna vaga idea del dinero que me cuesta tu descuido? —preguntó Sauls. Janos nunca había oído su voz tan tranquila, lo que significaba que era aún peor de lo que pensaba.

—Ahora no —le advirtió Janos.

—Arrojó a nuestro técnico dentro de la esfera. Sesenta y cuatro tubos multiplicadores completamente destrozados. ¿Sabes cuánto cuesta cada uno de esos tubos? Sólo los componentes llegaron de Inglaterra, Francia y Japón… luego tuvieron que ser montados, comprobados, enviados y vueltos a montar bajo condiciones de asepsia total. Ahora tenemos que repetir el proceso sesenta y cuatro jodidas veces.

—¿Ha terminado?

—No creo que me hayas oído. La cagaste, Janos.

—Me encargaré de ello.

Sauls permaneció un momento en silencio.

—Es la tercera vez que lo dices —gruñó finalmente—. Pero permíteme que te prometa algo en este momento, Janos… si no te encargas pronto de este asunto, contrataremos a alguien para que se encargue de ti.

Se oyó un clic y la línea quedó muerta.

—Es un placer verlo esta noche —dijo el asistente de vuelo cuando Janos subió a bordo.

Pero éste ignoró el saludo del asistente, se dirigió directamente a su asiento en primera clase y contempló la pista a través de la pequeña ventanilla ovalada. Sauls seguía teniendo razón con respecto a una cosa: últimamente había sido descuidado. De haber perdido el primer vuelo, hasta el segundo ascensor en la mina… tendría que haberlo previsto. Ésa es la regla básica cuando se le sigue la pista a alguien: cubrir todas y cada una de las salidas. Cierto, había subestimado a Harris; incluso con Viv retrasándolo y a pesar del pánico que seguramente debía de estar rondando por su cerebro, de alguna manera se las había ingeniado para planear unos cuantos movimientos adelantados. No cabía duda de que todos esos años en el Senado le habían servido de mucho. Pero como Janos muy bien sabía, eso era mucho más serio que la política. Apoyándose en el asiento y perdiéndose en el rugido de las turbinas, Janos cerró los ojos y volvió a echar otra mirada mentalmente a las piezas que estaban distribuidas en el tablero. Era hora de volver a los principios básicos. Harris estaba disputando una gran partida de ajedrez, pero incluso los grandes maestros saben que no existe la partida perfecta.

Capítulo 59

—Ahora papá se va a trabajar —le dijo Lowell Nash a su hija de cuatro años a la mañana siguiente.

La pequeña, con la mirada fija en la pantalla del televisor, no respondió. Como fiscal general adjunto, Lowell no estaba acostumbrado a que lo ignorasen, pero cuando se trataba de la familia… la familia era una historia completamente diferente. No pudo evitar sonreír.

—Dile adiós a papá —añadió la esposa de Lowell desde la sala de estar de su casa en Bethesda, Maryland.

Sin apartar la vista de un programa grabado de «Barrio Sésamo», Cassie Nash se chupó la punta de una de sus coletas trenzadas y agitó la mano en dirección a su padre.

—Adiós, Coco…

Lowell sonrió y se despidió de su esposa agitando también la mano en el aire. En los eventos formales, sus colegas del Departamento de Justicia lo llamaban
General Adjunto Nash
—había trabajado veinticinco años para obtener ese título—, pero desde que su hija había descubierto que la voz de Coco era la de un hombre negro y alto que se parecía a su papá («el mejor amigo de Coco», según Cassie), el nombre de Lowell había cambiado. Coco derrotaba a
General Adjunto
en todo momento.

Lowell salió de su casa pocos minutos después de las siete de la mañana, cerró la puerta con llave y luego hizo girar el pomo, comprobándolo tres veces. Directamente encima de él, el cielo estaba gris y el sol parecía ocultarse detrás de las nubes. Pronto comenzaría a llover. Cuando llegó al camino particular que discurría junto a la vieja casa estucada estilo colonial, la sonrisa había desaparecido de sus labios, pero el ritual era siempre el mismo. Como lo había hecho todos los días durante la pasada semana, comprobó cada árbol, cada arbusto y cada matorral que había a la vista. Comprobó también los coches que estaban aparcados en la calle. Y lo que era aún más importante, mientras pulsaba un botón que quitaba los seguros de su Audi plateado, comprobó el asiento delantero. La grieta en forma de rayo aún estaba fresca en el cristal de la ventanilla lateral, pero Janos se había ido. Por ahora.

Después de poner el coche en marcha y salir lentamente hacia Underwood, Lowell examinó el resto de la manzana, incluidos los techos de todas las casas cercanas. Desde el día en que se graduó en la Facultad de Derecho de Harvard siempre había sido extremadamente cuidadoso con su carrera profesional. Le pagaba con dinero blanco a la mujer de la limpieza, le decía a su contable que no fuese avaro con sus impuestos, y en una ciudad donde el tráfico de influencias estaba a la orden del día, informaba escrupulosamente de cada regalo que recibía de un cabildero. Nada de drogas… ningún exceso en la bebida… ningún comportamiento estúpido en ninguno de los eventos sociales a los que había asistido durante todos esos años.

Era una pena que no pudiera decirse lo mismo de su esposa. Sólo había sido una noche loca, incluso para la estudiante universitaria que era entonces. Unas copas de más… un taxi tardaría demasiado… Si se ponía al volante, estaría en su casa en cuestión de minutos y no al cabo de una hora.

Cuando se dio cuenta, un chico había quedado paralítico. El coche lo golpeó con tanta violencia que le destrozó la pelvis. Después de algunas decisiones rápidas y varias y costosas maniobras legales, los abogados consiguieron mantener limpio su historial. Pero, de alguna manera, Janos lo había descubierto. «¿El próximo Colin Powell?», rezaba el titular del
Legal Times
. «No si esto sale a la luz», le había advertido Janos la primera noche que apareció en su vida.

A Lowell no le importaba. Y no temía decírselo a Janos. No había llegado a ser el número dos del Departamento de Justicia echando a correr y escondiéndose cada vez que había una amenaza política. Tarde o temprano, esa noticia acerca de su esposa se haría pública, de modo que si era más temprano, bueno… no había manera alguna de que él pudiese perjudicar a Harris por eso.

Fue entonces cuando Janos comenzó a dejarse ver por el parvulario al que acudía su hija. Y en el parque adonde la llevaban a jugar los fines de semana. Lowell se percató inmediatamente de su presencia. No hacía nada ilegal, simplemente se quedaba allí, con sus ojos oscuros e inquietantes. Para Lowell era suficiente. Lo sabía muy bien… la familia era una historia completamente diferente.

Janos no pedía demasiado: mantenerlo informado cuando Harris llamase… y permanecer al margen de lo que sucediera.

Lowell había pensado que sería sencillo. Pero resultó ser más duro de lo que jamás había imaginado. Todas las noches, la agitación y las vueltas en la cama iban en aumento. Anoche se había quedado levantado hasta tan tarde que había oído el golpe del periódico en la puerta a las cinco de la mañana. Al girar por Connecticut Avenue en dirección al centro de la ciudad, apenas si podía mantener el coche en su carril. Una gota de agua golpeó contra el parabrisas. Luego otra. Estaba empezando a llover. Lowell ni siquiera se dio cuenta.

Sin duda, había sido cuidadoso. Cuidadoso con su dinero… con su carrera… y con su futuro. Pero ahora, mientras las ráfagas de lluvia barrían el parabrisas de su coche, comprendió lentamente que existía una línea muy fina entre cuidadoso y cobarde. A su izquierda, un Acura azul marino le pasó a toda velocidad. Lowell giró ligeramente la cabeza para mirarlo, pero lo único que pudo ver fue la grieta en el cristal de la ventanilla. Volvió a fijar la vista en la calzada.

Coco venció a General Adjunto, se recordó a sí mismo, pero cuanto más pensaba en ello, ésa era precisamente la razón por la que no podía quedarse de brazos cruzados. Cogió el móvil y marcó el número de su oficina.

—Oficina del ayudante del fiscal del distrito. Aquí William Joseph Williams —contestó una voz conocida. Durante su entrevista para ese trabajo, William le dijo que su madre había escogido ese nombre porque sonaba como el de un presidente. Ahora seguía siendo el ayudante de Lowell.

—William, soy yo. Necesito que me hagas un favor.

—Por supuesto. Adelante.

—En el cajón superior izquierdo de mi escritorio hay un juego de huellas digitales que saqué de la puerta de mi coche la semana pasada.

—Los críos que rajaron el cristal de la ventanilla, ¿verdad? Pensaba que ya las había enviado.

—Decidí no hacerlo.

—¿Y ahora?

—He cambiado de idea. Introdúcelas en el sistema; quiero una exploración completa, todas las bases de datos de que disponemos, incluidas las extranjeras —dijo Lowell mientras accionaba el limpiaparabrisas—. Y dile a Pilchick que voy a necesitar a alguien que vigile a mi familia.

—¿Qué ocurre?

—No lo sé —dijo, mirando la calzada mojada que se extendía delante del coche—. Depende de lo que encontremos.

Capítulo 60

—Harris, vaya más despacio —me ruega Viv, corriendo detrás de mí cuando cruzo First Street y me enjugo la lluvia del rostro—. ¡Harris, le estoy hablando…!

Apenas si la escucho mientras atravieso un charco y continúo mi camino hacia el edificio de ladrillo de cuatro plantas que se alza a media manzana.

—¿Qué fue lo que dijo anoche cuando aterrizó el avión? Mantener la calma, ¿verdad? ¿Acaso no era ése el plan? —grita Viv.

—Esto es mantener la calma.

—¡Esto no es mantener la calma! —vuelve a exclamar, esperando evitar de ese modo que cometa alguna estupidez. Aunque no esté escuchando lo que dice, me alegra comprobar que está usando el cerebro.

Abro las puertas cristaleras y entro en el edificio. Apenas pasan de las siete. El cambio de turno de los guardias de seguridad de la mañana aún no ha comenzado. Barb no ha llegado.

—¿Puedo ayudarlo? —me pregunta un guardia con algunas marcas de acné en el rostro.

—Trabajo aquí —insisto sólo lo justo como para que el tío no me pregunte dos veces.

El guardia mira a Viv.

—Me alegra volver a verlo —añade ella sin aflojar el paso. Jamás lo ha visto antes en su vida. El guardia le devuelve el saludo. Estoy realmente impresionado. Viv mejora cada día que pasa.

Para cuando llegamos a la zona de los ascensores, Viv está lista para cortarme la cabeza. La buena noticia es que es lo bastante lista como para esperar al menos hasta que la puerta del ascensor se haya cerrado.

Ni siquiera deberíamos estar aquí —dice cuando finalmente la puerta se cierra y el ascensor comienza a subir.

—Viv, no quiero escucharlo.

Esta mañana, temprano, recogí un traje nuevo de mi taquilla del gimnasio. Anoche, después de haber arrojado nuestras camisas en la lavadora-secadora del avión y habernos encerrado media hora cada uno en la ducha, pasamos el resto del vuelo usando los teléfonos del avión para localizar a los tíos de la Fundación Nacional para las Ciencias. Debido a los husos horarios, no pudimos ponernos en contacto directamente con ninguno de los científicos, pero gracias a una asistente de vuelo diligente y a la promesa de que la próxima vez llevaríamos con nosotros al senador, pudimos concertar un encuentro.

—Lo primero que haríamos esta mañana —me recuerda por quinta vez.

La FNC puede esperar. Ahora esto es mucho más importante.

Cuando las puertas del ascensor se abren en el tercer piso, paso velozmente junto a las pinturas modernas que cuelgan de las paredes del comedor y me dirijo hacia la puerta de cristal traslúcido junto a la cual hay un teclado numérico. Introduzco rápidamente la clave de cuatro dígitos, abro la puerta y avanzo a través del laberinto de cubículos y oficinas.

Aún es demasiado temprano para que el personal de apoyo haya llegado, de modo que reina el silencio en toda la planta. A lo lejos se oye el sonido de un teléfono. En un par de oficinas hay gente bebiendo café. Aparte de eso, los únicos sonidos que oímos son los de nuestros propios pies golpeando la alfombra. El tamborileo se acelera a medida que apretamos el paso.

—¿Está seguro de que sabe adónde…?

Dos pasos más allá de la fotografía en blanco y negro de la Casa Blanca, giro a la derecha hacia una oficina abierta. Encima del escritorio negro laqueado hay un teclado con una pantalla en braille y ningún ratón. No necesitas uno si eres ciego. También hay un escáner de alta definición, que convierte en texto su correo electrónico, y luego su ordenador lo lee en voz alta. Por si hubiese alguna duda, el diploma de la Universidad de Duke que cuelga de la pared me confirma que estamos en el lugar correcto: Barrett W. Holcomb. «¿Dónde coño estás, Barry?» Barry no estaba en casa cuando fuimos anoche; durante el día está recorriendo el Capitolio. Hemos pasado las últimas horas escondidos en un motel a unas pocas manzanas de distancia, pero pensé que si veníamos aquí a primera hora…

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