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Authors: Eric Frattini
Cuando la joven arqueóloga Afdera Brooks acude al lecho de muerte de su abuela, una excéntrica millonaria, coleccionista de obras de arte, recibe como legado las pistas para llegar a una caja de seguridad de un banco americano donde se custodia un antiquísimo manuscrito.
Afdera emprende un viaje por medio mundo para desentrañar el contenido de ese misterioso documento que culminará en Venecia, el laberinto de agua.
Desde el Vaticano, el maléfico cardenal Lienart hará lo imposible para que la verdad que se esconde en el maltrecho pergamino no salga nunca a la luz.
Eric Frattini
El laberinto de agua
ePUB v1.3
Mónica15.12.11
A Hugo, lo más valioso para mí, por darme cada día de su vida su amor y alegría. Le agradezco también el haber corregido mi mal italiano.
A Silvia, por su amor, por la tranquilidad que me transmite y por su apoyo incondicional. Sin ella no podría escribir.
Si no se nos hubiera enseñado cómo hay que interpretar
la historia de la pasión de Cristo, ¿habríamos sabido decir,
basándonos sólo en sus acciones, si fue el envidioso Judas
o el cobarde Pedro quien amó a Jesús?
GRAHAM GREENE,
El fin de la aventura
(1951)
Alejandría, año 68 de nuestra era
En una aislada y humilde choza del barrio oriental de Alejandría, iluminada tan sólo por unas pequeñas lámparas de aceite, un anciano permanecía inmóvil en su lecho de muerte. Junto a él se encontraba Eliezer, su fiel discípulo, antaño un rico comerciante de telas de Judea que había abandonado su negocio para seguir a su maestro.
Los protagonistas de la tragedia vivida treinta y cinco años atrás ya no existían. Habían transcurrido poco más de tres décadas desde que Jesucristo fuera crucificado en el Gólgota; veinticuatro años desde que el prefecto del Imperio, Poncio Pilato, fuera desterrado a la Galia por el emperador Calígula y se suicidara; veinte desde que Caifás, presidente del Gran Sanedrín, falleciese en extrañas circunstancias.
Once de los doce discípulos que acompañaron al maestro en aquella Ultima Cena en el barrio de Sión habían corrido la misma suerte. Pedro había sido crucificado boca abajo justo un año antes en Roma por orden de Nerón; Bartolomé se dirigió a Turquía, donde unos bandidos lo despellejaron vivo; Tomás enfermó y falleció en un suburbio de la India; Mateo, después de disfrutar de una larga vida y de difundir el mensaje de su maestro en Etiopía, Persia y Macedonia, murió plácidamente; Santiago fue martirizado por orden del sumo sacerdote Ananías y arrojado vivo desde un acantilado; Andrés, hermano de Pedro, fue crucificado en la ciudad griega de Patras; Santiago el Mayor sería degollado por orden de Herodes Agripa; Juan, hermano de Santiago, quemado en aceite hirviendo por orden de Domiciano; Felipe, crucificado por orden del procónsul de Roma en la ciudad de Hierápolis; Judas Tadeo fallecería en el norte de Persia, y Simón el Zelote moriría mártir, en la costa del mar Negro.
En la memoria del anciano aún permanecía vivo el recuerdo de su maestro y la conversación que ambos habían mantenido antes de que comenzara la cena de Pascua. Se acordaba perfectamente de cómo, tras la detención de su maestro, Simón el Cananeo, antiguo miembro de los zelotes, había intentado matarle por orden de Pedro. Estaba seguro de que Pedro había obrado de tal modo con el fin de que desapareciera cualquiera que pudiera poner en duda su liderazgo tras la muerte del maestro. Pedro convenció al resto de los discípulos de que había sido el anciano que ahora yacía en aquel pobre camastro quien había entregado al Hombre a los sacerdotes del templo.
Entre la lucidez y el delirio causado por la fiebre, el moribundo intentaba recordar el momento en que Simón el Zelote había declarado haber visto a Pedro hablar cerca del templo con Jonatán, el jefe de la guardia, justo antes de la cena de Pascua. Pero después del apresamiento de su maestro en Getsemaní los acontecimientos se precipitaron tan rápidamente que nadie volvió a preguntarle a Simón por aquel extraño encuentro entre el jefe de la guardia del Templo y Pedro.
Para el anciano, el único superviviente de los trece comensales que habían asistido a aquella cena, esa conversación se había convertido en una de las incógnitas que le acompañarían hasta el momento mismo de su muerte en aquel oscuro y solitario rincón del norte de Egipto.
Eliezer rompió el silencio de sus recuerdos. Intentó incorporarle en el camastro para darle un poco de agua en un recipiente de barro, pero se ahogaba.
—Fiel Eliezer, tú debes ser el heredero de mi palabra —sentenció.
—Está bien, maestro, pero intente beber un poco de agua —replicó resignado el discípulo.
El anciano consiguió apartar bruscamente el recipiente de sus labios y se dirigió a su discípulo:
—Eliezer, coge pliegos de papiro y escribe lo que voy a relatarte. Si muero sin revelarte las palabras que me dijo mi maestro antes de ser apresado y condenado, jamás los herederos de su palabra podrán conocer la verdad. Si fallezco, esos hechos morirán conmigo —dijo con cierto aire de misterio.
—Está bien, maestro, pero debería descansar un poco —pidió.
—De ninguna manera —protestó el anciano—. Dentro de poco tiempo ya no estaré entre los vivos y he de dar a conocer sus palabras antes de mi muerte para que sus seguidores sepan de la misión que me asignó. Necesito que copies mis palabras fielmente, tal y como te las dicto, tal y como Él me las transmitió.
Eliezer salió de la choza y regresó al poco rato con pliegos de papiro, pequeños frascos de tintas y varios cálamos. Colocó una mesa baja de madera justo al lado del lecho de su maestro, se sentó en el suelo y comenzó a escribir las palabras del anciano.
—Mi nombre es Yehudah. Nací en el pueblo de Is-qeriyyot, en la región de Ghor. Fui apóstol de Nuestro Señor, y le seguí por los campos de Judea y Galilea. —La persistente tos seca del anciano le obligaba a detenerse de vez en cuando en el relato, y su respiración se hacía dificultosa. Eliezer reflejaba hábilmente los símbolos arameos sobre el papiro. Tras dar un sorbo de agua, el anciano continuó con su relato.
Al atardecer, el barrio de Sión, con sus pequeñas tiendas, patios interiores, azoteas y oscuros callejones, se convertía en un auténtico laberinto de trampas por el que ni siquiera los soldados romanos se atrevían a cruzar a ciertas horas. Los zelotes, que se oponían a la ocupación, habían estrechado tanto algunas calles que los romanos se veían obligados a patrullar por ellas sin armaduras.
Simón entró en una de las casas. Pedro le había pedido que se ocupara de los preparativos de una cena para trece comensales que se celebraría esa misma noche mientras él se hacía cargo de cierta misión. Accedió a la casa por un estrecho patio cuyo recorrido se podía controlar desde una pequeña mirilla colocada en la puerta. Simón había comprado el cordero que se serviría en la cena. Cuando comprobó que el animal no tenía ningún hueso roto, algo imprescindible en Pascua, lo metió en el horno.
Juan, otro de los comensales, se había ocupado de preparar la estancia para la cena. Colocó una gran mesa y dispuso en ella trece platos y trece copas, además de un candelabro con velas que se encenderían cuando diese comienzo el
seder
, la comida más importante de la liturgia judía.
Poco a poco, los invitados llegaron a la casa. Se iban acercando al pozo situado en mitad del patio, extraían agua y procedían a lavarse. Mientras el cordero se asaba, Juan y Simón vigilaban la entrada del patio.
Cada vez que sonaba un golpe en la puerta, Simón abría la mirilla, observaba quién se encontraba al otro lado, abría los gruesos cerrojos y permitía la entrada al recién llegado.
Los invitados se conocían y se abrazaban con satisfacción al verse. Poco a poco, fueron llegando todos, pero faltaban tres: Jesucristo, Judas Iscariote y Pedro. Mateo, que había trabajado como recaudador de impuestos para los romanos y se había convertido en el octavo discípulo, comenzó a sentir cierta inquietud por la ausencia de Pedro.
—¿Qué puede haberle ocurrido a Pedro para no estar entre nosotros? —preguntó.
—Yo lo he visto en las cercanías del templo cuando llevé a sacrificar al cordero. No creo que le haya sucedido nada —respondió Simón.
Al resto de los discípulos les llamó la atención que Pedro, a quien habían elegido como su líder, se encontrase cerca del templo. Simón incluso fue más allá al explicar a los presentes que había visto al apóstol hablando con Jonatán, el jefe de la guardia, pero que en ese momento no le había dado mayor importancia al asunto.
En el mismo instante en que Simón respondía a la pregunta de Mateo, Caifás, el sumo sacerdote, estaba ofreciendo a uno de los discípulos treinta monedas de plata por traicionar al que llamaban Jesús.
El discípulo propuso entregar al maestro a los guardias del templo en la misma casa de Sión donde se celebraría la cena, pero Jonatán no estaba dispuesto a arriesgarse a sufrir una emboscada en las estrechas calles de aquel laberinto.
Como segunda opción, el traidor brindó al oficial la posibilidad de entregar a su maestro en el lugar al que, tras finalizar la cena de Pascua, irían a orar: Gath Shemane, la prensa de olivas, o Getsemaní. El oficial lo aceptó, dado que si detenía al hombre en campo abierto, evitaba una emboscada.
—¿Cómo reconoceremos a tu maestro? —preguntó-Caifás al traidor.
—Yo os lo indicaré —dijo.
—Muy bien. Será esta misma noche —aseguró el sumo sacerdote—, y tú nos lo entregarás.
A muy poca distancia de allí, el Hombre había llegado ya a la casa en la que debía reunirse junto a sus doce discípulos. Mientras se lavaba los pies y las manos, preguntó por Pedro.
—No sabemos dónde está —respondió Tomás, el pescador nacido y criado a orillas del mar de Galilea. El resto de los allí reunidos pensaban de él que era taciturno, receloso y demasiado pesimista.
De repente sonó un golpe seco en la puerta. Era Judas Iscariote. Ya sólo faltaba Pedro. Al cabo de un rato llegó y se unió al resto.
—Perdonad mi tardanza, maestro —se disculpó.
—Sólo espero que la causa de tu tardanza se deba a motivos personales y no porque otros lo hayan elegido así —respondió el Maestro. Los discípulos no entendieron a qué se refería y por qué hablaba con tanto misterio aquel que ellos habían elegido como guía.
Bartolomé, a quien sus compañeros llamaban el Luchador y cuya ascendencia se remontaba a la rebelión de los macabeos de hacía dos siglos, rompió el tenso silencio.
—El cordero está preparado —anunció.
Pedro aún no se había repuesto de la sorpresa ante la extraña respuesta de su Maestro. Antes de subir a la planta de arriba, donde debía celebrarse la cena, pidió a Judas Iscariote que se reuniera a solas con él, en el patio.
Pedro intentó seguirles, pero el Hombre hizo un ademán para detenerle.
—Sólo él, mi fiel Judas, debe oír lo que voy a decir —sentenció.
Pedro, Bartolomé y Santiago el Menor se mantuvieron en las cercanías, asistiendo con curiosidad a la escena que se desarrollaba ante ellos. Poco después, los tres apóstoles vieron cómo Judas, con los ojos anegados en lágrimas, se arrodillaba ante Él, sujetando una mano entre las suyas, mientras el Hombre tocaba con la otra mano la cabeza de su discípulo como si estuviera consolándole.