El laberinto de agua (36 page)

Read El laberinto de agua Online

Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
10.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

El piso estaba perfectamente ordenado, casi inmaculado. La primera puerta a la derecha era la de la cocina. Cacerolas de cobre colgaban ordenadamente de un gancho situado sobre una antigua cocina de acero. La siguiente puerta era un armario. El pasillo desembocaba en un luminoso salón con vistas a un pequeño parque arbolado.

En una de las estanterías se alineaban por tamaños varios libros y tratados sobre el arte de la restauración y conservación de códices y tratamientos de papel, papiro y pergamino antiguo. En una mesa situada al lado de un pequeño piano se amontonaban ejemplares de la revista
Arqueología y Restauración.
Sobre el piano observó varias fotografías de una mujer, más o menos atractiva y algo entrada en carnes, que aparecía en diferentes momentos de su vida: con un grupo de arqueólogos en algún yacimiento desconocido, vestida con pantalones tiroleses en una montaña nevada, o recibiendo un diploma en alguna conferencia internacional de restauración de obras de arte.

El desconocido examinó atentamente su alrededor. Miró cada marco, cada objeto, cada cuadro. Al llegar al baño, igualmente ordenado, abrió el pequeño armario metálico, en donde se alineaban varios frascos de medicamentos para el dolor de cabeza y la acidez. Lo cerró y fijó su mirada en la repisa de la bañera, donde había frascos de gel, de champú y de suavizante para el pelo. Sacó de su maletín una cámara Polaroid y tomó una fotografía de los frascos.

Luego se dirigió a la que parecía la habitación principal. No cabía la menor duda de que en aquella casa vivía una mujer sola. En el interior del armario colgaban, ordenados por colores, varias camisas y vestidos, alguno de ellos de noche. A continuación abrió el primer cajón, en donde la dueña de la casa guardaba su ropa interior. Al cerrar la puerta del armario, observó a través del espejo un pequeño tocador de finales del siglo XIX. El intruso realizó una segunda fotografía con la Polaroid, que guardó en el bolsillo de su mono de trabajo.

Allí encontró lo que buscaba. Se fijó en un bote de crema nutritiva para el cutis. El recipiente de color rosa estaba abierto y en su interior aún podían identificarse las huellas de Sabine Hubert, la dueña de la casa.

Con el mayor sigilo, el hombre abrió su maleta negra de herramientas y extrajo la bandeja superior. Al hacerlo, quedaron a la vista dos pequeñas cajas de plástico con tapa transparente en cuyo interior aparecían en letargo dos ejemplares de ranas de vivos colores.

Con enorme habilidad, introdujo en una de las rendijas de la tapa un bastoncito de madera con el que presionó varias veces el lomo de una de las ranas para obligarla a defenderse. El estrés provocado en el ejemplar hizo que segregase por encima de su cabeza una especie de gel blancuzco que el intruso fue recogiendo con una pequeña espátula de cristal y depositándolo en un recipiente del mismo material.

La
Phyllobates terribilis
es la rana dardo más mortífera del mundo, y su veneno, una batraciotoxina, el más potente del reino animal del planeta. Una pequeña dosis de su veneno neurotóxico extraído de la sudoración de un ejemplar adulto puede provocar la muerte de casi un centenar de hombres. Su hábitat eran las selvas húmedas de Panamá y la costa caribeña de Colombia.

El intruso volvió a guardar los dos ejemplares de
Phyllobates
en su maleta negra, abrió el frasco y con pulso quirúrgico fue embadurnando el borde interior del recipiente de crema nutritiva con el veneno de la rana. Cuando calculó que había puesto la dosis justa, cerró el tarro. Antes de volver a colocarlo en su sitio, sacó la Polaroid de su bolsillo y observó en ella la ubicación exacta del frasco de crema. Aún con los guantes puestos, fue girando el recipiente rosa hasta dejarlo tal y como mostraba la imagen.

Una vez finalizada la operación, el padre Alvarado recogió todos los utensilios, cerró el maletín negro y con el mismo silencio con el que había entrado abandonó el piso de Sabine Hubert.

Horas después, un taxi se detenía ante el número 6 de Keplerstrasse. Afdera observó un coche patrulla de la Staat Polizei frente a la puerta. Tras tocar el timbre del portero automático, oyó el sonido de la puerta al desbloquearse.

Pulsó el botón del ascensor hasta el segundo piso. En el rellano la esperaba Sabine, ataviada con un vestido rojo escotado. Se respiraba un agradable olor a especias que salía de la cocina. La dueña de la casa presentó a la recién llegada a otra joven que se encontraba sentada en el sofá leyendo un libro.

—Te presento a Madeleine. Es mi compañera —dijo Sabine—. Ella es Afdera Brooks, la dueña del libro del que te hablé.

La joven, de cuerpo pequeño, pelo rubio rizado y ojos azules, se levantó para besar a Afdera en ambas mejillas. Enseguida se dio cuenta de la estrecha relación entre Sabine y su amiga. Lo más seguro es que fueran pareja, dada la complicidad que mostraban.

En una pequeña mesa en la que había un mantel de lino blanco se asentaba sobre una tabla de madera una cazuela de cobre con un asado de cerdo al eneldo y coñac y patatas asadas. Durante varias horas, Sabine y Madeleine hicieron el perfecto papel de anfitrionas hasta la hora del café. En ese momento, la compañera de la restauradora se disculpó y se dispuso a recoger la mesa, mientras Sabine y Afdera permanecían sentadas hablando del libro de Judas, de Vasilis Kalamatiano, de Renard Aguilar y de los asesinatos del octógono.

—¿Qué sabes de Kalamatiano? —preguntó Afdera.

—Lo que todos saben o, por lo menos, lo que dicen las leyendas sobre él. Tu abuela lo apreciaba mucho a pesar de haber tenido varios roces serios con él en cuestión de negocios. Me contó un día que, gracias a las relaciones con el gobierno de Siria, Kalamatiano consiguió que le prohibiesen la entrada en el país.

—¿Y qué hizo mi abuela?

—Hizo lo mismo con él en Israel —respondió Sabine, lanzando una sonora risa—. Les dijo a sus amigos israelíes que Vasilis Kalamatiano tenía una relación muy estrecha con Siria y que podría ser un espía. Desde ese mismo momento, tu abuela no pudo entrar en Siria, ni Kalamatiano en Israel. Lo más curioso de todo es que siguieron siendo amigos. El Griego respetaba mucho a tu abuela. Cuando a Kalamatiano no le interesaba una pieza siria, se la ofrecía a tu abuela y ella hacía lo propio con las piezas localizadas en Israel y que no le interesaban. Sentían un odio cordial el uno por el otro.

—¿Crees que tendrá algún problema en recibirme en Ginebra?

—No lo creo. Como te digo, admiraba a tu abuela, y eso supone un punto a tu favor. Alguien me ha dicho que está pasando una etapa paranoica, imaginando que todo el mundo quiere matarlo y que va siempre acompañado de guardaespaldas armados. Dicen que tiene escondidas armas por todos los rincones de su casa de Ginebra, pero tal vez sólo sean leyendas.

—¿Y qué opinas de Renard Aguilar?

—Es una serpiente de cascabel. Te atrae con su sonido y cuando menos te lo esperas, te muerde en el cuello. Creo que no has hecho bien dejando en sus manos el libro de Judas. Estoy segura de que Aguilar tiene un as guardado en la manga, y si no, al tiempo.

—Elegí la Fundación Helsing para la restauración porque mi abuela así lo reflejó en el diario que me legó junto al libro de Judas. Estimaba mucho la fundación, incluso formó parte de su junta consultiva. No creo que Aguilar se atreva a realizar ningún movimiento extraño contra mí o contra el libro.

—Muchos de los patronos de la fundación, incluida tu abuela, abandonaron sus puestos cuando vieron el cariz que estaba tomando. Algunos patronos preferían menos ingresos y más ética. Aguilar y un sector de los patronos deseaba más ingresos y menos ética. Éramos capaces de analizar y restaurar pinturas que Aguilar sabía que estaban incluidas en las listas de reclamaciones del Tesoro estadounidense de familias judías expoliadas durante el nazismo. Pero esto no lo detuvo. Algunos científicos fueron enviados a países conflictivos, como Colombia, para restaurar retablos que pertenecían a importantes jefes de los cárteles de la droga.

—Pero ¿por qué el resto de los patronos no dijo nada ni mostró su repulsa?

—Por los ingresos que entraban en la fundación. Después se ha sabido que Aguilar pudo haberse quedado con dinero de operaciones fraudulentas, o por lo menos no muy claras, de venta de obras de arte cuyo origen era bastante oscuro. Una parte de los patronos, entre los que estaba tu abuela, intentó protestar, pero fueron acallados por la otra parte, que apoyaban las formas de dirigir de Aguilar. Mientras siga entrando dinero en la Fundación Helsing, la junta seguirá sin pedir explicaciones a Aguilar.

—Me da miedo que puedas convertirte en objetivo de esa gente del octógono por el hecho de haber restaurado mi libro.

—No creo que yo pueda ser un objetivo importante para esos asesinos del octógono de los que hablas. Al fin y al cabo, tan sólo he reconstruido el papiro y nada más. Efraim o Burt han tenido un papel más destacado que el mío, o John con su radiocarbono.

—En todo caso, ten mucho cuidado. Werner era también un experto en papiros y ya ves cómo acabó. La policía no cree que se suicidase. Incluso me han dicho que posiblemente le suministraron un paralizante muscular muy potente para evitar que luchase. Dicen que estaba vivo mientras se ahogaba en el interior del coche bajo las aguas del lago. El inspector Grüber ha recalcado que si observamos algo extraño, no dudemos en llamarle por teléfono y comentárselo —advirtió Afdera.

—No creo que nadie quiera matar a una vieja solitaria como yo; además, ya tengo escolta aquí abajo.

—Te he oído y debes hacer lo que dice Afdera. Ten cuidado —dijo de repente Madeleine, que estaba secándose las manos en la puerta de la cocina.

—Querida, no creo que descubran nada oscuro en mi vida como para tener que preocuparme. Sigo pensando que esa patrulla de policía debajo de mi puerta es absolutamente inútil. Nadie intentaría matar a una mujer como yo, ya entrada en años.

En ese momento Afdera miró su reloj.

—Uf, es muy tarde, tengo que marcharme ya al hotel. Mañana quiero ir temprano a Ginebra para hablar con Kalamatiano. Espero poder entrevistarme con él. Sabine, ten mucho cuidado y no te fíes de nadie.

—Tú tampoco te fíes de nadie, y mucho menos de Kalamatiano y Aguilar. Tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Me imagino que en unos días entregaré el informe final de la restauración de tu libro a Aguilar para que te lo envíe a Venecia. Intentaré que la traducción te la remita Efraim desde Tel Aviv. Tiene que darle los últimos retoques. Me imagino que en una o dos semanas podrá enviártela. Le diré incluso que te la mande directamente sin pasar por Aguilar.

—Te lo agradecería. Me haría ganar mucho tiempo. Ha sido una velada muy agradable. Gracias por la cena, espero poder invitaros en Venecia. Rosa cocina maravillosamente y seguro que cuando terminéis de cenar pesaréis unos veinte kilos más.

Sabine y Madeleine se despidieron de Afdera mientras esperaban el taxi que habían llamado por teléfono. Cuando Afdera salió a la calle, vio a los dos agentes de policía bebiendo café en el coche patrulla. En aquel momento recordó las palabras de Grüber sobre la escasa preparación de sus hombres para proteger a Sabine. Aquel pensamiento le provocó una extraña sensación de peligro.

Tras despedirse de su invitada, Sabine se dirigió a su habitación, en donde la esperaba Madeleine completamente desnuda. Las dos mujeres mantuvieron relaciones sexuales durante horas. Al finalizar, la restauradora se dirigió al baño para ducharse. El sonido del secador de pelo despertó a Madeleine.

—Vuelve a la cama conmigo —dijo, apoyando sus pechos desnudos contra la espalda de Sabine.

—Déjame ahora, querida. Necesito descansar. No soy tan joven como tú —respondió la restauradora.

—No te preocupes. Voy a dormir un rato. Es muy tarde para irme a mi casa.

Sabine observó su cuerpo desnudo frente al espejo. Sus senos permanecían en su sitio. La gravedad no había hecho todavía estragos en ellos, o por lo menos no demasiado.

A continuación, aún con el pelo húmedo envuelto en una toalla, Sabine se sentó en la butaca frente al tocador antiguo. Se realizó un pequeño masaje facial y abrió el tarro de crema nutritiva. Metió los dedos y se extendió por el rostro la crema que había cogido.

Al instante, la científica comenzó a sentir un fuerte calambre en el brazo y en la pierna izquierda a medida que las neurotoxinas de la rana
Phyllobates terribilis
iban penetrando vía cutánea en su sistema nervioso.

Sus músculos iban sufriendo una flaccidez severa y su visión se hacía cada vez más borrosa. Sus manos agarrotadas intentaban sin remedio sujetarse al tocador para evitar el fuerte dolor de los músculos.

Sabine podía ver a Madeleine a través del espejo, pero sus cuerdas vocales se habían quedado paralizadas. No era capaz siquiera de producir sonido alguno. En ese momento, cuando la toxina de la rana había invadido ya su cuerpo, sintió un fuerte dolor en el abdomen que la hizo vomitar.

El ruido hizo que su joven amante se despertase alarmada.

—¿Qué te pasa, Sabine? ¿Qué te pasa? ¿Es un ataque cardíaco? —gritó, pero la restauradora no podía hablar.

Madeleine se acordó de los dos policías de la puerta, y rápidamente se dirigió a la ventana y gritó pidiendo socorro.

—¡Necesito una ambulancia, por favor! ¡Llamen a una ambulancia! —suplicó la joven.

Mientras un agente se quedaba en el vehículo pidiendo una ambulancia por radio, el segundo policía subió a la casa. Al entrar en el dormitorio se encontró con un espectáculo dantesco. Sabine se debatía entre la vida y la muerte, semidesnuda, con la cara hinchada, casi deforme por la toxina del batracio y cubierta por su propio vómito.

El policía cogió la toalla que cubría el pelo de Sabine, le limpió el rostro e intentó hacerle la respiración boca a boca sin resultado alguno. La restauradora continuaba lanzando gemidos de dolor mientras su cuerpo hacía ya varios minutos que había dejado de responderle.

Entre lágrimas, Sabine podía ver el rostro del joven agente golpeándola fuertemente en el pecho para darle masajes cardíacos, pero el veneno había inundado ya todo su cuerpo. Madeleine le sujetaba la mano derecha. Intentaba decirle que la quería, pero la neurotoxina le impedía hablar. Ya ni siquiera podía mantener la lengua en el interior de la boca, completamente reseca.

Cuando los médicos llegaron, la toxina suministrada por el padre Alvarado a Sabine Hubert a través de la crema nutritiva había bloqueado la liberación de una sustancia llamada acetilcolina en las terminaciones nerviosas, y una parálisis muscular le provocó la muerte, tras un violento estertor. El Círculo Octogonus se cobraba una nueva víctima, pero no sería la última de aquella fría noche.

Other books

Backstab by Elaine Viets
My Lady Below Stairs by Mia Marlowe
The Dreamer Stones by Elaina J Davidson
Echoes of Tomorrow by Jenny Lykins
The Pure in Heart by Susan Hill
Black Ice by Sandy Curtis
Lulu's Loves by Barbara S. Stewart
Hunting and Gathering by Anna Gavalda