El laberinto de agua (34 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—Sí, así es.


Fructum pro fructo,
hermano Alvarado.


Silentium pro silentio
.

X

Berna

La reunión con Leonardo Colaiani había sido muy fructífera y ahora deseaba cerrar el asunto del libro con la Fundación Helsing. Afdera quería despedirse de los miembros del equipo que habían devuelto a la vida al evangelio de Judas y agradecérselo personalmente en su nombre y en el de su abuela.

La reunión iba a celebrarse esa misma mañana en la sede de la fundación en el barrio de Gurten. Sería su última visita antes de traspasar la propiedad del libro al misterioso mecenas de Aguilar. Un Mercedes-Benz de color negro la recogió muy temprano en la puerta del Bellevue Palace para trasladarla hasta la fundación.

Al llegar, Aguilar la esperaba en la misma puerta del edificio principal acompañado de Sabine Hubert, la persona que había hecho posible el sueño de su abuela. El vehículo se detuvo justo delante de ellos.

—¿Cómo estás, querida? —saludó la restauradora dándole un caluroso abrazo.

—Bien, Sabine, encantada de estar aquí y poder ver el libro finalmente restaurado.

—Adelante, el equipo la está esperando en la sala de reuniones para despedirse de usted —dijo Aguilar, cogiéndola por el brazo.

—Deseo mantener un encuentro a solas con el equipo —pidió al director—. Después me reuniré con usted.

—Veo que prefieren hablar entre científicos. Lo entiendo —respondió Aguilar con una falsa sonrisa—. La esperaré en mi despacho. Tómese todo el tiempo que necesite.

Al entrar en la sala de juntas, Afdera vio a John Fessner, Burt Herman y Efraim Shemel sentados alrededor de una gran mesa con papeles y una caja metálica hermética. Supuso que en el interior estaba el libro de Judas.

Mientras la joven saludaba uno por uno a los científicos, Sabine se dispuso a abrir la caja metálica, dejando al descubierto varias planchas de cristal con las páginas del evangelio colocadas entre ellas. Algunas aparecían aún incompletas. Otras presentaban los bordes carcomidos por el paso de los siglos, pero en sí, el texto era más o menos legible.

—Aquí tienes tu libro —dijo Sabine.

—Bueno, ya no es mío, es del misterioso mecenas de Aguilar —puntualizó, sujetando entre sus manos varias planchas de cristal.

—Aún tenemos que darle los últimos retoques antes de entregárselo a Aguilar. El códice consta de treinta y dos pliegos, sesenta y cuatro páginas, algunas de las cuales han desaparecido. Las páginas 5, 31,32 y 49 ya no existen. Son absolutamente ilegibles. Lo más curioso de todo es que en las páginas 4, 30 y 48 se habla en un papel destacado del tal Eliezer. Según Burt y Efraim, eso sólo puede suponer que alguien arrancó a propósito las páginas en las que ese Eliezer podría haber escrito o dicho algo importante y que no se deseaba que se conociese.

—El libro, aunque se le llama el evangelio de Judas, sólo hace referencia a éste en alguna de sus partes —intervino Herman—. En realidad, son cuatro textos los que lo conforman. Desde la página 1 a la 9, es la llamada carta de Pedro a Felipe; de la página 10 a la 32, la revelación de Jaime; de la 33 a la 58, el evangelio de Judas, un texto totalmente desconocido hasta ahora, aunque es mencionado por Irineo de Lyon en su obra
Contra las herejías
; y finalmente, desde la página 59 a la 66, un libro muy dañado llamado el libro de Alógenes y que creemos que da algunas claves que no hemos podido entender.

—¿A qué te refieres?

—En las páginas 62 y 65 se habla de guardianes de puertas o de accesos, o algo parecido, y cita en algunos de sus párrafos a guardias, o soldados, o ángeles guardianes que gobiernan el caos, los mundos inferiores, con nombres concretos como Yaldabaot, Set, Harmatot, Galila, Yobel y Adonaios. Todos ellos están junto al Autógenerado, el Sacia, el Guardián de los Guardianes, el Gran Uno, Barbelo, el Autógenes Autogenerado.

Afdera recordó en ese momento los cuentos que le relataba su abuela cuando era tan sólo una niña, tras sus encuentros con la señora Levi, en el gueto de Venecia. Recordó la Corte Expiatoria o la Corte de los Arcanos, que para entrar en ella había que abrir antes siete puertas, cada una de las cuales tenía grabado el nombre de un
shed,
un demonio de la casta de los
shedim.
Cada puerta se abría con una palabra mágica que resultaba ser el nombre de cada demonio del mundo del caos. Sam Ha, Mawet, Ashmodai, Shibbetta, Ruah, Kardeyakos y Na Amah eran los siete guardianes. ¿Y si esos siete
shedim
fuesen los siete guardianes de las siete puertas a las que se refería Leonardo Colaiani?

—Como una especie de siete guardianes que protegen siete puertas.

—No sé a qué te refieres.

—Mi abuelo recorrió la Dankalia hasta Ogadén a lomos de un camello. A los veinte años fue rescatado por un misionero cuando estaba a punto de morir de una extraña enfermedad en una tribu de pigmeos en África. Allí pasó mucho tiempo con los contrabandistas. Mi abuelo me contó que un camellero dankalo le reveló que para entrar en el Jardín del Edén, ellos lo llamaban
Al-Jannah Al-Adn,
era necesario abrir siete puertas en el desierto, y que para poder abrirlas había que conocer los nombres de siete diablos de la tribu de los shaitans.

—¿Las mismas siete puertas de las que te habló la amiga de tu abuela? —exclamó Sabine.

—Puede que tengan relación. Antiguamente los árabes conocían al Adriático como
Giun Al-Banadiquin,
el Golfo de los Venecianos. A Venecia se la conocía por el nombre de
Al Bunduqiyyah,
o también como la Ciudad de las Siete Puertas. Tal vez sea Venecia la ciudad a la que se refiere cuando se habla del Laberinto de Agua, de las siete puertas, de los siete guardianes, y tal vez esté en Venecia la clave para encontrar el secreto guardado al que se refiere el evangelio de Judas. ¿Podría tratarse el libro de Alógenes de un apéndice del evangelio de Judas?

—Puede ser —intervino Sabine—. Puede ser incluso que el libro de Alógenes sea una especie de anexo del de Judas y que en él tenga un papel destacado ese Eliezer del que tanto habla el códice en varias partes.

—¿No habéis podido averiguar más de Eliezer?

—No. Quizá, como ya te dijo Burt en su momento, pudiese ser un seguidor o un escriba a las órdenes de Judas.

—¿Pudo Irineo de Lyon conocer algo de ese Eliezer para condenar el libro?

—Puede ser, pero es sólo una conjetura —afirmó Herman—. Aunque el original de
Contra las herejías
fuese escrito por Irineo en el año 180 en griego, sólo conocemos su traducción al latín escrita en el siglo IV. Irineo, en uno de los apéndices, habla de los gnósticos y otros creyentes, llamados ofitas, los hombres de la serpiente. Irineo sostiene que Judas el traidor conocía con precisión estas cosas, siendo el único de los apóstoles en poseer esta gnosis. Por eso obró el misterio de la traición, por lo cual fueron disueltas todas las realidades terrenas y celestiales. En una de las páginas del libro de Alógenes aparecen varias referencias a uno de los apóstoles que reverenció al maestro y lo protegió, y a otro de los apóstoles que lo reverenció pero luego lo traicionó, pero no especifica que fuese Judas. Curiosamente, este texto aparece reseñado en un extracto del libro de Alógenes, cuyo autor pudo ser ese Eliezer.

—¿Podría tener una copia de la traducción?

—Sí, puede que en un mes o dos tengamos ya una copia casi definitiva —intervino Sabine—. Pero para ello no es necesario que el equipo permanezca más tiempo en Berna. John ha terminado su trabajo y regresa a Ottawa. Burt y Efraim permanecerán en contacto entre ellos y darán los últimos retoques al libro.

—¿Cuándo os marcháis?

—Yo me marcho mañana mismo —respondió Burt.

—Yo regreso a Israel mañana a primera hora, en un vuelo desde Ginebra —afirmó Efraim.

—A mí me gustaría quedarme unos días para visitar Suiza, pero debo regresar a Canadá para comenzar otro trabajo. Creo que hay unos antropólogos que desean saber la datación de unos huesos encontrados en un yacimiento en Wichita.

—Os deseo la mejor suerte del mundo y quiera, ante todo, daros las gracias en mi nombre, en el de mi hermana Assal y en el de mi abuela por la labor que habéis realizado con el libro. Si necesitáis cualquier cosa o disfrutar de unas buenas vacaciones en mi casa de Venecia, no dudéis en llamarme.

Mientras se levantaba de la mesa para dirigirse a la puerta, Sabine Hubert se acercó a Afdera.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Berna?

—Aún no lo sé, antes quiero hablar con el inspector Grüber.

—¿Sobre la muerte de Werner?

—Sí. Quiero hacerle partícipe de varias muertes parecidas a la de Werner. Hay demasiadas coincidencias en su muerte con la de un comerciante de El Cairo, un excavador de Maghagha y una experta en arte de Alejandría. Me gustaría informar a Grüber de todo esto. Después iré a Ginebra para ver si consigo hablar con un tipo bastante misterioso que conocía a mi abuela.

—¿Cómo se llama?

—Vasilis Kalamatiano. Le llaman el Griego.

—Oh, sí, he oído hablar de él, pero no le conozco personalmente. Se cuentan muchas leyendas sobre él.

—¿Qué leyendas has oído?

La conversación quedó interrumpida por la llegada de la secretaria de Aguilar.

—Señorita Brooks, el señor Aguilar la está esperando.

—Ahora mismo voy a reunirme con él, muchas gracias.

—Ven a cenar esta noche a mi casa. Allí hablaremos sin intromisiones. Ésta es mi dirección. Te espero sobre las ocho y media —dijo la restauradora, entregando a Afdera un pequeño papel.

—De acuerdo, nos vemos esta noche.

La secretaria la acompañó hasta el despacho de Aguilar. Al verla entrar, el director se levantó rápidamente y se dirigió hacia ella.

—Por favor, querida Afdera, pase, pase, y siéntese aquí. Tengo entendido que se ha despedido ya de nuestros amigos Fessner, Herman y Shemel, ¿no es así?

—Sí, así es.

—Quería preguntarle cuándo desea que le enviemos la copia del informe de restauración y traducción de su libro.

—Pretendía llevarme una copia ahora conmigo —dijo Afdera.

—No sé si podremos prepararle un informe cerrado sobre las etapas de la restauración del libro, pero si me deja una dirección puedo hacérselo llegar sin ningún problema. Espero que esta misma tarde o mañana a primera hora, la señora Hubert me entregue su informe final. Haré que un equipo de nuestra fundación recopile todas las imágenes, informes y análisis y se los hagan llegar cuanto antes.

—Ya sabe que ésa es una de las condiciones que hemos impuesto mi hermana y yo.

—Lo sé, no se preocupe por nada. Tal vez cuando llegue usted a su casa de Venecia el informe la estará esperando. Esta misma tarde le diré al comprador que usted ya ha traspasado el libro a la fundación y que debe depositar los ocho millones de dólares en la cuenta convenida. Ahora que hemos arreglado este punto, sólo me queda desearle toda la suerte del mundo —dijo Aguilar levantándose para tenderle la mano a Afdera—. Ha dejado usted el libro de Judas en muy buenas manos.

A Afdera aún le quedaba hablar con Sabine esa misma noche. «¿Qué querrá decirme? ¿Por qué estaría tan misteriosa? ¿Por qué querrá verme en su casa? ¿Es que acaso no quiere que Shemel, o Herman, o Fessner oigan lo que tiene que decirme?», pensó.

Tras abandonar la sede de la Fundación Helsing, decidió llamar al inspector Grüber.

—Deseo hablar con el inspector Grüber, de la División Criminal —pidió la joven.

—Un momento. Le paso con la Criminal —dijo el agente al otro lado de la línea.

—¿Dígame? Aquí el inspector Grüber.

—Inspector, soy Afdera Brooks. ¿Recuerda que le llamé para hablar sobre la muerte de Werner Hoffman?

—Oh, sí, lo recuerdo. ¿Dónde está?

—Estoy en Berna.

—¿Quiere pasarse por la comisaría?

—Sí, me gustaría. Necesito hablar con usted. Tengo información sobre ese octógono de tela y quiero saber si encontró algo similar en el cuerpo de Hoffman.

—Bien, señorita Brooks. La espero aquí.

Al entrar en la comisaría, Afdera se dirigió hasta un pequeño mostrador en donde se encontraba un agente vestido con el uniforme azul y los distintivos rojos de la policía de Berna.

—¿Qué desea?

—Querría hablar con el inspector Hans Grüber, de la División Criminal. Me está esperando. Soy Afdera Brooks.

—Espere un momento. Le llamaré.

Unos minutos después, un hombre algo obeso, de mirada inteligente, se dirigió hacia ella.

—¿Señorita Brooks? Soy Hans Grüber. Acompáñeme a una sala de interrogatorios. Allí no nos molestará nadie —dijo.

La sala era como la de tantas comisarías de policía. Una mesa atornillada al suelo y dos sillas, una frente a otra. En un lado había un gran espejo. Afdera supuso que era para poder controlar los interrogatorios de sospechosos desde el otro lado.

Grüber llevaba en su mano una gruesa carpeta. Afdera vio el nombre de «Hoffman, Werner» escrito en ella.

—¿Quiere un café? Yo voy a tomar uno.

—No, muchas gracias. Tan sólo agua.

Tras unos minutos, mientras esperaban a que un agente les llevase el café y el agua, Grüber y Afdera hablaron de Berna. La joven le contó la estrecha relación de su abuela Crescentia con la ciudad.

—Le gustaba mucho el orden de esta ciudad —dijo.

—Todo en Suiza es orden y armonía, pero el problema es que a veces suceden hechos extraños que cuesta entender, como la muerte de Hoffman —afirmó Grüber, colocando la palma de su mano sobre la carpeta.

Cuando el agente abandonó la sala tras depositar sobre la mesa una taza de café y una botella de agua mineral, el policía cambió su tono de voz.

—Lo que nosotros sabemos es que se intentó hacer creer que Werner Hoffman se había suicidado arrojándose con el vehículo a un lago helado cerca de Thun, al sur de Berna. El forense encontró en el cuerpo indicios de una sustancia que se usa habitualmente como relajante muscular. Posiblemente se la suministrarían para que no luchase por su vida mientras era arrojado al lago. Lo más seguro es que estuviese vivo mientras se ahogaba y por eso encontramos sus pulmones encharcados. Si la muerte se hubiese producido antes de sumergirse en el lago, los pulmones presentarían otro aspecto. Y bien, ¿qué sabe sobre Hoffman y el trabajo que estaba haciendo para usted?

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