Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
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Silentium pro silentio.
Buenas noches, eminencia —replicó quien desde ese mismo momento era monseñor Mahoney.
La misión encomendada por el cardenal August Lienart había sido cumplida con éxito. Podía regresar a Roma. A las seis de la mañana, el chófer de Delmer Wu recogió al obispo Mahoney y lo trasladó al aeropuerto de la colonia. A bordo del Bombardier Global 5000, el lujoso y exclusivo avión privado del millonario, monseñor Emery Mahoney llegó al aeropuerto de Fiumicino horas después, tras realizar escalas técnicas en Singapur y Abu Dhabi. Allí le esperaba el Mercedes Benz con matrícula SCV del secretario de Estado vaticano para trasladarlo hasta la Santa Sede.
* * *
Maghagha, Egipto
Afdera recorrió los doscientos cincuenta kilómetros que unían la capital egipcia con la pequeña ciudad de Maghagha. El trayecto aparecía inundado de vergeles, palmerales y oasis rodeados de la arena milenaria que invadía las riberas del Nilo. Durante el viaje, la joven no pronunció palabra alguna y se dedicó a leer el diario de su abuela, una lectura tan sólo interrumpida cuando el chófer hacía sonar la bocina para hacer apartar alguna vaca de la carretera.
Maghagha era una ciudad monótonamente marrón, con un paisaje marrón, unas casas marrones y rodeada tan sólo de arena marrón. Para los cristianos, era un punto importante en la vida de la Sagrada Familia o, por lo menos, así lo creían los coptos. Huyendo de las persecuciones del rey Herodes, Jesús, María y José se habían refugiado en Egipto, en donde permanecieron durante cuatro años. Habían llegado al pueblo de Deir Al-Garnus, a diez kilómetros al oeste de Ashnin El Nasara, Markaz Maghagha. Al lado de la pared occidental de la iglesia de la Virgen había un profundo pozo en donde, según la tradición, se detuvieron a beber. De allí pasaron a un lugar llamado Ebay Esus, la Casa de Jesús, al este de Bahnasa, donde actualmente se levanta el pueblo de Sandafa.
La ciudad se había convertido en un punto importante de paso del comercio ilegal de antigüedades egipcias. Cada martes y domingo se instalaba cerca de la plaza principal un mercadillo en donde los comerciantes ofrecían todo tipo de artículos. Si se sabía cómo buscar —y su abuela Crescentia y Liliana sabían cómo hacerlo—, se podía encontrar alguna pieza interesante.
El coche llegó hasta una gran plaza llena de comerciantes vendiendo dátiles y ofreciendo té a los transeúntes entre una multitud de gente que intentaba subir en algún abarrotado y destartalado autobús.
—Déjeme preguntar, señorita —dijo el chófer mientras Afdera permanecía en el interior del vehículo.
La joven vio cómo el conductor hablaba y gesticulaba señalando una dirección.
—Me han dicho que el señor Sayed vive muy cerca de aquí, en una casa de dos pisos. La reconoceremos fácilmente porque el segundo piso está en obras —indicó el chófer.
El coche avanzó con dificultad intentando abrirse paso entre la multitud a base de bocinazos acompañados de gestos y maldiciones del conductor.
Al final de una estrecha calle, también de color marrón, Afdera divisó a varios niños jugando al fútbol.
—Debe de ser allí.
—Déjeme preguntar antes de bajarse, señorita —dijo el chófer.
El hombre hizo una señal a uno de los niños para que se acercase. Entre unas cuantas palabras en árabe, Afdera reconoció el nombre del excavador.
—Ésta es la casa —anunció el chófer al fin.
Segundos después, la nieta de Crescentia se encontraba parada, con una mochila como único equipaje, ante la casa de uno de los pocos hombres que formaban parte de los primeros eslabones del evangelio de Judas.
—Hola —saludó Afdera a uno de los niños—, busco al señor Abdel Gabriel Sayed.
—Es mi padre —respondió el niño—. Está dentro, pase y pregunte a mi madre.
La joven entró en el patio. Su abuela decía que en Egipto los niños y las moscas siempre te siguen a todas partes, y tenía razón. Antes de llegar a la entrada, vio al otro lado de la puerta a un hombre de rostro amable que se secaba las manos con un trapo.
—Usted es familia de Crescentia. No puede negarlo. Tiene el mismo rostro —señaló el hombre.
—Sí, soy su nieta Afdera.
—Soy Abdel Gabriel Sayed, amigo de su abuela, pero pase dentro para refugiarse de este calor. ¿Quiere una limonada?
—Sí, por favor.
Poco después, el excavador regresó al salón. Sayed apartó a los niños como quien espanta a las moscas de la comida, moviendo las manos y empujándolos hacia la puerta.
—Será mejor así. De esta forma, podremos hablar con tranquilidad —dijo Sayed, dirigiendo una sonrisa a su invitada.
—Perdóneme que le visite sin avisarle, pero necesito información —dijo Afdera a modo de disculpa.
—¿Sobre las palabras de Judas? No se sorprenda. Me llamó Liliana para decirme que venía usted hacia aquí y lo que quería.
—Sí, así es —precisó la joven—. Necesito que me cuente cómo llegó el manuscrito a manos de mi abuela.
Abdel Gabriel Sayed se sentó sobre un montón de cojines que había en el suelo ante una mesa baja, en donde se alineaban vasos de limonada y varios platos de dulces árabes.
—La verdad es que yo puedo contarle bien poco de aquel libro. Una tarde, me encontraba en este mismo lugar, cuando entró por esa puerta un hombre que decía que quería comentar conmigo un importante hallazgo aparecido en una zona cercana a Gebel Qarara. Aquella misma noche, Hany Jabet, que así se llamaba el excavador, durmió en esta casa y de madrugada salimos rumbo a la zona del descubrimiento. En una cueva pude ver cómo destapaban una especie de lápida. Entré en el estrecho túnel y llegué a la cámara principal, en donde había varios sarcófagos y una tinaja. Jabet había forzado ya la tinaja cuando entró en la cámara la primera vez. La abrimos y de su interior extrajimos una caja de piedra caliza, una especie de cofre en cuyo interior había algo envuelto en una tela. La aparté con mucho cuidado y allí estaba el evangelio de Judas. Después salimos de la cueva, metí el libro en el coche y volvimos a tapar la entrada para que nadie pudiese encontrarla.
—¿De quiénes eran los cuerpos que había alrededor de la tumba? —preguntó Afdera interesada.
—No lo sé, aunque iban ataviados con extraños ropajes, que a causa del tiempo habían perdido el color. Mohamed, el amigo de Hany Jabet, tropezó con uno de ellos cuando intentaba acceder a la tumba. Apoyó el pie en la oscuridad y se hundió la tapa de madera —respondió Sayed.
—¿Qué tipo de ropajes llevaban? —insistió la joven.
—Los cuerpos estaban bastante bien conservados, la verdad. Abrimos uno de los sarcófagos y vimos a un hombre no muy alto, con un casco metálico. Estaba cubierto por una especie de escudo como si fuera una manta y llevaba entre sus manos una espada. Nos llamó la atención que el cadáver tuviera cubiertos los ojos y la boca con unas monedas, pero no las tocamos.
—¡Un cruzado...! —exclamó Afdera—. Pero ¿qué hacía en esa zona un caballero cruzado? Nunca llegaron tan al sur, ni siquiera durante la séptima cruzada.
—No lo sé, pero ninguno de nosotros tocó esas tumbas —respondió Abdel Gabriel Sayed—. Hany Jabet era copto y, al ver la cruz sobre aquel cuerpo, se negó a expoliar los objetos que había en ellas. Mohamed era musulmán e intentó llevarse una de las espadas, pero Hany le asustó diciéndole que si se llevaba algún objeto, podría morir por la maldición de la cruz. Era una tontería, pero Hany era un copto muy devoto y realmente temía más a Dios que a los espíritus de aquellos cadáveres.
—¿Podría llevarme hasta la cueva? Si viese esos cuerpos, tal vez podría seguir el rastro del libro hasta su origen, quizá hasta el mismo momento en que lo escribieron.
—Hace ya muchos años, casi más de un cuarto de siglo, que entramos en aquella cueva por vez primera, y no creo que esté en las mismas condiciones. Tampoco sé si Mohamed siguió los consejos de Hany Jabet y dejó intacto el interior de las tumbas.
—Intentémoslo —insistió Afdera, mirando al excavador fijamente a los ojos—. Si entro en esa cueva, tal vez pueda demostrar quién escribió ese libro y por qué lo hizo.
Abdel Gabriel Sayed guardó silencio. Dio un sorbo a su té con menta y miró fijamente a su esposa, que acababa de entrar en la habitación.
—Llévala. Le debes mucho a la abuela de esta joven y sólo así podrás devolverle los favores que nos hizo siempre que la necesitamos —recalcó la mujer—. Gracias a ella vivimos en esta casa y nuestra hija pequeña puede andar. Le debemos mucho, Gabriel.
—De acuerdo, iremos mañana por la mañana —sentenció el excavador, mirando a Afdera.
Tras una opípara cena a base de diferentes platos autóctonos, la esposa del excavador le ofreció a Afdera quedarse en la casa a pasar la noche, pero la joven rechazó la invitación.
—Muchas gracias, pero he visto un pequeño hotel a la entrada de la ciudad. Allí podré descansar y seguro que tienen teléfono. Debo hacer varias llamadas a Europa y quiero hacerlas antes de mañana —dijo tratando de disculparse.
Su encuentro con Abdel Gabriel Sayed parecía más provechoso de lo que había pensado en un principio. Si descubría qué hacían unos cruzados en esa zona de Egipto, tal vez pudiese explicar cómo había llegado el libro hasta aquella cueva.
Sumida en sus pensamientos, Afdera no se dio cuenta de que cogía el camino equivocado y se perdió en el laberinto de callejuelas. «Mierda, debería haber aceptado el ofrecimiento de Abdel Gabriel de acompañarme hasta el hotel. Soy una estúpida», pensó.
La joven seguía caminando por las oscuras callejuelas cuando escuchó unos pasos a su espalda. Alarmada, miró por encima de su hombro, pero un hombre se acercaba ya velozmente hacia ella. Unas fuertes manos la agarraron por la chaqueta y otra mano le tapó la boca impidiéndole gritar.
Afdera luchó por zafarse de la mano que la aprisionaba contra el suelo. Le dio una certera patada en los testículos, mientras un segundo hombre, mucho más fuerte, la golpeaba en la cara. Mascullando maldiciones en árabe se acercó a Afdera y la abofeteó fuertemente en la mejilla. Afdera sintió un intenso dolor en la cara.
La joven había sido entrenada para luchar y continuó intentando zafarse de los dos árabes, que trataban de violarla. Uno de ellos había conseguido agarrarle fuertemente las manos, mientras el segundo, aún bajo los efectos de la patada en la entrepierna, intentaba bajarle los pantalones y romperle la ropa interior.
Afdera consiguió liberar una mano y volvió a golpear al atacante en la garganta, provocándole un ahogamiento momentáneo, lo que le enfureció. Tras reponerse, el hombre blandió el puño cerrado y le descargó un fuerte golpe.
Sintiendo la sangre que brotaba por su boca y su nariz y con un fuerte dolor de cabeza provocado por el golpe, Afdera abandonó la lucha mientras observaba cómo uno de los árabes se disponía a penetrarla. Antes de perder el conocimiento tuvo tiempo de ver cómo dos hombres vestidos de negro saltaban sobre sus atacantes. Uno de ellos colocó una especie de alambre alrededor del cuello del árabe que la había golpeado en la cara, estrangulándolo, mientras el segundo agarraba desde atrás al árabe que la sujetaba por las manos y le clavaba algo en la nuca. A continuación, Afdera quedó inconsciente.
El padre Lauretta y el padre Reyes se ocuparon de enterrar en un lugar apartado los cadáveres de aquellos infelices. Los dos árabes murieron sin saber por qué, pero los sacerdotes habían recibido la orden estricta de proteger a Afdera Brooks hasta que el Círculo Octogonus tuviese el evangelio de Judas en su poder.
Los gritos de varios niños jugando hicieron que Afdera abriese los ojos. Sentía un terrible dolor en la cabeza y en el labio y se palpó el rostro entumecido. Mientras intentaba fijar la vista, vio al fondo de la habitación el rostro sonriente de Binnaz, la esposa de Abdel Gabriel.
—No intentes levantarte, niña —le dijo la mujer.
—Debo hacerlo. Necesito lavarme y beber agua —respondió al tiempo que se sujetaba la cabeza para que le doliese menos al incorporarse en el camastro—. ¿Qué me ha pasado?
—Alguien te atacó anoche, cuando caminabas hacia el hotel. Lo más curioso es que mi hija mayor te descubrió herida y sangrando a las puertas de nuestra casa. Debiste de llegar arrastrándote.
—¿Y los hombres que me ayudaron?
—¿A qué hombres te refieres?
—Lo único que recuerdo es que dos hombres intentaron violarme, y cuando estaba a punto de desmayarme, vi cómo otros dos hombres vestidos de negro atacaban a esos hijos de puta.
—Cuando salimos mi esposo y yo a socorrerte, no había nadie junto a ti, tan sólo mi hija mayor.
—Estoy segura de que esos hombres existen y me salvaron la vida. Esos hijos de perra pensaban violarme y seguramente hasta me hubieran matado —aseguró Afdera intentando beber agua de un cuenco de barro.
La escena fue interrumpida por Abdel Gabriel Sayed, que acababa de entrar en la habitación.
—¡Oh, cómo te han dejado esos malditos! Nunca me habría perdonado si te hubiese pasado algo. Estoy seguro de que tu abuela habría vuelto del paraíso para darme una paliza por no haber sabido protegerte.
—No ha sido culpa suya —dijo Afdera para intentar consolar a Abdel, que sollozaba junto a ella.
—He ido esta misma mañana a la comisaría de policía y aseguran que nadie ha denunciado o encontrado ningún cadáver en las calles de la ciudad. Puede que el golpe en la cara te hiciese ver cosas que no ocurrieron.
—Puede ser... puede ser..., Abdel.
—Esta misma tarde te llevaré yo mismo en coche a El Cairo y no quiero ninguna excusa. No voy a permitir que te niegues. Llegarás sana y salva a El Cairo y te dejaré en manos de nuestro amigo Rezek Badani. Él sabrá cómo protegerte. Dios sabe que se lo debo a tu abuela.
—No. Quiero ir a la cueva de Gebel Qarara y nada ni nadie van a impedírmelo. O me lleva usted o me voy sola. Le necesito. Tiene que ayudarme a encontrar la cueva y a seguir el rastro del libro hasta su origen. Ésa fue la última petición que me hizo mi abuela antes de morir.
—Está bien, pero lo hago por ser nieta de quién eres. Estoy seguro de que, en este momento, tu abuela debe estar maldiciéndome desde allí arriba por ponerte en peligro y no llevarte sana y salva a El Cairo, pero así sea. Iremos a Gebel Qarara.
—Si no tuviese el cuerpo dolorido y su mujer no estuviese presente, me levantaría y le besaría —dijo Afdera. Abdel Gabriel Sayed se puso colorado ante las risas de su esposa.