Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
Otro de los rumores que circulaban en torno al millonario era que Delmer Wu había comprado a su esposa cuando ésta tenía cinco años en una aldea perdida de la China meridional, impresionado por sus profundos y cristalinos ojos azules. Al parecer, Wu la recluyó desde ese mismo momento en uno de los más famosos y elegantes prostíbulos de Bangkok y allí estuvo aprendiendo las más sofisticadas técnicas del arte amatorio hasta que cumplió los doce años. Posteriormente, la envió a los mejores colegios de París, Nueva York y Ginebra para que la ya adolescente Claire se cultivase y se preparase para entrar en el mundo del millonario. Al día siguiente de su décimo séptimo cumpleaños, Wu se la llevó consigo y nadie sabe si la convirtió en su esposa o sólo la utilizaba como arma para sus negocios.
Wu ocupó también los titulares de los periódicos cuando su corporación informó de la «generosa» devolución de unas reliquias budistas de inmenso valor que había comprado en el mercado internacional, pero que, al parecer, posteriormente se descubrió que habían sido sacadas de forma ilegal de la región de Gilgit, en Pakistán. Alguien dijo que los dos «comerciantes» que le habían vendido las piezas fueron encontrados degollados poco después en un sucio callejón en la ciudad de Peshawar, en la frontera afgano-pakistaní, muy cerca del peligroso paso de Khyber. Pero los misterios y las leyendas perseguían a Wu desde hacía décadas. La historia más trágica sobre el millonario fue la del secuestro de su único hijo y heredero. Una banda formada por seis delincuentes secuestró al hijo de Wu a la salida del Café Saigon.
Durante semanas estuvieron negociando el rescate, pero la negociación se torció y el hijo de Wu, de veintitrés años, fue encontrado estrangulado en un almacén del puerto. Los seis hombres fueron detenidos y condenados a cadena perpetua en la prisión de Shiai Pek.
Misteriosamente, alguien pagó la defensa y la revisión de un nuevo juicio que puso a los seis secuestradores en libertad.
Una semana después de poner el pie en la calle, los seis hombres aparecieron muertos. Alguien los había introducido vivos en un gran depósito de agua hirviendo hasta que se les desprendió la piel. Luego, les arrancaron los ojos y los colgaron de un gancho de carnicero por la espalda. Así los encontró la policía de la colonia. Jamás pudieron relacionar a Delmer Wu con las seis ejecuciones.
Al día siguiente de su llegada, el padre Mahoney recibió una llamada en su hotel.
—¿Padre Mahoney?
-¿Sí?
—Dentro de dos horas pasará a recogerle un coche que le llevará hasta el muelle principal del Yacht Club de Hong Kong. Allí se reunirá con el señor Lathan Elliot, asesor del señor Wu. Podrá darle el mensaje a él. Esté preparado —dijo el interlocutor, colgando inmediatamente el aparato sin dejar que Mahoney pudiese replicar.
Dos horas después un Bentley se detenía ante la puerta del Hotel Península para recoger al padre Mahoney.
—Debo hablar personalmente con el señor Wu y con nadie más —dijo el enviado del cardenal Lienart al conductor, sin obtener respuesta alguna.
El vehículo avanzó por las avenidas y calles del barrio de Kowloon en dirección al muelle principal del elegante y exclusivo Yacht Club. Sin decir palabra, el chófer detuvo el coche, se bajó y se dirigió a la parte de atrás para abrir la puerta al enviado vaticano.
—Camine por el muelle hasta el final. Allí le están esperando —indicó el conductor.
Mahoney comenzó a andar por el paseo de madera en donde se alineaban yates y veleros de todo tipo bajo pabellones de Hong Kong, Australia, Nueva Zelanda e incluso de Panamá. Unos doscientos metros más allá, el muelle se convertía en una especie de plaza artificial en donde aparecía amarrado un gran yate de unos setenta metros de eslora. Mahoney vio el nombre del barco escrito en grandes letras en su lado de babor:
Amnesia
.
Varios marineros trabajaban en la cubierta y en el puente a las órdenes de un oficial. Por su acento, Mahoney supo que el hombre era irlandés. Cuando se disponía a subir por la pasarela, una voz a su espalda le detuvo.
—¿Padre Mahoney?
—Sí, soy yo.
—Antes de subir, levante usted las manos, por favor —ordenó el desconocido, recorriendo el cuerpo del sacerdote con un detector de metales y de micrófonos.
—¿Es que piensa que puedo ir armado? —preguntó sorprendido Mahoney.
—Soy Gilad Leven, jefe de seguridad del señor Wu, y le aseguro que antes de que pueda usted acceder a cualquiera de las propiedades del señor Wu, debo cachearle. Aunque fuese usted el mismísimo Papa, le cachearía. Ése es mi trabajo y para eso me pagan —afirmó.
Un leve zumbido rompió el silencio.
—Necesito que se abra la camisa —ordenó Leven.
El padre Mahoney aceptó la orden sin rechistar, abriéndose la camisa y dejando entrever un crucifijo de oro, obsequio personal del cardenal August Lienart.
—Está usted limpio. Puede subir a bordo. El señor Elliot le está esperando.
El
Amnesia
era uno de los juguetes preferidos de Delmer Wu. Había sido construido y diseñado por la Benetti Shipyard, una compañía fundada en 1873. Sus astilleros de Livorno se habían convertido en los mejores constructores de yates de lujo de todo el mundo. Wu había pagado millones de dólares al arquitecto Stefano Natucci para diseñar el
Amnesia.
Para sus interiores se habían utilizado los mejores y más exclusivos materiales, como la madera de cerezo y nogal o cristales de Lalique y Murano. Catorce hombres más tres oficiales formaban la tripulación, que podía llegar a atender hasta a una docena de pasajeros.
Una jovencita vestida con un traje tradicional tailandés recibió al padre Mahoney.
—Buenos días, señor. Bienvenido al
Amnesia
.
—Buenos días. Lléveme por favor ante el señor Elliot.
En un amplio salón a modo de despacho en el que había una gran mesa de juntas le esperaba Lathan Elliot, asesor del millonario.
—Buenos días, buenos días, padre —dijo el asesor mostrando un claro acento texano—. ¿En qué podemos ayudar al Vaticano?
—Usted, personalmente, en nada —precisó Mahoney—. Me han ordenado que sólo hable con el señor Delmer Wu. Sólo con él y con nadie más.
—Sí, pero el señor Wu no habla con todo el mundo. O habla conmigo o no habla con nadie... —dijo Elliot.
—De acuerdo, le informaré de ello al cardenal Lienart. Buenas tardes, señor Elliot, y ahora, por favor, lléveme hasta mi hotel. Me gustaría coger el primer avión a Roma para informar cuanto antes de esta situación—aclaró Mahoney de forma tajante.
El tenso silencio fue roto por el sonido del teléfono. Lathan Elliot levantó el auricular y se dedicó a responder con monosílabos. Después colgó.
—Bien, padre Mahoney, he recibido órdenes de llevarle hasta la residencia del señor Wu en Victoria Peak.
Poco después el Bentley ascendía a pocos kilómetros desde la costa a la zona más alta de la isla, desde la que, en días claros, podía divisarse el continente chino. Junto a Mahoney estaba sentado Lathan Elliot y, frente a él, Gilad Leven, el guardaespaldas de Wu. «Podría matarle en cuestión de segundos sin que se diese ni siquiera cuenta de que ha dejado de respirar», pensó el padre Mahoney mientras miraba la nuca de Leven.
De repente, el vehículo aminoró la marcha ante un gran muro blanco en Plantation Road. Leven hizo una llamada a través de su
walkie
y las grandes puertas se abrieron ante ellos dejando ver un amplio camino hasta una casa de estilo moderno que imitaba a los antiguos palacios chinos. Mahoney esperaba ver una casa decorada con grandes leones y vasijas, como los que inundaban los restaurantes chinos de medio mundo, pero, por el contrario, la mansión presentaba una decoración minimalista, con grandes ventanales abiertos a la zona baja de Hong Kong. El silencio invadía todos los rincones de la casa, roto tan sólo de vez en cuando por el chapoteo de alguien en la piscina.
Mientras Mahoney esperaba su encuentro con Delmer Wu, vio cómo salía de la piscina una joven pequeña, de cuerpo perfecto, como una delicada muñeca. Sin duda la señora Wu.
—Es preciosa, ¿no le parece? —dijo una voz a su espalda.
Las palabras hicieron que Mahoney se diese la vuelta. Era Delmer Wu.
—Yo no dejo de admirarla todos los días y no me canso de ello —dijo siguiendo con la mirada a su esposa. La joven, con el cuerpo todavía húmedo, se había puesto una delicada bata de seda, a través de la cual se adivinaban sus pequeños pezones.
—Hola, querido —saludó Claire, besando a su esposo en la mejilla.
—Querida, te presento al padre Mahoney, un enviado del Vaticano.
La joven, consciente del poder de su cuerpo, se acercó al sacerdote dejando entrever uno de sus hombros desnudos.
—Mucho gusto, padre —dijo la mujer antes de retirarse.
—Ha llegado la hora de hablar de lo que nos ocupa —dijo Wu—. Dígame qué le trae por aquí y qué puede hacer un humilde hombre de negocios de Hong Kong por Su Santidad.
Estaba claro que Wu tenía oídos en todo Hong Kong, incluido en el yate
Amnesia
.
—Oh, no se moleste por lo de John. Es demasiado texano, demasiado norteamericano, como para saber cómo negociar con un enviado papal, ¿o debo decir cardenalicio? —precisó el millonario con una sonrisa en los labios.
—El Vaticano necesita de usted diez millones de dólares en efectivo depositados antes de siete días en una caja de seguridad de un banco suizo.
—Oh, y su cardenal Lienart, que me imagino que será quien le envía, no necesita veinte, treinta, o mejor, cien millones de dólares —replicó Wu.
—Sólo necesita diez millones de dólares con las condiciones que le he dado. Ni un centavo más.
—¿Y para qué quieren ese dinero, si puede saberse?
—Sólo puedo decirle que es para la adquisición de un documento que la Iglesia no quiere que salga a la luz —respondió el religioso.
—Bien..., entonces, ¿por qué no utilizan fondos del Banco Vaticano? Su eminencia tiene poder para ello, y si es tan importante para el Vaticano, estoy seguro de que su cardenal Lienart goza de la autoridad suficiente como para convencerles de que liberen esa cantidad.
En ese momento el enviado de Lienart se quedó mudo.
—Oh, padre Mahoney, no me subestime usted, ni tampoco el cardenal Lienart debe hacerlo. Cuantas más cosas sabe uno, o alega saber, más poderoso es. No importa si las cosas son ciertas. Lo que cuenta, recuerde, es poseer un secreto, y yo siempre poseo muchos secretos.
—El comportamiento y las acciones son como un espejo en el que cada uno muestra su imagen real, pero sólo Dios sabe si ésa es la imagen correcta —dijo Mahoney.
—Oh, ustedes los católicos siempre que pueden utilizan el nombre de Dios para responder ante cualquier acción. Padre Mahoney, para mí, Dios no es más que una palabra para explicar el mundo; cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión.
—¿Está usted entonces dispuesto a entregar los diez millones de dólares al Vaticano?
—Sólo pongo una condición para ello.
—¿Cuál?
—Poder admirar el documento que desean ustedes comprar antes de que sea introducido en el Archivo Secreto Vaticano. Si aceptan mi condición, mañana mismo tendrán el dinero en su cuenta suiza —propuso Wu.
—Perfecto, aceptamos —confirmó el hermano del Círculo Octogonus—. Dé la orden de transferencia a este número de cuenta.
Horas después, en la soledad de su habitación, Mahoney marcó el número privado del cardenal Lienart.
—¿Dígame? —preguntó una voz al otro lado de la línea.
—Sor Ernestina, soy el padre Mahoney. Deseo hablar con su eminencia.
—Ahora mismo le paso, padre.
Al otro lado de la línea se podía oír la Sinfonía n° 29 de Mozart, exactamente el
Allegro con spirito,
inundando las estancias vaticanas del secretario de Estado.
—
Fructum pro fructo
—dijo el cardenal Lienart.
—
Silentium pro silentio
—replicó Mahoney.
—¿Cómo ha ido la misión encomendada, padre Mahoney?
—Bien, eminencia. Hemos alcanzado nuestros objetivos.
—¿Sin ninguna condición por parte de Wu?
—Ha pedido ver el libro antes de incorporarlo al Archivo Secreto Vaticano —aclaró Mahoney.
—No debemos fiarnos de Wu. Él ya sabe lo valioso que puede ser para nosotros ese libro y estoy seguro de que realizará algún extraño movimiento para intentar quedarse con él. Conozco muy bien a Wu y sé de qué hablo. Sólo puedo decirle que al perro que tiene dinero, se le seguirá llamando siempre «señor perro». Le diría, padre Mahoney, que el dinero en el caso de Wu no cambia a las personas, tan sólo aumenta la maldad que anida en ellas. Debemos tener cuidado con él —advirtió Lienart.
—¿Qué podemos hacer en caso de que intente algo, eminencia?
—Esperar. Un sabio dijo un día, querido Mahoney: «Consulta el ojo de tu enemigo, porque es el primero que verá tus intenciones». Nosotros debemos ser ese ojo del enemigo y estar vigilando para conocer de antemano las intenciones de Wu. Sólo si intenta algo, tomaremos represalias. Mientras tanto, lo único que nos queda es la paciencia, que es uno de los mejores caminos para alcanzar nuestros propósitos. Y ahora regrese cuanto antes a Roma. Lo necesito aquí —ordenó el cardenal Lienart.
—Por supuesto, eminencia. Tengo previsto salir mañana por la mañana. El señor Wu me ha ofrecido su avión privado para trasladarme hasta Roma y he aceptado.
—¡Ah! Por cierto, padre Mahoney, quiero ser el primero en informarle de que ha sido usted propuesto a Su Santidad para ser consagrado como obispo. Me imagino que se le comunicará oficialmente su nombramiento por el cardenal Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación de los Obispos, y por el cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado —anunció el cardenal Lienart—. De cualquier forma, deseo ser el primero en darle mi más sincera enhorabuena, monseñor Mahoney.
—Muchas gracias, eminencia, pero no creo merecer ese destino.
—No sea usted modesto. La modestia es el arte de animar a la gente a que se encuentre por sí misma y descubra cuán maravilloso y útil puede llegar a ser, y usted, monseñor Mahoney, ha demostrado ser un fiel y valeroso defensor de la fe. Se merece el nombramiento. Mañana tengo que despachar con Su Santidad, ocasión en la que le pediré que sea él personalmente quien le imponga los símbolos episcopales: el anillo, el báculo y la mitra —dijo Lienart—. Y ahora, mi fiel Mahoney,
fructum pro fructo
.