El laberinto de agua (13 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Cómo de secreto?

—Tranquila. Cuenta con la misma seguridad que en la sede de la fundación —dijo Sabine Hubert para calmar a la joven—. Se ha reunido un equipo de expertos para avanzar con la restauración y la traducción.

—¿Conozco a alguno de ellos?

—Tú no, pero muchos de ellos sí conocían a tu abuela. El profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt es experto en papiros; el profesor Burt Herman, el mayor especialista en origen del cristianismo y responsable del Departamento de Religión de la Universidad de Chicago; Efraim Shemel, experto en lengua copta y profesor en la Universidad de Tel Aviv, y por último, John Fessner, científico del Instituto de Ciencias Avanzadas de Ottawa, es toda una eminencia en datación por radiocarbono. Empezaremos por despegar las páginas que conforman el libro y luego trataremos de unir a cada una de ellas los casi un millar de fragmentos que entregaste en la caja y que venían con el libro.

—¿Cuánto tiempo se necesitará para comenzar a tener una idea del texto?

—No lo sé todavía, Afdera. Tenemos que ir paso a paso hasta llegar al final. El señor Aguilar también ha dejado claro al equipo que debemos trabajar en absoluto secreto para evitar crear cualquier tipo de expectación ante el libro.

—De acuerdo —replicó Afdera—, pero no tengo tanto tiempo como parece. Necesito cuanto antes conocer su contenido.

—No te preocupes, intentaremos hacerlo lo más rápido que podamos. De todos modos, ten cuidado.

—Sí, Sabine, lo tendré. Sé cuidarme sola. De cualquier forma, te dejaré el teléfono de mi hotel en Alejandría por si necesitas ponerte en contacto conmigo.

—Perfecto. Cuídate mucho. Sería conveniente que de regreso a Europa te pasases por Berna, así podrás conocer al equipo y verás tú misma cómo llevamos a cabo la restauración.

—Así lo haré, Sabine. Muchas gracias.

Sobre las cinco de la tarde, Hamid, el chófer de Liliana, la esperaba ya en la puerta del hotel para llevarla hasta la casa de la ojeadora.

El edificio donde residía Liliana Ransom era muy típico de Alejandría. De color marrón, resquebrajado por el paso de los años y lleno de humedades, escondía su esplendor de antaño. El ascensor no funcionaba, así que la joven se vio obligada a subir los seis pisos a pie. En el descansillo tan sólo había una gran puerta. Al tirar de la campanilla, le abrió una mujer algo obesa.

—Vengo a ver a la señora Ransom —dijo, temiendo haberse equivocado de piso.

—Es aquí. Pase, por favor. La acompañaré hasta la terraza.

Unos largos corredores, llenos de estantes con libros perfectamente ordenados por temas y materias, daban paso a unos amplios salones abiertos al mar. Los salones parecían más pequeños museos llenos de vitrinas que estancias de una casa privada. El pasillo principal desembocaba en una gran terraza desde la cual se podían divisar las faraónicas obras de la Biblioteca de Alejandría.

Durante los meses de primavera, la casa de Liliana se convertía en centro de reunión de intelectuales y artistas que se dedicaban a fumar la tradicional pipa de agua. Entre ellos se encontraban el director de cine Youssef Chahine, el cantautor Georges Moustaki y Petrou, hijo del poeta Konstantinos Kavafis. Liliana lo llamaba el «Grupo Alejandrino», porque todos ellos habían nacido en la mítica ciudad.

Mientras miraba el mar, Afdera escuchó a Liliana dando instrucciones en árabe a Hamid, que se había puesto una elegante chaqueta y unos guantes blancos para servir.

—Vaya, veo que Hamid sirve para todo —señaló Afdera.

—Y te aseguro que todo lo hace estupendamente. Las noches en Alejandría son muy tristes para una soltera como yo, así que las pipas de agua, la música de Moustaki y mi musculoso Hamid me las alegran —dijo divertida Liliana, guiñando un ojo a la joven—. Ahora pasemos dentro para probar los exquisitos platos que nos ha preparado Aasiyah.

Ante las dos mujeres se alineaban en una mesa una gran variedad de manjares de diferentes colores, olores y sabores. Después de servirse unas pequeñas porciones regresaron a la terraza. La brisa del mar era suave y el sonido tan sólo se veía alterado por las bocinas de los automóviles que circulaban por la calle, unos metros más abajo.

—Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí? —preguntó Liliana.

—Judas Iscariote.

—Sabía que, tarde o temprano, alguien se presentaría ante mí y pronunciaría el nombre de Judas. ¿Qué quieres saber?

—Necesito que me cuentes todo lo que sepas sobre el evangelio. ¿Cómo llegó a manos de mi abuela? ¿Cómo y dónde se descubrió? ¿Por qué manos pasó el libro? ¿Quién lo tuvo en su poder? ¿Por qué se desprendieron de él? Mi abuela dejó el libro en una caja de seguridad de un banco de Nueva York y junto a él depositó un diario en donde detalla todas las pistas sobre el evangelio. En él te menciona a ti.

—Muchas de las preguntas que haces no sé si podré responderlas. Las personas que nos dedicamos a este negocio no solemos hablar demasiado sobre quienes nos facilitan una pieza en concreto. Tal vez hay una ley no escrita que impide que revelemos nuestras fuentes. Te ayudaré en lo que pueda —dijo Liliana, acomodándose en un sofá lleno de cojines—. Pregunta lo que quieras.

—Quiero que me hables primero de Hany Jabet, el excavador, de un tal Mohamed y de un copto llamado Abdel Gabriel Sayed. Mi abuela escribió en el diario que fueron ellos los que encontraron el evangelio.

—No es del todo exacto. Te lo explicaré. El libro fue descubierto a mediados de los años cincuenta por un excavador llamado Hany Jabet, por un amigo de éste llamado Mohamed y por un familiar de este último cuyo nombre desconozco. Los tres encontraron el libro en una cueva en Gebel Qarara, muy cerca de Maghagha. Abdel Gabriel Sayed aparece cuando el libro ya ha sido descubierto y los tres campesinos no saben qué hacer con los objetos extraídos de la cueva, entre ellos el evangelio. Sayed es un campesino copto que reside en Maghagha y el único capaz de llevar el libro hasta El Cairo y conseguir dárselo a un comerciante. Este comerciante era Rezek Badani, pero por ahora no te hablaré de él.

Afdera interrumpió a Liliana cuando se disponía a dar otra calada a la pipa de agua.

—¿Podría conocer a Jabet, a Mohamed o al familiar de éste? —preguntó.

—Lo dudo. Los tres están muertos —respondió la ojeadora ante la mirada sorprendida de Afdera—. ¡Oh! No pienses en misterios ni nada por el estilo. Según parece, los tres sufrieron la muerte típica de los saqueadores de tumbas. De cualquier forma, nadie querría investigar la muerte de tres campesinos. Estamos en Egipto, querida.

—¿Cómo murieron?

—Sé que Hany Jabet y su amigo Mohamed estaban buscando el legendario mercurio rojo para un rico comerciante de El Cairo.

—¿Qué es eso del mercurio rojo?

—El elixir de la felicidad, la riqueza y la salud eternas. Un elemento químico que según las creencias populares se encontraba en cápsulas ocultas en las gargantas de las momias egipcias. Falsos hechiceros convencieron a Jabet y a Mohamed para que penetrasen en una tumba sin ninguna medida de seguridad. Cuando llevaban excavados cerca de diez metros, el túnel se derrumbó sobre ellos y murieron asfixiados. El familiar de Mohamed, creo que era su sobrino, que podía ser el único capaz de localizar la cueva de Gebel Qarara, murió junto a otros cuatro jóvenes de su aldea mientras intentaban extraer un tesoro sepultado a quince metros de profundidad. Los cinco quedaron enterrados vivos. Cuando fueron a rescatarlos, ya estaban muertos, y los arqueólogos oficiales descubrieron un mausoleo faraónico a tan sólo dos metros más allá de donde estaban excavando los cinco muchachos.

—Es decir, que tanto Jabet, como Mohamed, como el sobrino de éste, que son el primer eslabón del libro, están muertos.

—Así es. Pero sé que tanto Abdel Gabriel Sayed como Rezek Badani viven todavía, si es que algún rico coleccionista estafado no los ha encontrado antes que tú.

—Espero que no. ¿Cómo puedo localizar a Sayed?

—Muy sencillo, alquila un coche en El Cairo y ve a Maghagha, está al sur, a unos doscientos cincuenta kilómetros. Allí lo encontrarás.

Una hora más tarde, Hamid dejó a Afdera en la puerta del Hotel Cecil Alexandria. Había sido una noche provechosa sin duda alguna. Antes de subir a su habitación la joven pidió en recepción que a la mañana siguiente le reservasen un vuelo de regreso a El Cairo.

Esa misma madrugada, dos hombres vestidos de negro caminaban por la Corniche en dirección a la residencia de Liliana Ransom. Entraron sigilosamente en el edificio sin ser vistos, subieron las seis plantas y se introdujeron en el piso de la ojeadora.

El padre Spiridon Pontius se dirigió hacia la zona de servicio en donde dormía Aasiyah, la criada. Al entrar en la habitación pudo oír los ronquidos de la mujer.

De una bolsa de cuero que llevaba en bandolera extrajo un tubo duro de plástico e introdujo en su interior una especie de collar de alambre grueso, dejando salir un extremo del cable por uno de los lados del tubo. Con un rápido movimiento, Pontius se subió sobre la mujer y pasó el alambre alrededor de su cuello. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre su nuca, con la derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulando a Aasiyah. Con cada tirón del alambre, el padre Pontius notaba cómo disminuía poco a poco la resistencia de la criada. Después de unos segundos, la mujer estaba muerta. Tras comprobar que no tenía pulso, el padre Pontius cerró cuidadosamente los ojos de su víctima, le empujó la lengua dentro de la boca y, levantando la mano derecha y haciendo la señal de la cruz, dijo:


Fructum pro fructo. Silentium pro silentio
.

Al otro lado de la casa, el padre Cornelius entró en la que parecía la habitación principal. En una gran cama con dosel dormía semidesnuda Liliana Ransom. El asesino cogió entre sus manos enguantadas el cinturón de seda de la bata de la mujer y se acercó a ella. Con rapidez, se lo colocó alrededor del cuello y apretó. Liliana Ransom, boca abajo, intentaba luchar por todos los medios con su atacante, que no aflojaba la presión, haciéndole más difícil respirar. Cornelius no estaba dispuesto a soltar su presa. La ojeadora, en un último intento por tomar algo de aire, relajó su cuerpo para hacer creer a su atacante que estaba muerta. La mujer intentó alcanzar, sin demasiado éxito, un pequeño obelisco de mármol que tenía de adorno en la mesilla. El asesino del Octogonus era demasiado experimentado para que una mujer así le sorprendiese. Unos segundos después, Liliana Ransom estaba muerta.

El padre Cornelius permaneció un poco más apretando el cinturón para asegurarse de que la mujer había fallecido. Al levantarse de la cama, comprobó que tenía húmedos los pantalones. La mujer, en su desesperación por conseguir que entrara aire en sus pulmones, se había orinado encima, mojando la cama y los pantalones de su asesino.

Sin pronunciar palabra, como si de un autómata se tratase, el asesino, utilizando el mismo cinturón, agarró las manos de la muerta por detrás y se las ató. Posteriormente cogió un pañuelo que había sobre una mesa auxiliar y le tapó la boca. Después tomó el pequeño obelisco de mármol, lo untó con crema facial de la víctima y se lo introdujo en el ano.

Antes de salir de la habitación, el padre Cornelius miró el cadáver de Liliana Ransom, levantó los dedos de su mano derecha y pronunció las palabras del Octogonus —
Fructum pro fructo. Silentium pro silentio
— mientras arrojaba sobre la cama un octógono de tela con las siguientes palabras:
Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios
.

—Pensarán que la han violado. La policía creerá que es un delito sexual. Una extranjera atacada por un árabe en un violento juego sexual —le dijo al padre Pontius cuando se encontraron en una de las estancias de la casa.

Los dos hombres abandonaron el edificio, perdiéndose en las calles de una Alejandría que comenzaba a despertarse. Horas después, la policía detenía a Hamid, acusado del asesinato de Liliana Ransom y su criada. Sus huellas dactilares aparecían por toda la habitación, incluso en el pequeño obelisco de mármol.

Cuando Afdera subía por la escalerilla del avión en el aeropuerto de Alejandría, aún no sabía que el evangelio de Judas se acababa de cobrar las dos primeras víctimas, y la cuenta seguiría.

El temible y oscuro Círculo Octogonus estaba ya tras sus pasos.

V

Hong Kong

Al padre Mahoney los largos viajes en avión le resultaban cada vez más pesados, y aún no se había recuperado de sus visitas a Laja y Armenia. Aunque esta vez viajaba en primera clase, el secretario del cardenal Lienart no llevaba demasiado bien los largos trayectos, pero no debía quejarse, al fin y al cabo tenía una misión que cumplir en nombre del Círculo Octogonus y en defensa de la fe.

Una vez en la ciudad asiática, un Rolls-Royce del exquisito Hotel Península le recogió en el aeropuerto. Tenía órdenes de esperar en el hotel una llamada de uno de los ayudantes del poderoso Delmer Wu, el hombre más rico de Hong Kong.

El magnate era propietario del hipódromo de la colonia, de más de un millón de metros cuadrados en Hong Kong; de la WuOil, una de las más grandes refinerías petrolíferas de Asia; de navieras como la Hong Kong Cargo, cuyos contenedores cruzaban los océanos de punta a punta de la tierra; de una isla privada llamada Waglan, al sureste de la colonia y que había convertido en una auténtica fortaleza, y, según algunas malas lenguas, era uno de los mayores traficantes de ciertas sustancias prohibidas.

De lo que no cabía la menor duda era de que Wu tenía la mayor y más importante colección de manuscritos antiguos. Rondaba las catorce mil piezas y abarcaba más de cinco mil años de historia: desde fragmentos de los rollos del mar Muerto a importantes manuscritos budistas, desde cartas autografiadas por el mismísimo Enrique VIII a leyes firmadas, de puño y letra, por el emperador Napoleón. Su sueño era crear un museo en Hong Kong que sirviera como punto de referencia para la historia no sólo de Asia, sino de toda Europa.

Entre las leyendas que se contaban del millonario hongkonés, estaba la de la adquisición de varios fragmentos de los rollos de Qumrán. Wu había comprado a un vendedor desconocido hasta diez pequeños fragmentos de los famosos rollos, en donde en cada uno aparecía una sola letra. El millonario había pagado cien mil dólares por los diez fragmentos, o lo que es lo mismo, diez mil dólares por letra Una vez adquiridos, debía sacar los fragmentos ilegalmente del país en donde se había llevado a cabo la operación. Para ello, y según los rumores, Wu utilizó a su bella esposa Claire, una auténtica muñeca de porcelana asiática de ojos azules. Alguien dijo que los diez pequeños fragmentos habían sido introducidos en un tubo, como los que se utilizaban para conservar los cigarros habanos, y que Claire Wu los había pasado a través de las diferentes aduanas introducido en su vagina.

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