Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
Afdera y Dickins se dirigieron por una puerta trasera hasta una zona blindada del banco. Tras saludar al guardia armado, el director extrajo una llave y abrió la reja que daba acceso a la cámara de cajas de seguridad.
—Según la ficha que tenemos en nuestro poder, la caja de su abuela es la 1-4-2. Si me permite su llave, le haré entrega de la caja.
—Por supuesto, aquí está —dijo quitándose por vez primera la llave del cuello.
Dickins metió la llave de Afdera en una de las ranuras e introdujo la suya en la segunda, pero al girar las dos al mismo tiempo, la caja no se abrió. Alarmado, el director intentó buscar una explicación, pero no sabía cómo podía suceder algo así.
—La verdad, señorita, es que esto no había ocurrido nunca —dijo a modo de disculpa.
Afdera le miró visiblemente contrariada.
—No me importa que esto no haya ocurrido ninguna vez. Sólo sé que esta caja de seguridad pertenece a mi abuela y quisiera retirar su contenido. No llevo horas metida en un avión y otras tantas perdida en una dichosa autopista para que ahora me diga que mi llave no abre lo que debería abrir. Quiero que ahora mismo llame a su banco en Manhattan y que ordenen llamar a un cerrajero para abrir la caja, pero no mañana, ni pasado, ni dentro de un mes, sino ahora, en este mismo momento.
El director, algo contrariado, salió a toda prisa de la cámara blindada en dirección a su despacho. Marcó el número de teléfono de la central en Nueva York y pidió hablar con el departamento legal.
—Departamento legal del First National Bank, dígame —contestó una voz femenina al otro lado de la línea.
—Soy James Dickins, de la oficina de Hicksville, Nueva York. Deseo hacer una consulta sobre una caja de seguridad.
—Un momento —respondió la voz—, ¿puede decirme su código de oficina y el número de la caja?
—Sí, cómo no —replicó—. El código de la oficina es el 2441721 y el número de la caja es el 1-4-2.
—Perfecto. Espere un momento, por favor —contestó la voz al otro lado de la línea.
Un minuto después, la voz indicó al director que ese número de caja debía ser confirmado con el vicepresidente Denton Halston, responsable del departamento legal del banco.
—Enseguida le paso con el señor Halston.
Cuatro tonos después, una gruesa voz respondió la llamada.
—Soy Denton Halston. ¿Quién es usted?
—Soy James Dickins, director de la oficina de Hicksville, aquí, en Nueva York. Quería... —La voz de Dickins quedó interrumpida bruscamente por la de Halston.
—Escúcheme bien. Voy a hacerle varias preguntas y quiero que me responda brevemente —ordenó—. ¿Quién es la persona que quiere abrir esa caja?
—Se llama Afdera Brooks y dice... —Nuevamente fue interrumpido por el alto ejecutivo del First National Bank.
—¿Es una mujer joven o anciana? —preguntó.
—Es joven. Tendrá alrededor de treinta años.
—¿Funciona su llave?
—No, pero debe de ser porque esta oficina hizo reformas en 1975 y se cambiaron las cerraduras.
—¿Cómo es que esa joven no tiene la llave correcta? —preguntó Halston.
—Porque como la señora Brooks no era clienta asidua, jamás pudimos entregarle su nueva llave —respondió.
—Bien. Abra la cerradura, incluso llame a un cerrajero si es necesario, y entréguele la caja de seguridad para que pueda retirar su contenido —ordenó Halston.
Cuando Dickins pretendió despedirse del vicepresidente, pudo oír cómo su interlocutor colgaba el aparato. Una hora después, regresaba a la cámara con un hombre vestido con un mono de trabajo y un soplete en la mano.
—¿Es que piensa robar el banco? —preguntó la joven.
—Ahora sabemos lo que ha pasado —se disculpó de nuevo como para ganar tiempo—. Su abuela contrató la caja de seguridad en 1965, hace ahora quince años, pero, en 1975, el banco acometió una serie de reformas, incluida la cámara de seguridad. Se sustituyeron las cerraduras exteriores de las cajas, y como su abuela no es cliente habitual, no le pudimos facilitar la llave nueva. De cualquier forma, no se preocupe, Sonny abrirá la caja.
El olor del gas propano del soplete hacía el ambiente casi irrespirable en el interior de la cámara, pero Afdera tenía órdenes expresas de su abuela de no separarse jamás de la llave. Casi una hora y media después, el cerrajero consiguió abrir la puertecilla blindada que daba acceso a la caja 1-4-2. El director la extrajo y la sujetó entre sus manos.
—¿Desea usted que le preste mi despacho para estar más tranquila? Es lo mínimo que puedo hacer por los inconvenientes que le hemos ocasionado.
—Muy amable, muchas gracias —respondió.
Afdera, ya en el despacho y sentada ante la caja metálica, se dispuso a conocer el secreto que tan celosamente había guardado su abuela durante los últimos quince años. Antes de abrirla, recordó las palabras pronunciadas por la anciana: «El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar. Es muy importante para la cristiandad».
Dentro de la caja había un libro envuelto con una tapa de cuero muy deteriorado. El papiro se había convertido en fragmentos quebradizos que fácilmente podrían resultar menos valiosos que el polvo. El libro estaba compuesto por unos treinta y dos pliegos escritos por ambas caras. Junto al deteriorado ejemplar había también un grueso diario escrito a mano y atado asimismo por una cuerda de cuero.
Sin tocar el ejemplar antiguo, Afdera agarró el diario y lo abrió por la primera página. Enseguida reconoció la letra redonda característica de su abuela y leyó la primera frase: «Tenía una misión. Judas me estaba pidiendo que hiciera algo por él. Ahora que lo pienso, es más que una misión. Creo que Judas me eligió para rehabilitarlo y ahora, tú, querida nieta, serás la encargada de llevar a buen término este cometido: la rehabilitación del apóstol Judas. Ésta será tu misión y este diario que te lego serán tus primeros pasos para ello. Cuida del evangelio perdido, el evangelio de Judas». No se lo podía creer. Ante ella tenía lo que tal vez podrían ser las últimas palabras del apóstol que supuestamente traicionó a Jesucristo.
La tarde caía ya sobre Hicksville, y a pesar de que el banco estaba cerrado, Afdera y el director James Dickins todavía permanecían en su interior. El sonido del timbre sobresaltó al guardia de seguridad. Era la secretaria que volvía con una caja vacía en la mano para transportar el libro. «Es perfecta», pensó Afdera cuando la vio.
—Ahora necesito varios folios en blanco para forrar la caja —pidió la joven a Dickins.
Con manos expertas, acostumbradas a manejar obras de arte milenarias, Afdera fue trasladando desde la caja de seguridad a la de plástico el cuerpo principal del libro y los casi un millar de minúsculos fragmentos de papiro desprendidos de los bordes de las páginas y desperdigados por la caja metálica. Una vez que comprobó que no había quedado ningún fragmento más en la caja de seguridad, la cerró y se la entregó al director.
Afdera salió del banco y un estremecimiento le recorrió la columna. Estaba perdida en un rincón de Nueva York y tenía entre sus manos un documento no sólo muy valioso, sino que podría poner en tela de juicio cualquier dogma de la Iglesia católica, tal y como hoy era conocida.
Esa noche tenía previsto ir a Manhattan y dormir en algún buen hotel de la ciudad, pero con semejante cargamento entre sus manos, prefirió no arriesgarse y pasar la noche en el hotel que le había reservado Sampson Hamilton en Hicksville.
Se dirigió al Tumblin Inn, se registró y le pidió al recepcionista que no la molestaran. Esa noche la pasaría en vela, leyendo el diario de su abuela y admirando el libro que se encontraba ante ella, metido en una caja de plástico sobre la cama. La joven decidió llamar por teléfono a su abuela, pero miró el reloj. «Es de madrugada en Europa. La abuela estará todavía durmiendo. Mañana será otro día», pensó.
Durante toda la noche, hasta el amanecer, la joven leyó las palabras escritas por su abuela. Cada dato, cada cifra, cada fecha, cada nombre fueron apareciendo en las páginas del diario. Afdera intentaba retenerlo todo, a pesar del cansancio y el sueño. La joven abrió varias páginas en donde aparecían pegadas de forma desigual etiquetas de hoteles, fotografías en blanco y negro de barcos surcando las aguas del Nilo y servilletas con números y nombres anotados en ellas.
* * *
Ciudad del Vaticano
Una llamada rompió el silencio en la central telefónica del Palacio Apostólico.
—Ciudad del Vaticano, ¿dígame? —respondió el fraile de la Cofradía de Don Orione, responsables de las comunicaciones telefónicas de la Santa Sede desde que se instalara la primera centralita en 1886 por orden del papa León XIII.
—Deseo hablar con el secretario de Estado. Es muy importante —dijo la voz al otro lado de la línea.
—Un momento, le paso con la Secretaría de Estado —indicó el fraile.
Una música sacra sonaba por la línea mientras el telefonista intentaba contactar con algún miembro de la Secretaría de Estado. Finalmente, la música fue interrumpida por una voz.
—Soy el padre Emery Mahoney, secretario privado del secretario de Estado. ¿Qué desea?
De repente, al escuchar el nombre de su interlocutor, la voz pronunció unas palabras en latín.
—
Fructum pro fructo,
favor por favor.
—
Silentium pro silentio,
silencio por silencio —respondió Mahoney.
—Soy Denton Halston. Soy guardián en Nueva York y deseo hablar con el cardenal August Lienart.
—Bien, hermano. Espere un momento —respondió Mahoney.
Al otro lado de la puerta, en el despacho del cardenal secretario de Estado August Lienart, el sacerdote podía oír los compases de la
Sinfonía N°1
de Sibelius. Dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos. La música se detuvo y desde el interior le llegó la voz del cardenal indicándole que podía entrar.
—¿Puedo pasar, eminencia? —preguntó Mahoney con respeto.
—Pase, pase, querido secretario —respondió Lienart, alargando su mano derecha para dejar que el recién llegado besase su anillo cardenalicio con el dragón alado, símbolo de la familia Lienart durante siglos.
—Eminencia cardenal secretario, tengo al teléfono a un guardián. Llama desde Nueva York —reveló el secretario.
Lienart permanecía de pie en silencio observando la plaza de San Pedro a sus pies. De repente, se giró hacia su secretario.
—Bien, páseme la llamada a mi teléfono de seguridad —ordenó el secretario de Estado vaticano a Mahoney mientras éste se retiraba ya hacia la puerta.
Unos segundos después sonaba el teléfono rojo que Lienart tenía a un lado de su mesa. La voz volvió a pronunciar las palabras en latín.
—
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
—respondió el alto miembro de la curia.
—Soy Denton Halston, guardián en Nueva York, y deseo informarle de un acontecimiento —dijo el vicepresidente del First National Bank.
—Le escucho, hermano —indicó Lienart.
—El evangelio ha sido extraído de la caja de seguridad.
—Bien, querido hermano. Su mensaje ha sido recibido.
Mientras Lienart cortaba la punta de su cigarro habano con un cortapuros de plata, llamó a su secretario a su presencia.
—Pase, querido Mahoney, creo que tengo una misión para usted.
—¿Qué desea de mí, eminencia?
—Será usted mi nuevo ángel anunciador —dijo Lienart mientras una sonrisa gélida recorría su rostro—. En el plazo de dos días irá a siete puntos diferentes del planeta con el fin de entregar una carta sellada para siete hermanos que deberán reunirse con usted en la iglesia de Santa Maria della Salute, en Venecia, en una fecha y una hora que yo mismo estableceré. Hasta que eso ocurra, deberán estar preparados.
—Sí, eminencia.
—Ocúpese de que esté todo dispuesto y de que nuestros hermanos sean acogidos de forma confortable hasta que reciban mis órdenes.
—Por supuesto, eminencia, así lo haré —respondió su secretario.
El padre Emery Mahoney tenía poco más de cuarenta años y era de origen irlandés. Sin su alzacuellos, muchos entre la curia vaticana aseguraban que podría parecer más un típico agente de Wall Street que el cada vez más influyente secretario privado del cardenal Lienart.
Mahoney había llegado al Vaticano desde Nueva York, donde había hecho una brillante carrera trabajando en las escuelas de Harlem con los niños menos favorecidos. A modo de recompensa, el religioso fue trasladado a la catedral de San Patricio como ayudante del deán. Sus antiguas tareas con los niños de Harlem se convirtieron en visitas a residencias de millonarios de Park Avenue, la Quinta Avenida o Central Park. Sus niños problemáticos dieron paso a meriendas, fiestas y recepciones a las que era invitado por los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad neoyorquina. Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio. Estuvo involucrado en esa tarea hasta que fue reclutado por el cardenal Lienart cuando éste era prefecto de la Santa Alianza, el poderoso e influyente servicio de inteligencia de la Santa Sede, conocido entre la curia como la Entidad.
Con el paso del tiempo, Mahoney entró a formar parte del llamado Círculo Octogonus, una organización secreta formada por ocho religiosos ex agentes de la Entidad dispuestos a «morir por el tormento, en el nombre de Dios» y siempre bajo órdenes directas del propio Lienart.
Cuando el cardenal fue cesado de su cargo de responsable de la Entidad por el anterior Papa, los ocho miembros del Octogonus permanecieron fiel a él y a sus directrices. Mahoney pasó entonces a ocupar su secretaría tras el extraño suicidio de su anterior secretario, monseñor Vaclav Przydatek, que se había arrojado desde lo alto de la escalera de Bramante cuando iba a ser detenido por la Gendarmería Vaticana para prestar declaración por un oscuro asunto en el que estaba implicado.
—Si no desea nada más de mí, me dispongo a retirarme con su permiso, eminencia.
—Puede retirarse. Buenas noches, padre Mahoney —respondió Lienart.
Tan pronto como su secretario hubo cerrado la puerta, Lienart pidió a uno de los auxiliares de la Secretaría de Estado que le pusiesen en contacto con algún miembro del
L'Osservatore Romano,
el diario oficial de la Santa Sede.
—Enseguida, eminencia —dijo el auxiliar.
Mientras esperaba la comunicación, Lienart seguía fumando su cigarro habano y observando la plaza de San Pedro, cada vez con menos turistas. Ésa era la hora que más le gustaba para poder admirar las vistas desde la ventana de su despacho.