Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
Con el cuerpo medio introducido en el interior de la tinaja, consiguió alcanzar la pesada caja y levantarla hasta la superficie. Con sumo cuidado la depositó en el suelo arenoso y permaneció unos minutos callado contemplando aquel descubrimiento.
De repente, el silencio se rompió con las maldiciones de Mohamed, que había accedido al interior de la cueva sujeto con una larga cuerda a la cintura. Al intentar apoyar los pies sobre uno de los ataúdes, la tapa cedió dejando al descubierto uno de los cuerpos. Junto a él se encontraban varios frascos de vidrio, envueltos en paja y papiro.
—Esto es por si era más profunda la cueva —explicó Mohamed algo avergonzado mientras intentaba desprenderse de la cuerda, deshaciendo sus nudos.
Los dos hombres, a pesar de ser analfabetos, sabían muy bien que aquella caja valdría una buena cantidad de dinero. Mohamed extrajo una cuña metálica y comenzó a buscar el borde exterior. Con un golpe seco, consiguió introducir la cuña para hacer palanca hasta que la tapa cedió.
Los dos
fellahim
miraron con curiosidad en su interior y descubrieron una especie de trapo descolorido que envolvía un objeto. Al comenzar a desplegar los pliegues del tejido, vieron algo que parecía un libro muy antiguo con tapas de cuero y escrito en papiro con unos extraños símbolos. Estaba muy bien conservado, probablemente debido a que el sellado de la caja, de la tinaja y de la entrada a la cueva lo había preservado de las inclemencias del tiempo durante siglos.
Sin pensarlo, los
fellahim
decidieron envolver nuevamente el manuscrito y lo depositaron en su lugar. Luego pusieron la caja en el interior de la tinaja antes de cerrarla. Los dos hombres salieron al exterior de la cueva y entre los tres colocaron la lápida pulida tapando la entrada. A continuación, comenzaron a cubrir la losa con grandes paladas de arena y piedras.
Mientras se alejaban del lugar a lomos de sus burros, Mohamed preguntó a Hany:
—¿Qué hacemos ahora? ¿A quién se lo decimos?
Hany, que marchaba delante, se giró.
—A nadie. No debemos decírselo a nadie. Dile a tu sobrino que como me entere de que se ha ido de la lengua, yo mismo, con mis propias manos, lo descuartizaré, le embadurnaré el cuerpo con sal y lo envolveré después en piel de cerdo.
Mohamed y su sobrino eran musulmanes; Hany, copto.
—No te preocupes por él —le advirtió Mohamed—. Por su bien, mantendrá la boca cerrada.
Hacia mediodía, la pequeña caravana había llegado al pueblo. Hany se despidió de sus compañeros y les indicó que no se pusiesen en contacto con él hasta que no les llamase. Hany Jabet intentaba por todos los medios no levantar sospechas en su poblado y menos aún que la policía se enterase.
Sin pronunciar una sola palabra, Hany entró en su casa, besó a su esposa en la frente, cogió una bolsa e introdujo en ella algo de ropa limpia y una imagen sagrada del Adra, la Virgen María. A continuación salió de la casa y se dirigió hasta la salida del poblado para esperar al desvencijado autobús que le llevaría a la cercana ciudad de Maghagha.
Tras un viaje de una hora por carreteras polvorientas y llenas de baches, el autobús se detuvo nada más cruzar el brazo del Nilo. El frenazo hizo que Hany se despertara del largo sueño en el que se había sumido. Había sido un día agotador.
Se apeó del autobús y se dirigió hacia un hombre que vendía dátiles secos en una esquina para preguntarle el nombre de una calle. El vendedor se levantó y comenzó a explicarle cómo llegar a su destino.
Tras unos minutos caminando, Hany llegó por fin a una casa con un patio delantero. Varios niños jugaban con un balón de goma en la calle. El excavador asomó la cabeza para ver si había alguien dentro. Desde el interior una voz de mujer le preguntó qué deseaba.
—Quisiera ver al señor Abdel Gabriel Sayed —pidió Hany mientras veía cómo la mujer se acercaba hasta él secándose las manos.
—Mi marido debe estar a punto de llegar. Si quiere, puede usted esperarle en el interior —ofreció la mujer, abriendo la puerta para permitir el acceso al recién llegado.
La casa de Sayed era la típica de una humilde familia copta tradicional. Al entrar, Hany pudo detectar el penetrante olor del
regiff
árabe y del
samma baladi,
la mantequilla clara. El excavador sabía que Sayed era una persona trabajadora que se dedicaba al cultivo de ajo, alubias, trigo y caña de azúcar, pero para aumentar sus ingresos con los que alimentar a su numerosa familia, como muchos otros en esta zona de Egipto, se dedicaba a buscar cualquier objeto interesante susceptible de poder venderse en los mercados. Su hallazgo más importante habían sido varios tejidos antiguos coptos de los siglos IV y V, descubiertos en una cueva cercana a El-Lahun. Hany sabía que, gracias a estos hallazgos, Sayed tenía buenos contactos con varios comerciantes en El Cairo y Alejandría. Aunque, para ser realistas, sus contactos no pasaban de ser pequeños joyeros que adquirían cualquier baratija que se les llevase, desde amuletos, telas, trozos de vasijas o lo que pudiese ser considerado de cierto valor.
Por supuesto, desde que la pieza se hallaba en el Egipto Medio hasta que llegaba a los comercios de El Cairo, podía aumentar su precio hasta un doscientos por ciento sobre su valor real. Naturalmente, los comerciantes se aprovechaban de la incultura de los excavadores, que sólo hablaban el dialecto local, pero aun así, Sayed siempre sabía sacar buen partido a las piezas que trasladaba él mismo en un agotador viaje en coche de tres horas desde Maghagha hasta la capital.
El comercio de este tipo de piezas era tan antiguo como la propia civilización egipcia. Desde el siglo XIX, exploradores y conquistadores llegados desde Europa descubrieron Egipto y sus riquezas del pasado. Algunos de sus mayores tesoros, como la Piedra Rosetta, se habían encontrado en tumbas y después se habían comprado o incluso robado para su posterior envío a Europa, en donde se exhibían en importantes museos de Londres, Berlín, San Petersburgo o Roma. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando Egipto alcanzó su plena independencia, los líderes del país comenzaron a poner serias restricciones al comercio ilegal de antigüedades, en un intento de controlarlo más que de frenarlo.
Una ley aprobada en los años cincuenta concedía a los marchantes seis meses para registrar los objetos que tuvieran en su posesión y restringir así su venta. Con el paso de los años, el gobierno egipcio buscó nuevos mecanismos para controlar más ese comercio ilegal. No obstante, esas medidas poco o nada pudieron hacer con una actividad que, aun siendo muy perseguida, era difícil de atajar debido a los altos beneficios que se obtenían con ella.
Por esta razón, existía un mercado lucrativo e ilegal de piezas que eran sacadas directamente de tumbas o de excavaciones, objetos en cuestión que no aparecían en ningún registro y que, por tanto, no existían para la administración de antigüedades de Egipto.
Los egiptólogos de todo el mundo y los expertos en antigüedades de la zona solían decir: «Un objeto egipcio es considerado falso o de sospechosa procedencia a no ser que se demuestre lo contrario». Si la administración egipcia descubría que una pieza había sido vendida después de la aprobación de la ley, podía legalmente reclamar su devolución. Sayed era tan sólo uno de los eslabones más bajos de esta cadena de tráfico ilegal de antigüedades.
Hany se encontraba comiendo dátiles y tomando té con menta cuando oyó fuera de la casa un griterío de niños. Eran los numerosos hijos de Abdel Gabriel Sayed recibiendo a su padre. Hany se puso en pie para saludar al recién llegado.
—Señor Sayed, tengo que hablar con usted en privado —dijo el excavador.
—Bien, déjeme lavarme antes las manos y hablaremos —respondió mientras saludaba a su esposa.
Minutos después ambos hombres se encontraban frente a frente, alrededor de la
tableya,
una mesa baja en donde se alineaban platos con mantequilla, pan y pasta de garbanzos con aceite. De repente, Hany bajó el tono de voz para evitar que alguien pudiese escuchar su conversación. El rostro de Abdel Sayed fue cambiando de expresión mientras Hany le revelaba lo que habían descubierto en la cueva de Gebel Qarara.
Tras permanecer en silencio unos minutos, Sayed ordenó a Hany que no comentase nada de su descubrimiento, y que él se ocuparía de todo. Su idea era viajar en coche hasta la misma cueva, extraer todos los objetos valiosos y volver a tapar la entrada para no dejar rastro del expolio.
—Hay que hacerlo todo con el mayor sigilo para que ni la policía ni otros ladrones de tumbas puedan saber lo que nosotros hemos averiguado —dijo en voz baja—. De cualquier forma, es mejor que hoy duerma en mi casa y mañana por la mañana, antes del amanecer, partiremos hacia Gebel Qarara para entrar en la cueva.
Pocas horas después, cuando todavía no se había levantado el sol y el cielo aparecía teñido de violeta y rojo, el destartalado coche de Abdel Gabriel Sayed entraba en el árido valle. Medio kilómetro más allá, el vehículo se detenía ante la entrada de la tumba. Los dos hombres se bajaron y extrajeron del maletero dos palas con las que se pusieron a cavar para abrir el recinto sellado.
Al cabo de media hora, con el sol azotando ya sus espaldas, conseguían abrir la boca de la cueva. El único sonido que les acompañaba era el del viento enfilando por el fondo del valle. Tras encender dos antorchas, Sayed y Hany se arrastraron por el interior de la tumba. El fétido olor era penetrante, pero consiguieron aguantarlo gracias a la corriente de aire fresco que llegaba desde el exterior.
Con un cuchillo, Hany abrió la tinaja y sacó de su interior la pesada caja de piedra caliza. Al abrirla, apareció ante los ojos de Abdel Sayed un libro de hojas de papiro y tapas de cuero, escrito en un idioma que desconocía. Lo volvieron a guardar en la caja, la sacaron al exterior y cerraron la cueva nuevamente con la lápida pulida. Sayed colocó la caja en el maletero del vehículo y la tapó con una vieja lona. Con el mismo sigilo con el que habían llegado, se marcharon del lugar sin dejar la menor pista de la cueva.
Lo que aquellos campesinos no sabían todavía era que el clima seco y caliente de Gebel Qarara había ayudado a conservar uno de los mayores secretos de la cristiandad. Desde el mismo momento en que lo habían extraído de la cueva, dio comienzo la cuenta atrás para su destrucción.
Lo que también ignoraban Hany y Sayed era que acababan de sacar a la luz la palabra de Judas Iscariote desde lo más profundo y oscuro de la historia. Habían pasado mil ochocientos noventa y cinco años desde la muerte del apóstol más querido de Jesús y ahora, en un lugar perdido del Egipto Medio, unos
fellahim
rescataban su testimonio. Aquel libro se convertiría en uno de los hallazgos más importantes de la historia bíblica del presente siglo.
* * *
San Juan de Acre, actual Acre
«¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo he llegado hasta este oscuro lugar? ¿Cómo he llegado hasta esta catacumba? No puedo recordarlo... —se dijo la joven, recostada contra la pared—. Necesito saber cómo he llegado hasta aquí. Recuerda... recuerda... Afdera, intenta recordar. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Hace frío y hay mucha humedad. Ah... sí, ahora mis recuerdos empiezan a ser más claros, comienzo a verlo todo con nitidez. Recuerdo la voz de Ariel gritando mi nombre aquel día de verano. Hacía mucho calor. Sí, ahora recuerdo aquel caluroso día ante aquellas tumbas abiertas cerca de Jerusalén. Recuerdo a Ariel gritando mi nombre para llamar mi atención y aquel mensaje de mi hermana Assal. Recuerdo la llamada a mi hermana desde nuestra casa de Venecia. Sí, lo recuerdo. Recuerdo su mensaje sobre la abuela. Su salud. Se estaba muriendo y quería hablar conmigo. Sí, ahora lo recuerdo... allí empezó todo...».
Jerusalén, años ochenta, siglo XX
Las excavaciones marchaban a buen ritmo bajo el duro calor del verano. Los arqueólogos israelíes e italianos habían descubierto seis tumbas que databan del año I en la zona oriental de Jerusalén.
A pocos metros de la entrada de la tumba 4, se protegía bajo una sombrilla una joven de unos treinta años que se dedicaba a clasificar los osarios y los objetos encontrados en las tumbas abiertas. Trabajaba para la Autoridad de Antigüedades de Israel, la AAI, en el Museo Rockefeller de Jerusalén.
Con manos firmes, la joven iba separando y limpiando con una brocha el polvo pegado durante siglos a los osarios mientras en un cuaderno con tapas de cuero reproducía los símbolos funerarios grabados en ellos.
La voz de Ariel, un joven ayudante de la excavación, sacó a Afdera Brooks de su delicada tarea.
—¡Afdi, Afdi! —gritó el ayudante para llamar su atención.
La joven se levantó al oír su nombre e intentó ver desde qué dirección llegaba la voz, haciendo visera con la mano para evitar el reflejo del fuerte sol.
—¡Estoy aquí! —gritó la joven arqueóloga mirando hacia Ariel.
Ariel corría hacia ella con un papel en la mano. El joven trabajaba como ayudante en las excavaciones mientras cursaba sus estudios de arqueología bíblica en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Durante su servicio militar, Ariel había estado destinado en una división blindada en la Franja de Gaza. Su padre había muerto pocos años antes en la guerra del Yom Kippur. A Afdera le resultaba chocante ver a aquellos jóvenes idealistas hablando de paz y libertad mientras servían en el ejército de Israel.
—Afdi, te traigo un mensaje —le dijo Ariel.
—Gracias, Ari —respondió la joven, apartándose de él para poder leerlo.
—¿Son malas noticias? —preguntó Ariel al ver el rostro de la joven.
—Oh, tengo que llamar a mi hermana. Debe de ser algo urgente.
Unas horas más tarde, ya en su despacho en el Museo Rockefeller, Afdera se dispuso a telefonear a su hermana Assal. Cogió el auricular y marcó el número de su casa: 00, internacional; 39, prefijo de Italia; 41, prefijo de Venecia; y el número, 522 2349.
Tras unos segundos y varios tonos, una voz respondió al otro lado de la línea.
—¿Rosa? —preguntó Afdera.
—¿Señorita Afdera? —inquirió la voz.
—Sí, Rosa, soy Afdera.
—¡Qué alegría escuchar su voz, señorita Afdera! ¿Dónde está usted? —preguntó la criada.
—Llamo desde Jerusalén, desde Israel —dijo Afdera en tono más alto.
—¿Desde dónde llama?
La mujer, ahora algo sorda, estaba al servicio de la familia Brooks desde hacía casi cincuenta años, cuando entró a trabajar para la abuela de Afdera, Crescentia Brooks. Sin ningún familiar vivo, los Brooks habían dejado a la anciana Rosa vivir en el palacio familiar de Venecia. Se había convertido en un miembro más de la familia.