El laberinto de agua (38 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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Rafiq al-Hawasi era alto, vestía bien y sabía cómo introducirse en la alta sociedad de El Cairo. Gracias a Kalamatiano, fue haciéndose cada vez más rico. Incluso llegó a creer que podría ocupar un alto cargo en el gobierno de Sadat. También encontró una buena candidata para ser su esposa: nada más y nada menos que la cuñada del Griego.

Otra de las habilidades de Al-Hawasi era la de saber untar a la hora de agilizar un trato o una exportación fraudulenta. El problema fue que el joven no sabía pasar inadvertido, y eso, en una sociedad como la egipcia, puede acarrear importantes enemigos. La soberbia de Al-Hawasi acabó molestando a muchos.

Tras la operación del 6 de diciembre de 1971 en el almacén de Basilea, Rafiq al-Hawasi y otros veinte implicados fueron detenidos y acusados de contrabando de antigüedades. Le fue aplicada la legislación sobre crimen organizado, al creer el fiscal que el ayudante del Griego era el máximo jefe de una red organizada para cometer actos delictivos.

Un año después de su detención, Rafiq fue condenado a treinta años de prisión. Cuando la sentencia se hizo pública, la sensación general fue que, a pesar de ser un personaje destacado en la alta sociedad y en la esfera política egipcia, se había extralimitado en sus negocios de antigüedades.

Lo más curioso de todo es que el fiscal jamás reveló quién le había enviado los documentos aduaneros de trescientas reliquias faraónicas sacadas clandestinamente de Egipto y en los que aparecía la firma de Al-Hawasi. Algunos apuntaron al propio Kalamatiano, cuando éste descubrió que aquel joven colaborador al que había ayudado a hacerse rico había desviado algunas piezas, incluido un valioso sarcófago, hacia un comprador directo sin ponerlo en su conocimiento. Aquel acto supuso su condena ante los tribunales y también ante el mundo del comercio de antigüedades. Nadie volvería a abrirle las puertas a aquel joven ambicioso que había intentado engañar a uno de los comerciantes de antigüedades más famoso del planeta, no sólo ante los coleccionistas, sino también ante varios departamentos de policía expertos en protección del patrimonio.

Kalamatiano había nacido en la isla de Corfú. Muchos de sus colaboradores lo comparaban con el millonario Aristóteles Onassis. Alto y casi calvo, llevaba un parche negro cubriendo su ojo derecho. La leyenda aseguraba que cuando era más joven, había tenido una pelea con dos orientales en un oscuro bar del puerto de Hong Kong. Uno de ellos le había arrancado el ojo con un gancho, pero Kalamatiano consiguió matar a sus dos atacantes. Otra versión narraba que Kalamatiano había intentado vender las cenizas de Nurashi, el primer emperador chino, al jefe de una tríada, quien, al descubrir que eran falsas, ordenó secuestrar al marchante y le extirpó el ojo hasta que el Griego decidió devolverle el dinero. Pero todo esto no eran más que leyendas que a Kalamatiano no le interesaba desmentir para mantener ese halo de misterio que rodeaba todo lo relacionado con su persona. En realidad, el Griego había perdido el ojo derecho siendo niño, cuando un amigo suyo le había arrojado una piedra con un tirachinas.

A pesar de tener un solo ojo, a Vasilis Kalamatiano no se le pasaba una buena pieza, y llevaba siempre ingentes cantidades de dinero en efectivo. Pagaba en el acto, y ésa era una de las razones por las que gozaba de gran popularidad entre los marchantes, ojeadores y excavadores ilegales de todo Oriente Próximo.

Afdera abrió el diario de su abuela y comenzó a leer.

Conocí a Kalamatiano cuando llegué a París. Tras abrir mi primera galería allí, el negocio iba viento en popa hasta que Vasilis comenzó a verme como una posible competidora. Le molestaba incluso que yo pudiese negociar en seis idiomas, mientras él seguía manejándose con su cerrado griego, su rudimentario francés y su escaso inglés. Vasilis se inició en el mundo de las antigüedades gracias a un pariente lejano que tenía un negocio en París. Allí aprendió lo más esencial hasta que su pariente falleció sin dejar herederos y el negocio pasó a sus manos. El Griego comenzó a tener un gran éxito entre los esnobs de la alta sociedad parisina. Era un joven astuto y un hábil negociador que con el paso del tiempo consiguió establecer una gran red de colaboradores e informantes que le llamaban cada vez que salía a la luz alguna pieza interesante en cualquier punto del planeta
.

Afdera miró atentamente una fotografía en blanco y negro en la que se veía a su abuela junto a otros marchantes de antigüedades en una conferencia internacional. Justo detrás de Crescentia Brooks aparecía el rostro serio y redondo, con el parche en el ojo, de Vasilis Kalamatiano. La joven volvió a introducir la arrugada imagen entre las páginas y continuó leyendo.

Su tienda era oscura, con un amplio sótano al que se accedía a través de un estrecho pasillo inundado de cajas. Tras alcanzar el éxito, Kalamatiano necesitaba un brillo de respetabilidad al trasladar a Ginebra todo su negocio, y para ello nada mejor que una esposa suiza. Aimèe, nacida en Ginebra, que dio tres hijos y una hija a Vasilis. Cada año, exactamente el 8 de enero, Kalamatiano comenzaba su ruta de «caza y captura», como a él mismo le gustaba decir. Italia, Grecia, Chipre, Siria, Teherán, Estambul y finalmente El Cairo jalonaban esa ruta
.

Los excavadores ilegales le conocían como el Tuerto, pero jamás se atreverían a llamarlo así en su presencia. Le tenían demasiado miedo. Su gran habilidad era reclutar y, al mismo tiempo, saber tratar mediante pagos de sobornos a ojeadores, buscadores, excavadores y expertos. Recuerdo una de las grandes operaciones llevadas a cabo por el Griego. Vasilis compró una pequeña figura de Isis, Se dijo que la había adquirido en El Cairo o Damasco por unas doscientas libras egipcias, unos cincuenta dólares. Después vendió la pieza a un coleccionista americano por tres mil dólares, lo que significaba un aumento de un seis mil por ciento. Seis años después esa misma pieza podía alcanzar en Sotheby's o Christie's medio millón de dólares
.

Para Afdera estaba claro que Vasilis Kalamatiano formaba parte de un reducido v selecto grupo de personajes que, rozando la ilegalidad, habían sentado las bases del comercio de antigüedades en Oriente Próximo durante la posguerra. Lo importante de personajes como el Griego era tender puentes entre los coleccionistas de Estados Unidos o de Europa con los buscadores de Oriente Próximo.

Todos los marchantes de arte y antigüedades de posguerra como Kalamatiano tenían una serie de rasgos comunes: eran gente sin cultura, pero con buen olfato para rastrear una pieza y, principalmente, no tenían piedad con un competidor.

—¿Señor Kalamatiano? —preguntó Afdera.

—Un momento. Soy la secretaria del señor Kalamatiano. ¿Con quién hablo?

—Soy Afdera Brooks, nieta de Crescentia Brooks. Desearía hablar con el señor Kalamatiano.

—Un momento, señorita Brooks. —Tras unos segundos de espera, la secretaria volvió a coger el teléfono—. Señorita Brooks, el señor Kalamatiano me ha indicado que espere en su hotel su llamada. No se mueva de ahí hasta que nosotros la llamemos.

—¿Sabe cuándo podrá hacerlo, por favor?

—No lo sé. Me limito a transmitirle lo que me ha ordenado el señor Kalamatiano. Espere en su hotel la llamada. Puede ser esta misma tarde o dentro de una semana.

—De acuerdo. Estoy alojada en el Hotel Beau Rivage, en el número 13 del Quai du Mont-Blanc.

Durante cuatro días, Afdera esperó impaciente la llamada, pero al quinto, cuando había decidido abandonar Ginebra para regresar a Venecia, llegó la tan esperada llamada. Kalamatiano iba a recibirla esa misma tarde en su mansión.

—A las dos de la tarde pasará a buscarla Daniele, la chófer del señor Kalamatiano. Esté preparada —ordenó la secretaria.

La mansión de Kalamatiano estaba situada en la Route de Florissant, una de las zonas más exclusivas de Ginebra. Sus terrenos cubrían cerca de cuatro mil metros cuadrados. El edificio estaba rodeado de amplios jardines y un pequeño campo de golf de cinco hoyos. En el perímetro se levantaban dos pequeñas casas, que eran utilizadas por los invitados esporádicos del Griego, una pista de tenis y dos piscinas, una de ellas cubierta.

Al llegar a la mansión, un elegante mayordomo de levita negra se dirigió hasta el Rolls para abrir la puerta.

—Acompáñeme, por favor, señorita Brooks.

Afdera siguió al mayordomo. Al entrar en la mansión se fijó en el amplio vestíbulo, con techos de casi cuatro metros de altura. Un gran salón, que se abría a un amplio ventanal con vistas a los jardines, hacía la vez de despacho y sala de estar. En las estanterías y vitrinas se amontonaban valiosos objetos precolombinos, egipcios, ptolemaicos, romanos, bizantinos y babilónicos, desde piezas de barro, pasando por monedas, hasta incrustaciones de cristal e incluso telas. A Afdera le llamaron la atención dos piezas: una estatuilla de granito negro del Imperio Medio y una estatuilla de oro de Isis amamantando a Horus.

—¿Le gustan mis piezas?

Afdera se dio la vuelta y se encontró con Kalamatiano.

—Sí que me gustan. Son de una gran belleza —admitió la joven, recordando siempre las palabras escritas por su abuela en el diario: «Seas quien seas, Kalamatiano no parará de estudiarte constantemente. Le gusta saber quién eres, lo que sabes de arte, qué tipo de persona eres, cuáles son tus conocimientos. Vasilis tiene un rostro muy vivo a pesar de su parche de pirata, pero es capaz de mostrar expresiones distintas. Eso le ha ayudado a ser un buen comerciante».

—¿Quiere usted un café griego?

—Sí, por favor.

La llegada del mayordomo con el café negro, amargo y espeso señalaba la fase del comienzo del estudio de la invitada por parte de Kalamatiano. Después llegaría la fase de familiaridad, en la que el Griego relataría algo de sus oscuros orígenes y, por último, la fase de preguntas, en la que la visitante debería explicar qué información deseaba de él.

—Mi abuela era una gran admiradora suya —dijo Afdera para intentar romper el hielo.

—Esa admiración era mutua. Con su fallecimiento ha desaparecido uno de los grandes exponentes de este negocio y tal vez la única persona honrada que quedaba en él —respondió mientras se servía un poco de café.

—¿Cómo empezó usted en este negocio?

—¿No se lo contó nunca su abuela?

—No.

—Mis orígenes no son nada nobles. Es más, mis ancestros eran piratas, asesinos, sicarios a las órdenes de los poderosos. Ese retrato que ve usted ahí es de un antepasado mío —dijo Kalamatiano, señalando un cuadro que Afdera situó en el Renacimiento italiano—. Lo pintó el mismísimo Sandro Boticelli cuando sirvió en la corte de Lorenzo de Medici. Ese hombre era Xenofón Kalamatiano.

El ancestro del Griego tenía un fiero aspecto. Su rostro mostraba cicatrices adquiridas seguramente en oscuras batallas.

—Mi antepasado nació en una isla del Peloponeso griego y, según algunos, había sido un antiguo fraile dominico que decidió cambiar los hábitos por el noble arte del asesinato, el espionaje y el envenenamiento, que había aprendido en la corte del joven sultán de Constantinopla, Mehmed II el Conquistador. Allí había estudiado los tratados escritos por el físico griego Dioscórides, que en el siglo I d.C. redactó el primer gran estudio sobre los venenos y tóxicos y su uso en la guerra. En una sala del palacio de Constantinopla aprendió que el eléboro negro, conocido como la rosa de Navidad, o el eléboro blanco, una liliácea, eran absolutamente inofensivos, pero si se mezclaban en morteros y alambiques se activaba una peligrosa sustancia química que podía provocar la muerte instantánea. Mi antepasado fue enviado por el propio sultán para servir en la corte de los Medici. Desde el mismo día de su llegada a la República, el antiguo fraile se convirtió no sólo en la temible sombra de los Medici, sino también en sus ojos y oídos en los bajos fondos de la ciudad y en su mano ejecutora. Desde él hasta ahora, los miembros de mi familia no han dejado de ser piratas, ladrones, traficantes e incluso vendedores de antigüedades, pero cada vez mejor educados en colegios suizos e ingleses —aseguró, dirigiéndole una amplia sonrisa a Afdera.

—Mi abuela decía que era usted el hombre que más conocimientos tenía sobre las antigüedades y su comercio.

—Crescentia... ¡Qué grande era! Sabía cómo adorar a alguien mientras lo golpeaba por la espalda con un estilo exquisito que sólo ella poseía —dijo el comerciante, levantándose para dirigirse a un elegante mueble bar—. ¿Desea usted un vaso de
mastika
?

—Lo siento, no sé qué es.

—Es un aguardiente griego elaborado con uva y aromatizado con resina de un arbusto de mi país llamado
mastic
.

—Probaré un poco.

Tras servir dos vasos con el licor, Kalamatiano preguntó directamente a su invitada:

—¿Va usted a decirme de una vez por qué está aquí y lo que desea de mí?

—De acuerdo, se lo diré. Usted sabe que mi abuela adquirió hace muchos años un libro: el evangelio de Judas. Durante años, estuvo guardado en una caja de seguridad de un banco de Nueva York. Cuando falleció, me dejó en herencia una carta dándome instrucciones para recuperar el libro y entregarlo a la Fundación Helsing para su restauración, traducción y estudio. A través de un gran amigo mío y de mi abuela, de El Cairo...

—¿Se refiere a Rezek Badani?

—Sí, efectivamente. Rezek me habló de un equipo de especialistas que trabajaba para usted con el fin de localizar un valioso documento, quizá fechado a finales del siglo I de nuestra era, que podría poner en tela de juicio muchos de los dogmas de la Iglesia. Ese documento...

—Ese supuesto documento... —volvió a interrumpir el griego.

—De acuerdo... Ese supuesto documento, escrito por un tal Eliezer, podría estar relacionado con el evangelio de Judas y me gustaría intentar localizarlo para conocer su contenido.

—Y a mí me gustaría localizar el Arca de la Alianza, el Arca de Noé, la Calavera de Cristal, el Santo Grial y la tumba del Gran Khan, pero, señorita Brooks, no hay ninguna posibilidad de saber dónde puede estar ese documento del que usted habla.

—¿Y si le dijese que sé cuál es la ciudad que se esconde tras el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes?

—Durante casi ocho años dos especialistas trabajaron para mí, día y noche, para intentar descubrir dónde se escondía ese documento, sin resultado positivo. Revisaron archivos, visitaron cientos de monasterios, recorrieron miles de kilómetros sin dar con ninguna pista del documento.

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