El laberinto de agua (37 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—Póngame una cerveza bien fría, por favor.

—Enseguida —gritó el camarero desde el otro lado de la barra.

John Fessner, el canadiense experto en radiocarbono, decidió darse una vuelta por la tranquila Berna en su última noche antes de regresar a Canadá. En la televisión se retransmitía un partido de hockey sobre hielo entre los Dublin Rams y los Dundalk Bulls.

—Son demasiado lentos —dijo una voz justo al lado de Fessner.

—Son simples aficionados. En Canadá sí que saben jugar al hockey. Estos irlandeses sólo saben jugar al rugby.

—¿Es usted canadiense? —preguntó su compañero de barra.

—Sí, soy de Ottawa, y seguidor de los Senators.

—Pues yo, a pesar de ser irlandés, prefiero a los Calgary Flames.

—¡Por favor! Ésos no saben ni cómo lanzar un disco. Deberían ponerse la
goalie mask
en el culo. Aunque sea usted un irlandés seguidor de los Flames, le invito a una cerveza —dijo Fessner entre risas.

—Muy bien. Acepto si después permite a este humilde seguidor de los Flames invitarle a otra.

—Trato hecho, pero no permitiré que lo fotografíen conmigo. No podría mostrar la fotografía junto a un fan de los Flames en mi barrio de Ottawa.

Tras beber varias cervezas, el irlandés le contó que se llamaba Mike Coonan y que había emigrado a Berna hacía seis años.

—Aún trabajo día y noche para intentar traer a mi familia conmigo. Aquí podré dar a mis hijos una mejor educación. Ellos se lo merecen, ¿no le parece?

—Amigo Mike, no tengo hijos. Soy soltero, aunque espero encontrar un buen día a una buena canadiense católica seguidora de los Senators con la que formar una familia y tener muchos, muchos hijos —dijo Fessner bajo los efectos del alcohol.

Sobre las cuatro de la mañana, Coonan propuso al científico tomar una última ronda en un famoso bar irlandés situado cerca de Murtenstrasse, a pocos metros de las obras de ampliación de la estación central de ferrocarril de la ciudad.

Fessner dijo que sí y abandonaron el local dando tumbos mientras intentaban mantenerse en pie. Lo que no llamó la atención al científico fue la barra de plástico con la que el irlandés no paraba de jugar.

Los dos hombres se subieron en el destartalado Lada de Coonan y se dirigieron hacia su destino. Tras aparcar en una oscura calle, el irlandés se apeó del coche para ayudar a bajar a un John Fessner bastante ebrio. En ese momento, el padre Spiridon Pontius miró a ambos lados de la calle, extrajo de su bolsillo un cable de acero y lo introdujo en el interior del tubo de plástico, dejando salir un extremo por el otro lado del tubo. Con un rápido movimiento, pasó el alambre alrededor del cuello de Fessner. Mientras presionaba el tubo con la mano izquierda sobre la nuca del científico, con la mano derecha tiraba del otro extremo del cable, estrangulándolo poco a poco.

Los primeros movimientos y pataleos de Fessner intentando alcanzar algo de aire en sus pulmones se fueron convirtiendo en estertores y poco después en la inmovilidad total. Estaba muerto.

Cuando todo acabó, salió de entre las sombras el padre Alvarado.


Fructum pro fructo,
hermano Pontius.


Silentium pro silentio,
hermano Alvarado.

—¿Está muerto?

—Sí, lo está.

—Sáquele la cartera con la documentación, el pasaporte y el billete de avión. Tenemos poco tiempo —ordenó el padre Alvarado.

Entre los dos hombres cogieron por las piernas y los brazos el cuerpo inerte del canadiense, subieron hasta un andamio y desde allí lo arrojaron a una gran balsa de cemento fresco que iba a convertirse en uno de los pilares del centro comercial de la estación de ferrocarril. Antes de que el cadáver desapareciese de la vista, Pontius levantó su mano derecha, hizo la señal de la cruz y arrojó sobre el cemento un octógono de tela con la frase
Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
Su misión estaba casi cumplida.

Esa misma mañana, un hombre fornido, embutido en un grueso abrigo similar al que usaba John Fessner y con el pasaporte canadiense falsificado del científico, salía rumbo a Ottawa desde el aeropuerto de Ginebra en un vuelo de Air Canada. Una vez en su destino, el padre Spiridon Pontius debía tomar un vuelo desde Ottawa a Chicago. Allí le esperaba un nuevo objetivo: el especialista en origen del cristianismo Burt Herman.

* * *

Ciudad del Vaticano

El cardenal Lienart revisaba diversos documentos junto a sor Ernestina cuando el teléfono rompió la monotonía de un acto que para el secretario de Estado se había convertido ya en casi reflejo.

—Cójalo usted, sor Ernestina —pidió Lienart.

—Sí, eminencia, como ordene —respondió la religiosa mientras atendía la llamada.

—Deseo hablar con su eminencia.

—¿A quién anuncio?

—Dígale tan sólo que Coribantes desea hablar con él. Le espero en dos horas en el mismo lugar de nuestro último encuentro —precisó el agente justo antes de cortar la comunicación.

Pocas horas después August Lienart se encontraba sentado en el interior del jardín botánico observando unos nenúfares que flotaban en el estanque.

—Buenas tardes, eminencia.

—Buenas tardes, Coribantes. Espero que no me haya convocado usted sin tener nada que decirme.

—Me ofende usted, eminencia. Usted sabe que siempre le seré fiel y que sus órdenes serán siempre cumplidas por mí sin hacer preguntas.

—Bien, pues dígame qué tiene para mí.

El agente del contraespionaje papal alargó su mano para entregar al cardenal una carpeta cerrada con dos sellos de lacre rojo.

—¿Qué es esto? —preguntó el secretario de Estado.

—Su títere, eminencia, su títere.

En ese momento una luz iluminó el rostro del poderoso miembro de la Curia. Al fin podría llevar a cabo su acto más refinado. Si había podido quitarse de en medio a aquel Papa tras treinta y tres días de pontificado, estaba seguro de que podría volver a hacerlo con ese campesino amante de los comunistas y que ahora gobernaba los destinos de la Iglesia.

Lienart cogió un extremo de la carpeta y con un pequeño tirón rompió los dos sellos. En el interior había varias páginas de diversos colores mezcladas con fotografías en blanco y negro de coches quemados, hombres sin rostro tirados sobre una acera y rodeados de charcos de sangre y de manifestantes gritando cerca de un edificio diplomático estadounidense. Al final de aquel pequeño montón de páginas aparecía una fotografía de un joven que no pasaba de los veinticinco y una ficha encabezada por un nombre: Agca, Mehmet Ali.

Sin dejar de observar aquel rostro con barba de varios días, Lienart comenzó a leer el informe que le había entregado Coribantes.

Agca, nacido en 1958 en el poblado de Hekimhan, al sudeste de Turquía, había empezado a mostrar abierta simpatía por las posiciones nacionalistas fanáticas, frecuentando a unos jóvenes que profesaban un anticomunismo con matices racistas, y que se hacían llamar los 'Lobos Grises'. Sin embargo, a partir de 1976 Agca experimentó un cambio desconcertante. Siempre moviéndose en las sombras, el sujeto contactó con varias organizaciones guerrilleras de tendencias opuestas. El Milli Istihbarat Teskilati (MIT), la organización de inteligencia turca, tras ser consultada por la Entidad, cree que Agca mantuvo entre 1976 y 1980 relaciones con grupos extremistas turcos tanto de derechas como de izquierdas. En 1977, nuestros amigos del Mossad detectaron a Agca en campos de entrenamiento terroristas en el Líbano. Allí mantuvo contacto con células terroristas turcas que se entrenaban con él y estableció una estrecha relación con dos grupos: Akincilar, unos fanáticos religiosos que exigían la islamización de Turquía y el Ülkücüler, formado por jóvenes ferozmente anticomunistas y cuyo símbolo era un lobo gris
.

Lienart bajó la página que estaba leyendo y, dirigiéndose a Coribantes, dijo:

—Ya tenemos a nuestro títere. Este Agca podría parecer sospechoso tanto por su pertenencia a ese grupo islámico, Akincilar, que podría desear la muerte del cristiano Vicario de Roma, o por su pertenencia a ese otro grupo, Ülkücüler. Si pudiésemos entregar a los italianos estas pruebas, quedaría claro que Agca desea acabar con la vida del Santo Padre debido a la afición de éste a establecer lazos de buena amistad con esos infieles comunistas de Varsovia y Moscú —dijo mientras volvía a la lectura del informe.

El 25 de junio de 1979, Mehmet Ali Agca fue detenido por el asesinato, el 1 de febrero de 1979, del periodista Abdi Ipekci. Agca le metió cinco balas en el cuerpo y de la noche a la mañana se convirtió en toda una estrella entre los grupos radicales de Turquía. Cinco meses después, Agca escapó de la prisión de Kartal-Maltepe. Al día siguiente y desde un lugar seguro, Agca escribió: «Los imperialistas occidentales, temiendo que Turquía y sus naciones islámicas hermanas puedan convertirse en una potencia política, militar y económica en Oriente Próximo, envían a Turquía, en tan delicado momento, al Jefe de las Cruzadas, disfrazado de dirigente religioso. Si esta visita no es cancelada, sin duda mataré al Papa-Jefe. Éste es el único motivo de mi huida de la cárcel. Firmado: Mehmet Ali Agca»
.

—Querido Coribantes —dijo Lienart, con una sonrisa gélida entre los labios—, ha cumplido usted perfectamente con lo que le he ordenado. Está claro que tenemos a nuestro títere.

—¿Cómo ha pensado llevar a cabo la acción? —preguntó el espía del SP.

—Déjeme eso a mí ahora. Yo soy quien diseña la agenda del Santo Padre, así es que no me será difícil poder situar al objetivo en el lugar en el que se encontrará nuestro títere.

—Pero eso será difícil. Los suizos no se apartan de él y encima el cardenal Belisario Dandi, jefe de la Entidad, ha ordenado a varios de sus agentes reforzar la seguridad de Su Santidad.

—Déjeme a mí a Dandi y a los suizos y asegúrese de que ese turco esté en Roma para el 13 de mayo.

—¿Cómo tiene previsto acercar a Agca al Sumo Pontífice?

—Ese día, Su Santidad se encuentra con los fieles en la plaza de San Pedro. Aunque viaja en el SCV-1, me ocuparé de que no vaya cubierto. La vigilancia no es muy estrecha debido a que a las vallas de seguridad sólo acceden aquellos que tienen un pase especial. Agca tendrá ese día uno de esos pases. El resto debe hacerlo usted. No quiero saber cómo ese turco llevará a cabo su acción. Esos detalles desagradables prefiero que los arregle usted.

—¿Cómo me hará llegar el pase sin levantar sospechas?

—Se lo enviaré a través de un periodista de
L'Osservatore Romano.
Un tal Giorgio Foscati. Quiere que dé la confirmación a su hija Daniela y estoy seguro de que sabrá hacerme este servicio.

—Bien, eminencia, sabré cumplir fielmente con sus órdenes —respondió Coribantes mientras, rodilla en tierra, besaba el anillo cardenalicio del secretario de Estado.


Alea iacta est,
querido amigo, la suerte está echada —respondió Lienart mientras tocaba la cabeza de su agente con la palma de su mano, como si quisiera reconfortarlo.

* * *

Ginebra

Suiza, lugar de residencia de Vasilis Kalamatiano, no sólo era un paraíso con sus nevadas cumbres, sus ríos cristalinos, sus bancos y su chocolate, sino también un refugio seguro para muchos marchantes de arte y antigüedades. Su centenaria neutralidad y su invisible muralla financiera se habían enraizado en el país gracias a que se había mantenido al margen de los grandes conflictos que estallaron a su alrededor.

En esa fortaleza, muchos habían encontrado no sólo el paraíso para su dinero ganado de forma ilícita, sino también para ellos mismos y sus familias. Un sistema de prestaciones sociales excelentes, sueldos elevados con respecto al resto de Europa, una moneda —el franco suizo— estable y segura, asistencia sanitaria de primera clase y seis semanas de vacaciones al año habían convertido Suiza para muchos en una sociedad que rozaba la utopía. No había pobreza y menos aún barrios marginales. Era el país de la intimidad, del respeto a la propiedad privada y a las normas, rozando casi lo enfermizo.

La Segunda Guerra Mundial ayudó en parte a ese desarrollo. Durante la contienda, los bancos mantuvieron, casi de forma religiosa, su política de discreción para proteger a sus clientes. Aceptaron dinero de judíos que intentaban ponerlo a salvo de los nazis, y el de los nazis que expoliaron a esos mismos judíos a los que luego enviaban a las cámaras de gas. Después de la guerra, continuó siendo ese paraíso de postal en donde diversos personajes provenientes de otros países depositaban sus ilícitas ganancias.

El respeto de los suizos por la propiedad privada convirtió al país en un punto de encuentro cada vez más atractivo para el comercio, legal e ilegal, de obras de arte y antigüedades. Junto a Gran Bretaña, Suiza era uno de los centros neurálgicos del tráfico ilícito de antigüedades, pero en 1965 saltó a las primeras páginas de todos los periódicos un caso famoso.

En la tarde del 28 de abril, la policía suiza hizo una redada en dos almacenes de aduanas de Ginebra, encontrando una gran cantidad de reliquias expoliadas en Italia. En total, quince mil piezas con un valor cercano a los cuarenta y dos millones de dólares. Según parece, Vasilis Kalamatiano estaba detrás.

En la mañana del 6 de diciembre de 1971, la policía helvética entró de nuevo en otro almacén de Basilea y se incautó de casi trescientas piezas, incluidas dos momias, cuatro sarcófagos y varias máscaras.

Las investigaciones llegaron hasta Rafiq al-Hawasi, representante del partido gubernamental en Giza y amigo personal de Anuar el-Sadat, el líder egipcio.

Según parece, los agentes aduaneros egipcios, con el permiso de Al-Hawasi, catalogaban las piezas como «réplicas» adquiridas en el popular bazar de Jan el-Jalili. Tras su detención, Al-Hawasi declaró que trabajaba para un tipo llamado Kalamatiano, conocido en el mundo del tráfico ilegal de antigüedades como el Griego Al-Hawasi era joven, brillante, con empuje y con un gran carisma, pero también era antipático y soberbio. Eso hizo que Vasilis Kalamatiano lo contratase como ayudante personal. En realidad, se veía a sí mismo reflejado en el joven Rafiq. Como él, se había criado en las calles de El Cairo, lo que le permitía moverse por la ciudad como pez en el agua.

Su primer trabajo para el Griego era ser su «detector de oportunidades». Si detectaba alguna pieza antigua que valiera la pena comprar, Rafiq debía encontrarla. Los marchantes sabían que el joven era un enviado de Kalamatiano y que, por eso, el egipcio llevaba siempre encima importantes cantidades de dinero en efectivo. Cuando se enteraba de que había alguna valiosa pieza circulando por la capital cairota, Rafiq se dirigía a una cabina telefónica concreta e intentaba localizar a Vasilis Kalamatiano en Grecia, París o Ginebra para contárselo.

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