El laberinto de agua (29 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Cómo está usted tan seguro de que el Vaticano le permitirá que lo haga?

—El Vaticano no tiene por qué enterarse, a no ser que usted se lo diga.

—¿Y qué me impide no coger ahora mismo el teléfono y llamarles para decirles que está usted ofreciéndome un objeto que ellos desean? Usted conoce al cardenal August Lienart y sabe bien que su eminencia no se quedará tan tranquilo rezando en la basílica de San Pedro junto a Su Santidad. Si acepto su oferta, tanto usted como yo nos convertiremos en objetivos, y la verdad es que yo tengo una buena protección, pero ¿y usted?

—Déjeme que yo me ocupe de mí mismo. Con dos millones de dólares puedo esconderme de quien sea y donde sea. Estoy seguro de que prefiere usted sujetar por los huevos al Vaticano y no al contrario. ¿Le interesa el libro, señor Wu?

—¿Cuánto me costará, digámoslo así, su apoyo para poder sujetar por los huevos a la Santa Sede?

—Usted sabe bien el valor de ese documento y que una vez traducido puede remover los cimientos del cristianismo y de la actual Iglesia católica. Dejará que me quede con dos millones de dólares de los diez que ha depositado en la cuenta del Vaticano.

—¿Qué seguridad tengo de que seré el único en recibir esta oferta?

—¡Oh, señor Wu, me ofende usted! Soy un hombre de palabra y de honor. Jamás intentaría engañarle a usted en un negocio. Tengo suficiente juicio para no hacerlo —aseguró Aguilar.

—Déjeme decirle que mi padre me enseñó que el juicio de las cosas está determinado por la propia experiencia. «No permitas que el juicio de los demás se interponga para vivir tu propia experiencia», me dijo. Si me engaña, o simplemente se le ocurre intentarlo, créame que nadie más volverá a saber de usted. Soy propietario de unas instalaciones en el Ártico. Una especie de laboratorio en donde suelen hacer experimentos de tal índole que ni mis propios empleados dejan hacerme partícipe de ellos. Creo que tiene que ver con vacunas para evitar enfermedades muy graves y contagiosas y siempre se alegran cuando les envío algún conejillo de Indias. ¿Me comprende usted, señor Aguilar?

—Sí, le entiendo perfectamente, señor Wu. En pocos días le llamaré para informarle de que tengo el libro en mi poder.

—De acuerdo. Pero no quiero movimientos extraños por su parte, por la mía tampoco los habrá. Engáñeme y le arrancaré la piel de los dedos uno por uno. No habrá más trabas, pero asegúrese de que esas trabas tampoco estarán en su lado de la negociación.

Cuando Aguilar se disponía a despedirse del millonario, oyó al otro lado de la línea el tono de comunicación cortada. Su juego encajaba por ahora como una perfecta pieza de relojería suiza. Sentado en su mesa, el director de la Fundación Helsing cogió un caramelo de menta y se lo introdujo en la boca.

Tenía planeado negociar la entrega del libro a Wu, y, por otro lado, informar a Lienart de la supuesta traición del magnate. Estaba seguro, conociendo al cardenal Lienart, de que éste no permitiría que Delmer Wu se saliese con la suya. Renard Aguilar sabía que se enfrentaba a un juego peligroso, como alguien que intenta hacer malabarismos con una granada sin seguro. Si realizaba un movimiento en falso, podría explotarle en las manos, algo que no deseaba en absoluto. Prefería pensar en cómo disfrutar de sus dos millones de dólares, cada vez más al alcance de su mano.

IX

Florencia

En un par de horas el vehículo conducido por Francesco había recorrido los poco más de doscientos kilómetros entre la ciudad de los canales y Florencia.

—Francesco, pasaré la noche en el Grand Hotel Villa Medici, en Via il Prato, 42 —informó Afdera.

—Lo sé, señorita Afdera. Me lo ha dicho Rosa. Entraré por la Via Borgo Ognissanti y desde allí estaremos a pocos metros de la Via il Prato.

—En cuanto me dejes en el hotel puedes regresar a Venecia. No hace falta que te quedes.

—¿Y cómo piensa volver usted?

—No te preocupes, cogeré un taxi o alquilaré un coche. Si te retengo aquí, Rosa se va a poner de los nervios.

Minutos después, tras atravesar el río Arno por el puente Americo Vespucci, llegaban hasta la misma puerta del hotel. Ya en su habitación, Afdera se disponía a realizar la primera de varias llamadas, pero cuando levantó el auricular, pudo reconocer una voz al otro lado.

—Hola, Afdera —saludó Max Kronauer.

—¡No me lo puedo creer! ¿Cómo tienes la poca vergüenza de llamarme? Desapareces y vuelves a aparecer y pretendes que te salude como si tal cosa. Y, por cierto, ¿cómo sabías que estaba en este hotel de Florencia?

—Me lo ha dicho la CIA. Uno de sus satélites te está siguiendo constantemente —respondió Max intentando arrancar una sonrisa a la joven, pero Afdera no estaba para bromas.

—No me hace ninguna gracia. Desapareciste de nuevo en Berna como alma que lleva el diablo y sin darme ninguna explicación. No quiero sufrir, Max, y sabes que me gustas, pero, como te digo, no quiero que me hagan sufrir, ni que me hagan daño, ni que me hieran.

—¿Quieres que nos veamos o prefieres dispararme? Estoy en Florencia.

—La verdad es que me gustaría dispararte.

—¿Cuándo quieres que nos veamos?

—Mañana tengo una cita con un tal Leonardo Colaiani, un profesor de la Universidad de Florencia, un experto en las cruzadas. Tiene bastante información sobre el recorrido que siguió el libro de Judas. Si quieres, puedes acompañarme.

—Me gustaría. Será un placer. ¿A qué hora te recojo?

—Ven a mi hotel a las diez de la mañana. Desayunaremos juntos y después nos vamos a ver a Colaiani, para ver qué tiene que esconder. ¿Te parece bien?

—Me parece muy bien. ¿Quieres que cenemos mañana después de la reunión con Colaiani? —propuso Kronauer.

—Sólo si me explicas por qué te alejas de mí cada vez que intento acercarme a ti.

—Te lo explicaré, te lo prometo. Por cierto... —dijo Max—, sabía en qué hotel estabas porque te llamé a Venecia y tu hermana Assal me lo dijo. También me aconsejó lanzarme de una vez. Me imagino a lo que se refería.

—Tal vez ella lo tenga más claro que tú y que yo. Hasta mañana, Max.

—Hasta mañana.

A Afdera le costó conciliar el sueño. Tenía muchas preguntas que hacerle a Colaiani, pero muchas más que plantearle a Max, y de ambos quería respuestas concretas. Estaba dispuesta a conseguirlas fuese como fuese, tanto del profesor universitario como de Kronauer.

El teléfono sonó varias veces arrancándola de un sueño profundo, conseguido con paciencia y un buen par de pastillas.

—Buenos días.

—Buenos días, Max —respondió con voz ronca.

—Te espero en la Sala Caterina para desayunar. Date prisa...

—Pídeme un café bien cargado. Necesito estar serena antes de ver a Colaiani. Me ducho y bajo.

Tres cuartos de hora después, Afdera entraba en la sala en donde la esperaba Max.

—¿Cómo estás?

Al oírla a su espalda, Kronauer se puso en pie y besó a Afdera en la mejilla.

—Te veo muy bien.

—Yo también a ti, pero cuéntame, ¿dónde has estado?, ¿qué has estado haciendo?

—Tras vernos en Berna, regresé a Londres, donde he estado trabajando en unos textos antiguos escritos en arameo pertenecientes al Museo Británico. El gobierno de Damasco me ha propuesto también estudiar y traducir unos manuscritos que encontraron hace años cerca de Palmira. Será un trabajo que me llevará un año entero.

—Así es que vas a trabajar para ese Hafez al-Assad...

—No. Voy a trabajar en la traducción de unos textos en arameo que casualmente se encontraron en Palmira, que casualmente se encuentra en Siria. Si los científicos trabajasen tan sólo en aquellos lugares en donde existe la democracia, jamás se habrían descubierto los misterios de los faraones, ni las ruinas de Balbek o Palmira, tal vez ni siquiera hubiéramos pisado la Gran Muralla china o las ruinas de Babilonia. Si tuviésemos que esperar a que en muchos de esos lugares llegase la democracia, tendrían que pasar otros mil años para poder estudiar la mayoría de sus antigüedades —respondió Max—. Pero dime, ¿quién es ese Colaiani?

—Leonardo Colaiani trabajó junto a Charles Eolande en la búsqueda de los orígenes del libro de Judas. Eolande es uno de los papirólogos más importantes del mundo y trabaja en el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago. Colaiani es uno de los grandes expertos en historia medieval y da clases aquí, en la Universidad de Florencia. Ha escrito varios libros sobre la materia. Eolande y Colaiani trabajaron durante varios años a las órdenes de un misterioso griego llamado Vásilis Kalamatiano.

—Le conozco. He oído hablar mucho de él, pero no sé si la mayoría de rumores son reales o tan sólo leyendas.

—Eolande y Colaiani viajaron durante años siguiendo la pista del libro desde su creación hasta nuestros días, pero realmente no se sabe si averiguaron algo importante. Rezek Badani, mi amigo, el comerciante de antigüedades de El Cairo, me dijo que debía hablar con Colaiani si deseaba conocer algún eslabón más de la historia del libro de Judas. Por eso estoy aquí, en Florencia —relató, después de dar un largo sorbo a su café caliente, muy cargado y sin azúcar.

—¿Por qué crees que va a proporcionarte la información que necesitas? Quizá no quiera dártela y prefiera guardarse para él los sacretos del libro, o a lo mejor no tiene suficiente autoridad como para proporcionarte los datos que necesitas.

—Puede que tengas razón. Pero tengo que conseguir que Colaiani hable conmigo, que me cuente lo que descubrió. Vámonos. Cogeremos un taxi —dijo la joven mientras firmaba la cuenta al camarero y daba un último sorbo a su café.

—¿Y cómo sabes que ese tal Colaiani querrá hablar contigo delante de mí? Tal vez prefiera estar a solas contigo.

—Podría ser, pero le diré que tú eres uno de los mejores especialistas en cristianismo primitivo y que por eso necesito que asistas a la conversación.

—¿Dónde es la reunión?

—En la universidad. Hoy tiene clase y tú y yo estaremos allí cuando termine para hablar con él. Necesito hacerle muchas preguntas y sólo él tiene las respuestas que busco.

El campus florentino estaba a esa hora de la mañana repleto de estudiantes cargados de libros que iban y venían entre los edificios universitarios rumbo a alguna clase. Afdera recordó sus años universitarios con cierta añoranza.

—¿La echas de menos? —preguntó Max.

—¿Perdona?

—Si la echas de menos. La universidad.

—Oh..., sí, tal vez. Mi abuela me envió a Oxford y después a Jerusalén. Era un mundo completamente aislado, una especie de urna de cristal hermética. Mi abuela hizo que mi hermana Assal y yo viviésemos en un ambiente que no era del todo real. Recuerdo mis años universitarios como una etapa de mi vida en la que no me enteré de gran cosa. Casi no sabía a qué se dedicaba mi abuela. Prefería aplicarme en el estudio. Fueron años de inocencia. Mi abuela se ocupó de mantenernos a Assal y a mí alejadas de cualquier cosa que pudiera perturbarnos —dijo con cierta añoranza, observando a una pareja de universitarios besándose en un banco del parque.

—Tal vez intentaba protegeros.

—Puede ser, pero el problema es que me ha dejado en herencia una tarea para la que no creo estar preparada o, por lo menos, para la que no había sido preparada. Ella creía en mí más de lo que yo misma creo.

—Pues yo pienso que lo estás haciendo muy bien. Tu hermana Assal te admira. Has sido su madre, su padre y su hermana mayor. No creo que lo hayas hecho tan mal como dices.

Afdera guardó silencio con las manos metidas en su abrigo mientras caminaban en dirección al edificio principal, en donde en ese momento el profesor Leonardo Colaiani impartía su clase de historia medieval.

Colaiani había conocido a Crescentia Brooks a través de Rezek Badani a comienzos de la década de los sesenta, casi cuando ésta adquirió el libro de Judas. Aunque el profesor conocía el libro, aseguraba que se había descubierto en Gebel el-Tuna y no en Gebel Qarara. Al parecer, en algún momento entre Badani y Crescentia Brooks, Colaiani y Eolande habían estado asesorando al egipcio para intentar vender el libro.

Tanto Colaiani como Eolande eran personajes conocidos en las tiendas de antigüedades de El Cairo o en cualquier otro lugar de Egipto en donde se pudieran encontrar textos antiguos. Trataban de comprar cualquier papiro que se descubriera. Eolande, el experto de Chicago, se ocupaba de tantear a los vendedores con preguntas acerca de papiros antiguos. Los libros como el de Judas o los de Nag Hammadi tenían una encuadernación que mantenía unidos los papiros. En la Antigüedad, este material se consideraba prescindible, pero actualmente tenía un valor incalculable. Ambos científicos trabajaban a las órdenes de Vasilis Kalamatiano y conocían el valor de un libro analizando esa unión.

Afdera y Max llegaron hasta el aula. Al asomarse por la ventanita que había en el centro vieron a un grupo de estudiantes tomando apuntes y haciendo preguntas. Frente a ellos se encontraba un hombre alto, delgado, bien parecido, con una larga melena de pelo blanco y un rostro moreno escondido tras unas gafas redondas de concha. Esperaron hasta el final de la clase.

Una oleada de estudiantes pasó ante ellos, pero Afdera prefirió esperar a que el aula se hubiese vaciado. Cuando el profesor se disponía a abandonar la sala, la joven preguntó:

—¿Es usted el profesor Colaiani? Soy Afdera Brooks, nieta de...

—Sí, ya sé de quién es usted nieta, de Crescentia Brooks —la interrumpió Colaiani—. Sígame hasta mi despacho, por favor. Allí podremos hablar sin que nadie nos interrumpa. —De repente, el experto en las cruzadas fijó su mirada en Kronauer—. ¿Y usted quién es?

—Oh, perdone, profesor. Es Maximilian Kronauer, gran amigo de la familia y experto en cristianismo primitivo.

—Mucho gusto —dijo Max.

—Vayamos a mi despacho —propuso el profesor sin estrechar la mano aún tendida de Kronauer. Estaba claro que al profesor le había molestado la intromisión de aquel desconocido—. Badani me dijo que sólo tendría que hablar con usted —dijo Colaiani a modo de protesta.

El despacho del medievalista tenía el ordenado caos típico de los científicos. Altas paredes cubiertas de estanterías de madera, cubiertas a su vez de libros sobre la historia de las cruzadas perfectamente etiquetados. En el centro de las estanterías, en un claro en la pared, se encontraba colgado un fragmento de estela funeraria del siglo XIV en la que aparecía representado un caballero cubierto por un gran escudo junto a un animal mitológico, posiblemente un león alado o un dragón.

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