El laberinto de agua (53 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—¿De San Pedro? ¿El primer Papa?

—Sí, así es, monseñor. Han estado consultando un libro sobre diversas reliquias y objetos que han ido a parar a Venecia sin que se sepa muy bien su procedencia. Su interés estaba focalizado en la silla de San Pedro, que, al parecer, permanece en una iglesia de la ciudad.

—Debemos estar preparados para saber qué se traen entre manos. Siga vigilando de cerca a esa joven y no haga nada hasta que yo no se lo ordene. ¿Me ha entendido?

—Sí, monseñor, le he entendido. ¿Y qué debemos hacer con ese griego?

—Tal vez haya que hacerle una visita. Hasta que lo decida, vigile estrechamente a la mujer. No la pierda de vista e infórmeme de cada uno de sus movimientos.

—Entendido, monseñor.


Fructum pro fructo
—dijo Mahoney.


Silentium pro silentio
—respondió el asesino del Octogonus.

Mahoney permaneció en silencio reflexionando sobre las noticias que le había dado el padre Cornelius. Quizá estuviesen investigando algo más que el libro de Judas. El evangelio estaba guardado en su caja fuerte desde hacía algunos días, así que posiblemente estuviesen buscando otra cosa. «¿Y si el evangelio de Judas no es todo? ¿Y si ese libro hereje no es el final de la historia? ¿Y si esa joven ha descubierto algún otro documento que puede ser peligroso para la Iglesia católica?», pensó.

Mahoney levantó el teléfono y pidió una entrevista con el cardenal Lienart.

—¿Dígame? —respondió la voz.

—Soy monseñor Emery Mahoney y deseo hablar con el cardenal secretario de Estado.

—Está reunido con el Comité de Seguridad. Si quiere, monseñor, puedo llamarle en cuanto finalice la reunión.

—De acuerdo.

Dos horas después, el sonido del teléfono interrumpió el trabajo rutinario de Mahoney.

—Le llamamos desde la Secretaría de Estado. Puede usted venir en diez minutos para ver a su eminencia.

—Muchas gracias.

Mientras avanzaba por el largo corredor hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, monseñor Mahoney oyó el concierto para clarinete de Mozart que atravesaba las puertas del despacho de Lienart e inundaba los pasillos colindantes.

El guardia suizo que vigilaba la estancia movió su alabarda a posición de firmes en señal de respeto hacia el alto miembro de la curia.

Al entrar en el despacho, Lienart hablaba con sor Ernestina sobre la salud del Sumo Pontífice.

—Está muy delicado, aunque parece que se va a recuperar de sus heridas. Debemos rezar por él —dijo el cardenal.

—Sí, eminencia, yo también le dedicaré mis oraciones al Santo Padre.

—Ahora, querida sor Ernestina, déjenos solos a monseñor Mahoney y a mí y cierre la puerta cuando salga. Debemos tratar asuntos importantes —ordenó Lienart.

Cuando se quedaron a solas en el amplio y luminoso despacho, Lienart se dirigió hacia el tocadiscos que tenía a su lado y levantó la aguja con cuidado.

—¿Qué le trae por aquí, querido Mahoney? —le preguntó sin mirarle a la cara mientras introducía cuidadosamente el vinilo en su funda.

—He recibido noticias inquietantes del hermano Cornelius.

—¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?

—El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks.

—Ordené al hermano Cornelius localizar a esa joven... Afdera Brooks. Consiguió encontrarla en Ginebra. Estaba visitando a ese traficante de antigüedades llamado Vasilis Kalamatiano. El hermano estuvo vigilando la casa y descubrió que se reunía allí con otro hombre...

—¿Quién era ese otro hombre?

—Un tal Leonardo Colaiani, profesor de historia medieval en la Universidad de Florencia. Esa mujer, Colaiani y Kalamatiano estuvieron reunidos hasta altas horas de la madrugada. Por la mañana salieron sólo Colaiani y Brooks hacia el aeropuerto y cogieron un vuelo hacia Venecia. Desde hace días están metidos en la Biblioteca Marciana y en el Archivo de Estado de la Serenísima estudiando libros sobre San Pedro.

—Tal vez sólo desean conocer la palabra de nuestro primer Papa.

—No creo que sea eso, eminencia. Colaiani participó hace unos años junto a un estadounidense, un tal Charles Eolande, en la localización de un documento, envuelto entre la realidad y la leyenda, conocido como la carta de Eliezer. Según parece, en esa carta un hombre o un familiar cercano a Judas Iscariote pudo dejar escritas las últimas palabras del apóstol antes de morir.

—¿No estaba eso reflejado en el libro hereje que tenemos ahora en nuestro poder?

—Renard Aguilar, el director de la Fundación Helsing, me aseguró que al libro se le habían arrancado varias páginas a propósito y que en diversas partes del texto aparecía el nombre de Eliezer en diferentes páginas. Sólo dice que es una persona cercana al maestro, a Judas, pero no da más pistas. Colaiani y Eolande, con el apoyo financiero de Kalamatiano, intentaron descubrir el lugar en dónde se escondía esa supuesta carta.

—¿No cree usted que exista? —preguntó Lienart a su secretario.

—No puedo asegurarlo, pero lo extraño es que esa joven, Afdera Brooks, cediese tan rápidamente la propiedad del libro a la Fundación Helsing. Eso debería hacernos pensar en que tal vez, y digo sólo tal vez, esa mujer descubrió con alguna ayuda exterior algo más importante que el libro hereje en sí. Tal vez deberíamos mantener la vigilancia del Círculo en torno a ella.

—Asegúrese de que no haya sorpresas.

—Delo por hecho, eminencia. Estoy trabajando para asegurarme de ello.

—Y ahora puedo informarle de que ya me he ocupado de atar un cabo importante que nos había quedado..., digámoslo así..., suelto.

—¿A qué se refiere, eminencia?

—Nuestro amigo Delmer Wu ha pasado a mejor vida. Ese oriental debe de estar ya con su Buda, si es que le han permitido entrar en su paraíso. Yo tan sólo le he dado un pequeño empujoncito.

—Pero esta misión no la ha llevado a cabo ningún hermano del Círculo Octogonus...

—Lo sé, querido secretario, lo sé. Pero a veces es necesario tener otras opciones. Siempre he dicho que es bueno empezar haciendo lo posible y así, de pronto, uno se encuentra haciendo lo imposible. Eso es lo que he hecho en el caso de nuestro querido amigo Delmer Wu. Se había convertido en un ser que albergaba mucho rencor hacia nosotros por lo que le hicimos a esa prostituta oriental de su esposa. Eso le hizo muy peligroso para nuestro Círculo y por esta razón he ordenado que pasase a mejor vida.

—¿Quién llevó a cabo la misión?

—Querido monseñor, sólo es útil el conocimiento que nos hace mejores. A veces es mejor el desconocimiento que nos hace sabios. Manténgase así.

—¿Qué más cabos cree usted que deberíamos atar?

—Sin duda, ese tal profesor Colaiani, ese pirata griego llamado Kalamatiano y esa joven, Afdera Brooks, siempre y cuando siga metiéndose en lo que no le incumbe.

—¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius?

—El hermano Cornelius debe mantenerse cerca de esa joven e informarnos de cada uno de sus movimientos. Que no la pierda de vista. Los hermanos Alvarado y Pontius tienen que estar preparados para ser las herramientas de Dios, para atar los cabos que queden sueltos, pero no antes de que sepamos lo que traman esa joven, Colaiani y Kalamatiano.

—Muy bien, eminencia, daré órdenes a los hermanos Alvarado y Pontius para que estén preparados.

—Querido secretario, el día elegido para mí está cada vez más cerca y no debemos cometer ningún error.

—No se cometerá ningún error. Se lo prometo, eminencia —aseguró Mahoney con una pequeña reverencia para besar el anillo cardenalicio de Lienart.

Cuando salía del despacho, Mahoney volvió a cruzarse con sor Ernestina y con un hombre de aspecto cansado al que no reconoció.

—Eminencia, está aquí el señor Foscati —anunció la religiosa.

—Dígale que pase y que no nos moleste nadie.

—Así se hará, eminencia.

Giorgio Foscati mostraba un aspecto desaliñado, con barba de varios días y bajo sus ojos colgaban unas pequeñas bolsa que mostraban el agotamiento por el que estaba pasando últimamente.

—Necesito su ayuda, eminencia —suplicó el periodista.

—¿A qué se refiere? ¿En qué podría yo ayudarle?

—Mi hija, eminencia, mi hija.

—¿Su hija?

—Alguien se la llevó cuando regresaba del colegio a casa andando y no hemos vuelto a saber nada de ella. Necesito su ayuda para localizarla.

—¿Habló usted con alguien sobre ese turco que atentó contra Su Santidad?

—No, eminencia. Hice lo que usted me dijo. No hablé con nadie de ello. ¿Cree usted que la desaparición de mi hija podría estar relacionada con ese sobre que entregué?

—Puede ser, pero la cuestión es que haré todo lo que esté en mi mano para que su hija regrese con ustedes, sus padres.

—Se lo agradecería mucho. Mi esposa hace días que no puede dormir y yo no hago más que buscar ayuda, pero, al parecer, nadie quiere saber nada del asunto. Mi hija es ciudadana italiana, pero yo trabajo para el Vaticano. Tal vez las autoridades italianas no quieren saber nada del asunto debido a que mi hija desapareció en suelo de la Santa Sede.

—No se preocupe, mi fiel Foscati. Haré todo lo posible para conseguir alguna pista sobre su hija Daniela. Hablaré de este asunto en la próxima reunión del Comité de Seguridad, y ahora, si me disculpa, tengo deberes que cumplir. Ya sabe que desde que dispararon contra el Santo Padre, mis tareas como secretario de Estado se han duplicado.

—De acuerdo, eminencia, pero sólo le pido que por favor haga usted algo por nuestra hija —volvió a suplicar el periodista mientras Lienart le acompañaba a la salida de su despacho.

—No se preocupe usted mucho. Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy. Estoy seguro de que su hija Daniela estará con otros chicos de su edad y aparecerá en cualquier momento.

August Lienart observó como Giorgio Foscati, el cabo suelto de la conspiración, el peón del gran juego de ajedrez, se alejaba por el pasillo con la cabeza baja, arrastrando los pies.

* * *

Venecia

—¿Cuándo regresas a Venecia? —preguntó Afdera—. Tengo muchas cosas que contarte.

—Acabo de reunirme en Roma con enviados del gobierno de Damasco. Hemos estado cerrando las fechas en las que tendré que viajar a Siria para ponerme manos a la obra con la traducción de esos rollos en arameo. Espero que en un mes o dos me den el visto bueno y pueda viajar a Damasco —respondió Max.

—Tengo ganas de verte y lo sabes.

—Sí, lo sé. Yo también tengo ganas de verte.

—Sí, pero tú por razones diferentes a las mías —protestó Afdera.

—No empieces con eso. Ya sabes a lo que me dedico. Me gustaría estrecharte entre mis brazos, pero sabes que no puedo. No puedo violar mis votos sacerdotales.

—¡A la mierda tus votos! Sólo quiero verte, que estés junto a mí.

—Sabes que no es posible. Te aseguro que si no hubiese tomado los votos, serías la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.

—Perdóname que te grite, Max, pero llevo unos días bastante nerviosa. Me gustaría que estuvieses aquí en Venecia.

—Puedo ir mañana mismo si me necesitas —propuso Max.

—Estoy ya en la etapa final de mi investigación y creo que en unos días podría descubrir algo importante.

—¿En qué punto estás ahora?

—Ya sabes que conseguí descifrar la frase en rúnico que se encuentra en el lomo del león del Arsenale. Con Leonardo Colaiani...

—¿Has vuelto a verle?

—Me lo encontré en casa de Vasilis Kalamatiano en Ginebra.

—Ten cuidado. Es un tipo peligroso. No me fío de él.

—Yo no lo creo. No creo que sea peligroso, aunque sí poco de fiar. Está ahora en Venecia como una especie de vigilante de los intereses de Kalamatiano. Lo que hemos descubierto es que existe en Venecia un trono de piedra que usó San Pedro a su paso por Antioquía. Creemos que en ese trono se esconde una nueva clave que nos llevará hasta la carta de Eliezer.

—¿Cómo estás tan segura?

—Por las pistas que nos hemos ido encontrando hasta ahora. Al parecer, la frase del león se refería a una estrella que ilumina el trono de la iglesia, y puede que ese trono al que se refiere sea el que está en Venecia.

—¿Dónde se encuentra ese supuesto trono de Pedro? —preguntó Max, interesado.

—En una iglesia de Venecia, en la isla de San Pietro di Castello. Tenemos previsto ir esta misma noche.

—No lo hagas hasta que yo no llegue. No quiero que vayas sola con ese tipo. Lo arreglaré para poder estar mañana en Venecia. Sólo prométeme que me esperarás para entrar en esa iglesia.

—De acuerdo, te esperaré hasta mañana, pero no más tiempo. Necesito encontrar alguna nueva pista del lugar en donde supuestamente se esconde la carta de Eliezer y no quiero estar esperándote durante meses hasta que vuelvas a dar señales de vida —le advirtió Afdera.

—De acuerdo. Te prometo que mañana mismo estaré en Venecia y te acompañaré a ver esa iglesia. Por cierto, ¿tienes permisos?

—¿Y quién necesita permisos en Venecia, querido Max? Estamos en Italia.

—Acabaremos todos muertos o en prisión, pero bueno, te acompañaré mañana por la noche. Hoy quédate en casa. Cuando llegue mañana a Venecia, te llamaré.

—¿Te quedarás a dormir en la Ca' d'Oro?

—Puedo resistirlo todo excepto la tentación, así que prefiero dormir en el Palace Bellini. Reservaré una habitación.

—Pues tú te lo pierdes, pero ya sabes lo que dicen, Max. Un beso puede llevarte a caer en la tentación, y aunque caer es un pecado, por lo menos lo disfrutarías —dijo Afdera, sonriendo.

—Buenas noches, preciosa. Mañana te veré en Venecia.

—Buenas noches, Max. Te quiero.

Cuando Afdera pronunció las últimas palabras, Max había cortado ya la comunicación y no llegó a oírlas.

Sobre las once de la mañana sonó la campana en la Ca' d'Qro. Rosa salió por el patio interior y abrió el portalón.

—Hola, Rosa, ¿cómo está?

—Muy bien, estoy muy contenta de verle, señorito Max.

—Yo también me alegro de verla.

—¿Ha desayunado?

—Sólo un café.

—Déjeme que le prepare un buen desayuno veneciano mientras le digo a la señorita Afdera que está usted aquí.

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